Читать книгу Por qué te aferras a lo que te hace daño - Walter Medina - Страница 11
ОглавлениеCapítulo 3. No juzgar
A veces tenemos en nuestra cabeza un juez, que cree saber más de lo que sabe. Por su tribunal pasa todo lo que vemos y con natural espontaneidad da el veredicto de lo que es bueno o malo, de lo que se debería o no. Cree saber lo que el otro debe hacer, cree que puede resolverle la vida a los demás, si tan solo le hicieran caso. A veces es riguroso y exigente, otras, desinteresado, pero en realidad nada de lo que suceda escapa a su mirada. Se ocupa de juzgar los dilemas más importantes de la vida o tal vez, el modo de vestirse de los demás. No puede parar de juzgar.
La mayoría de nosotros no podemos parar de juzgar. Es como una rueda que viene girando hace tiempo y su inercia nos arrastra. Hemos juzgado demasiado a los demás. A los que tenemos cerca, a los que están lejos, a los que vemos en las noticias. Alguna vez quizás hasta hemos juzgado el actuar de Dios. Pero a la persona que juzgamos con más severidad, a la que vivimos culpando con mayor fuerza, es a nosotros mismos. Para nosotros, muchas veces no tenemos piedad, Dios nos puede perdonar, nosotros no.
“No juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados” (Lc 6,37).
Jesús nos invita a no juzgar. Y así estar en paz con nosotros mismos.
El juzgar es la manera de aprender que tenemos desde niños. Así supimos lo que estaba bien o mal, lo que nos podía hacer daño o no. El tema es que usamos esta capacidad para medir a los demás. Y ahí nos equivocamos, porque solo puede medir el que tiene la regla, solo puede juzgar el que ve la verdad. Nuestra regla esta distorsionada, nuestra mirada también. Por eso no podemos juzgar. Ni siquiera a nosotros. San Pablo decía “ni yo me juzgo a mí mismo... ... porque él que me juzga es el Señor” (1Cor 4-3). Claramente tenemos conciencia de lo bueno o malo, y tenemos capacidad para juzgar, qué significa entonces este mandato de Jesús. En la oración contemplativa aprendemos a observar nuestras emociones y nuestros juicios. Nuestros pensamientos y creencias. Los observamos como el que observa un árbol o una flor, con desprendimiento. No nos aferramos a nuestros juicios que siguen estando, pero no le damos la intensidad de quien tiene que aplicar un veredicto. Dejamos el juicio para Dios. Podemos contemplar lo que juzgamos, ya que no podemos parar de juzgar, pero lo soltamos. Porque también contemplamos algo más grande que nuestra mirada, contemplamos la belleza del amor de Dios, el único que puede juzgar.
Es de sabios hacer silencio. Tal vez no podamos dejar de juzgar y tampoco desprendernos de nuestros juicios, pero podemos practicar el no decir lo que juzgamos. Hacer silencio de lo que creemos que sabemos de los otros, es uno de los frutos de practicar oración contemplativa. Con el tiempo aprendemos a tratar con comprensión a los demás y a nosotros mismos. Tal vez no podamos evitar juzgar, pero sí vamos aprendiendo a soltar nuestros juicios, a no tomarlos tan en serio.
Cuando soltamos nuestros juicios, vamos descubriendo que nuestro juez no era imparcial. En realidad, está enceguecido por su propia historia y no se daba cuenta. “Guías ciegos que guían a otros ciegos...” decía Jesús, “y si un ciego guía a otro, ambos (los dos) caerán en un pozo” (Mt 15, 14). En nuestra ceguera creemos que podemos decirle al otro como debe comportarse. En nuestra ceguera caminamos sin saber a dónde. Los pozos en los que caemos nos enseñan que no estamos mirando la realidad. La realidad es el amor de Dios. Pero nuestro juez, no ve la realidad sino sus miedos. En nuestra historia hubo muchos juicios, experiencias, aprendizajes que hacen que tengamos un juez que nos miente y debemos desprendernos de sus juicios. ¿Cómo sabemos que este juez nos miente? Si no tenemos paz y alegría, podemos estar seguros de que no vemos las cosas como son, no vemos que nada es más fuerte que el amor de Dios. Nuestros juicios son parciales y producen emociones también parciales, no ven toda la realidad como es. El que ve la realidad, tiene paz y alegría.
Desde niños aprendimos a nombrar lo que estaba a nuestro alrededor. Nombrar, es como poner una etiqueta que nos permitía entender la realidad. Nombrar algo es un intento de conocerlo. Conocer algo nos daba la capacidad de poder manejarlo de alguna manera. Era una necesidad instintiva de tener dominio sobre eso. En el Génesis dice que Dios dejó al hombre que pusiera nombre a todos los animales, plantas y seres vivos. Así le daba el dominio sobre la creación. (Gn 2, 18)
No solo aprendíamos a poner nombres, etiquetas, a las cosas, sino que también a nuestras experiencias. Todo se almacenaba en nuestra mente con una etiqueta, por así decirlo. Y esta capacidad nos servía para relacionarnos con el mundo sin tener que aprender todo desde cero. Las cosas, situaciones o personas que se asemejaban a lo aprendido las relacionábamos con la etiqueta que ya le habíamos puesto. Nuestra manera de aprender buscaba simplificar la realidad, para poder manejarla. Así fuimos creciendo y dándole significado a todo. Es una capacidad humana maravillosa pero limitada. La realidad es más vasta que nuestros nombres y etiquetas. En un momento nos pudieron haber servido para no tener que pensar si algo era bueno o malo, simplemente mirábamos la etiqueta que nosotros teníamos de nuestras experiencias. Pero hoy, estas etiquetas también nos encierran. No nos dejan ver las cosas como son. Nos condicionan. Por supuesto que son muy valiosas nuestras experiencias, el tema es ver si nos encierran en nuestros juicios o si somos abiertos a tratar de ver las cosas de otra manera. La rigidez mental nos hace ciegos. Muchas veces encasillamos la realidad, a las situaciones o a las personas. Y así vamos juzgando y etiquetando, creyendo que conocemos, cuando nuestra mirada es muy parcial y poco se da cuenta de que lo que acontece, es mucho más grande que lo que vemos. No juzgar, significa estar abiertos a redescubrir lo que acontece minuto a minuto. No se trata de dudar de lo que pensamos o sentimos, sino de no aferrarnos a ello, soltar. Tenemos nuestras ideas y estas constituyen parte de nuestra vida. Pero no podemos aferrarnos a ellas. Debemos soltar lo que pensamos como quien sabe que su mirada no es pura y que está teñida por su historia.