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Capítulo 5. Aprender a recibir

Aceptar lo que acontece no es fácil. Suceden muchas cosas que lamentamos día a día. Nos resistimos a ellas, tratando de que no existan. Pero no pensemos que solo nos cuesta aceptar lo que consideramos malo. También nos cuesta aceptar lo bueno. Estamos tan acostumbrados a los problemas y conflictos, a nuestra oscura manera de percibir que nos cuesta entrar en la luz. Nos resistimos a una nueva manera de vivir, en donde lo primero que tenemos que hacer es aprender a recibir una buena noticia.

En nuestras etiquetas y juicios aprendimos algo que no es verdad. Y para entrar en la verdad necesitamos romper con esas viejas creencias conscientes o inconscientes. En nuestra mentalidad a veces estamos buscando problemas todo el tiempo. Si no es esto, es lo otro. Siempre hay algo inquietante qué pasa o puede pasar. El miedo termina siendo una constante en nuestra vida. Y hay miedos que existen desde niños, que solo cambian de objeto, pero siempre están activos buscando algo que temer.

Todos tenemos nuestra cruz, pero aprender a recibir, es un cambio de mentalidad en la que descubrimos un orden, una belleza, mucho más grande que los clavos de nuestra cruz. Y esa bondad infinita de Dios es lo que más nos cuesta aceptar. Tal vez los clavos de nuestra cruz, los terminemos aceptando, pero aceptar la vida en abundancia que nos trae Jesús, nos resulta imposible. Dios nos quiere dar, pero nosotros no queremos pedir. O pedimos sin fe, porque hemos perdido la confianza.

“Pide...” le dijo Dios a Acaz, pero este no quiso. Entonces el profeta Isaías le dijo: “¿No os basta cansar a los hombres, que cansáis incluso a mi Dios? Por tanto, el Señor mismo os dará una señal...” (Is 7,12)

Dios también nos dice a nosotros: pide. Pero nosotros no creemos en esta verdad, no confiamos en ella. Cansamos a Dios como Acaz. No sabemos recibir la buena noticia. Seguimos mirando la oscuridad, temiéndola, o escapando de ella en vez de mirar la luz. Eso le pasaba a Acaz que, estando sitiado por su enemigo, solo veía esto sin escuchar a Dios que le decía: ¡Pide...!

Dios a veces no elimina la tormenta, pero nos hace caminar sobre ella. No elimina la espina clavada en la carne, pero nos dice: “Te basta mi gracia”.

Así también nosotros, necesitamos aprender a dejar de mirar la tormenta o la espina, todo el tiempo, tratando de controlar lo que nos supera, para volver a Dios y aprender a recibir su gracia.

Soltar, es aceptar no solo lo que acontece sino sobre todo aprender a recibir lo que Dios hace en y a través de lo que acontece. Dejar que Dios sea Dios en nuestra vida no es fácil, hay que aprender a ser como niños.

“Yo les aseguro a ustedes que, si no cambian y no se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los Cielos”. (Mt 18,3)

Para entrar en el Reino, para entrar en la Verdad, tenemos que dejar de luchar por ser lo que no somos y volver a hacernos como niños. La verdad, la realidad, es una buena noticia, que muchas veces rechazamos cuando rechazamos nuestra niñez. La buena noticia de la salvación la experimenta el que no rechaza su niñez. El que cree que puede lograrlo todo por su cuenta, tal vez algo consiga, pero no conocerá a Dios hasta que se dé cuenta que en realidad es un niño. Porque solo el que se sabe pequeño como un niño, puede confiar que todo lo que necesita le será dado. En algún momento dejamos de confiar, porque nos alejamos de nosotros mismos. Dejamos de ser niños, perdimos la alegría de recibir.

Recibir es peligroso, porque no lo manejamos, dice nuestro orgullo. Mejor es luchar por construir nuestro reino. Pero cuando luchamos por construir con nuestra fuerza nos alejamos de los que somos, también nos alejamos de Dios. Como no aceptamos que somos niños, tampoco quien quiere ser Dios para nosotros. Estamos fuera de nuestro eje. La verdad es que él es el creador y nosotros sus creaturas.

Cuando aceptamos nuestra pequeñez, aceptamos que Dios es grande. Nos cuesta sabernos pobres, pequeños, impotentes, limitados, pecadores; y por eso también nos cuesta confiar en la grandeza del amor de Dios, la gracia y la salvación que nos ofrece cada día, como la luz del sol, como el aire que respiramos, como el pan de cada día que nos alimenta. La buena noticia es que somos pequeños, y si nos hacemos como niños, descubriremos que Dios todo el tiempo, minuto a minuto, nos da su gracia. Dejar ser y aceptar nuestra pequeñez también es dejar ser y aceptar la grandeza de Dios. Pero si no aceptamos nuestra pequeñez, tampoco entraremos en este reino en el que el amor de Dios es algo real, constante, presente y poderoso. Cuando no aceptamos nuestra pequeñez, tampoco aceptamos nuestra identidad, porque nuestra identidad es que somos seres tan limitados y débiles, que vivimos de la gracia. Y repito, esa es la buena noticia. Pero no es fácil aceptar esta condición y abrir la puerta a una belleza que no conocemos. La belleza de recibir. La belleza de la gracia. La belleza de dejarnos salvar. La belleza de ser pobres en paz. Aceptar la verdad no es fácil, no queremos sabernos pequeños, ni débiles, ni mucho menos impotentes. Pero la vida, tarde o temprano, nos enfrenta a un abismo en el que nos desesperamos o aprendemos a soltar, confiar, recibir. Así, no solo estamos en paz con nuestros límites, sino que estos nos enseñan a recibir una nueva libertad que ya no viene de nuestra fuerza, de nuestra capacidad, sino de sabernos salvados, sostenidos. Esta es la verdad y conocerla nos libera del peso de querer manejar algo que nos supera. Conocer la verdad nos devuelve la paz que viene de aceptar lo que uno, solo, no puede cambiar.

Aceptar nuestra impotencia personal no significa que desconfiemos de nuestra capacidad, como quienes dudan de sí mismos y no se valoran. Todo lo contrario, nuestra impotencia personal nos abre la puerta a la verdad: todo lo puedo en Dios. Él busca que seamos fuertes, sanos, ricos, plenos, felices como cualquier papá o mamá lo busca en sus hijos y lo realiza introduciéndonos en un camino que parece contradictorio. Para ser fuerte, hay que saber que uno es débil, para ser rico hay que saber que uno es pobre, para poderlo todo hay que saber que uno no puede nada... y así. Porque solo se puede construir desde la realidad, y la realidad es que nada podemos solos. Este saber, no significa que uno no actúe, no trabaje, sino que nos invita a trabajar sabiendo que Dios trabaja con nosotros y él lo hace todo posible. Y cuando vamos descubriendo que todo lo podemos en él, también sentimos el misterio casi innombrable de nuestra identidad en la que somos débiles niños y al mismo tiempo, hijos de Dios que todo lo pueden con su amor.

Ser hijo de Dios, es descubrir que somos como él, creados a su imagen llamados a una plenitud de vida que se basa en conocer nuestra identidad y vivir de acuerdo con esta buena noticia. Este conocimiento nos introducirá en la experiencia de la gracia que nos rodea y la rechazamos encerrados en nosotros mismos, mejor dicho, en lo que creemos que somos. Nos enredamos en nuestro débil poder que se ha olvidado del poder de Dios y así no se da cuenta que todo lo puede en Dios. Cuando dejamos ser nuestra pequeñez y nos aceptamos como somos, descubrimos la paradoja de que cuando uno experimenta que no puede, lo puede todo. Las frases bíblicas “Todo lo puedo en el que me fortalece” (Flp 4,13) y “sin mí nada pueden” (Jn 15,5), hacen referencia a que, sí lo podemos todo, pero ese poder viene de abrirse a la gracia sin la que no podemos nada. Esta paradoja nos guía por el camino en el que lo más importante no es lo que uno hace, sino aprender a recibir. El actuar no es lo primario, sino creer y confiar.

La experiencia de salvación la conoce quien se da cuenta que no tiene posibilidades por sí mismo. Por eso aceptar que no podemos, es parte del poder que Dios quiere enseñarnos. Quien acepta su impotencia total, absoluta, encuentra la mayor victoria, descubre su poder, que no es suyo, pero sí le es dado. Se lo da aquel que no lo dejará caer. Aquel que no nos dejará caer, porque ha puesto sus ojos en nosotros que confiamos en su misericordia, intervendrá en nuestra vida. La acción permanente y poderosa de Dios no será de la manera que nosotros pensamos, sino de la manera correcta y perfecta para cada uno. No entendemos a Dios, su amor es tan infinito, que no lo entendemos. Sus caminos no son nuestros caminos, que generalmente buscan una solución demasiado mundana e inmediata a nuestros problemas. Quiero decir que no nos damos cuenta de que nuestro mayor problema es espiritual. Queremos que las cosas cambien, sin hacernos cargo de que nosotros también tenemos que cambiar. La intervención de Dios, la pensamos externa a nosotros, como que él debería hacer algo, un milagro para ayudarnos, y no vemos que el cambio comienza por uno mismo.

Dejarlo ser y decir te amo, no es una filosofía oriental que busca la estabilidad emocional. Si bien esta puede resultar de este camino, lo que proponemos es la oración contemplativa que acepta la realidad, pero mirando la realidad suprema. Dios es la realidad suprema que con su belleza nos invita a aceptar su amor. La salvación viene no de una filosofía, sino de recibir a Dios como señor y fuente de todo bien. Así en la oración contemplativa aprendemos a recibir el don.

Por qué te aferras a lo que te hace daño

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