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III
ОглавлениеLA HISTORIA DEL REY MONO
TRAS SU REGRESO TRIUNFAL, luego de darle muerte al Demonio de los Estragos y arrebatarle su enorme alfanje, Mono practicaba todos los días su manejo de la espada y les enseñaba a los monitos cómo afilar los bambúes para hacer lanzas con ellos, fabricar espadas de madera y estandartes; cómo patrullar, atacar y retroceder, acampar, construir estacadas, etcétera. Se divertían mucho al hacerlo; sin embargo, mientras se encontraba sentado en un lugar tranquilo, de pronto, Mono pensó en voz alta:
—Todo esto no es más que un juego, pero sus consecuencias pueden ser graves. Imaginen que algún rey humano o un rey de las aves o de las bestias se enterara de lo que hacemos: bien podría pensar que tramamos una conspiración en su contra y mandar a sus ejércitos a atacarnos. Las lanzas de bambú y las espadas de madera no serían de mucha ayuda. Deberíamos tener espadas, lanzas y alabardas de verdad. ¿Cómo vamos a conseguirlas?
—¡Excelente idea! —dijeron—. Pero no hay ningún lugar donde podamos obtenerlas.
En ese momento cuatro monos ancianos dieron un paso al frente. Eran dos macacos tibetanos de trasero rojo y dos monos sin cola de trasero plano.
—¡Gran Rey! —dijeron—. Si quiere mandar a hacer armas, nada sería más fácil.
—¿Por qué piensan que es tan fácil? —preguntó Mono.
—Al este de nuestras montañas hay doscientas leguas de agua. Es la frontera de Ao-lai, y hay ahí un rey cuya ciudad está llena de soldados. De seguro tiene toda clase de productos de metal. Si va para allá, seguro que puede comprar armas o mandarlas a hacer especialmente. Y luego puede enseñarnos a usarlas y estaremos en condiciones de defendernos. Ésa es la forma de protegernos de la extinción.
Mono estaba encantado con esa idea.
—Quédense aquí y entreténganse mientras voy a ver qué puede hacerse —dijo.
¡Querido Rey Mono! Partió en su trapecio de nubes y en un abrir y cerrar de ojos había atravesado esas doscientas leguas de agua, y del otro lado había, en efecto, una ciudad con murallas y foso, barrios y mercados, e innumerables calles por las que los hombres caminaban de un lado a otro bajo el agradable sol. Dijo para sus adentros: “En un lugar así con toda seguridad tienen armas ya hechas. Iré a comprar algunas. O, mejor aún, obtendré unas con magia”.
Hizo un pase mágico, recitó un hechizo y dibujó un diagrama mágico en el suelo. Luego se paró en medio, respiró hondo y sacó el aire con tal fuerza que lanzó volando por el aire arena y piedras. Esa tempestad alarmó tanto al rey del país y a sus súbditos que se encerraron en las casas. Mono hizo descender su nube, se dirigió a los edificios del gobierno y pronto encontró el arsenal. Forzó la cerradura de la puerta y entró. Había ante él un enorme suministro de espadas, lanzas, alfanjes, alabardas, hachas, guadañas, hurgones, fustas, garrotes, arcos y ballestas: cualquier clase de arma imaginable. “Es un poco más de lo que puedo llevar”, pensó.
Así, como antes había hecho, transformó sus pelos en miles de monitos que empezaron a robarse las armas. Algunos conseguían cargar seis o siete, otros tres o cuatro, hasta que poco después el arsenal quedó vacío. Luego un fuerte vendaval mágico los llevó de vuelta a la cueva. Los monos que se encontraban en casa jugaban frente a la puerta de la cueva cuando de repente vieron una multitud de monos en el cielo; se asustaron tanto que todos se precipitaron a esconderse. Unos momentos después, Mono hizo descender su nube y convirtió a los miles de monitos en pelos. Amontonó las armas en la ladera y gritó:
—¡Pequeños, vengan por sus armas!
Para su sorpresa, hallaron a Mono de pie en el suelo y a solas. Corrieron a rendirle homenaje y éste les explicó lo que había sucedido. Cuando lo hubieron felicitado por su desempeño, empezaron a agarrar espadas y alfanjes, a levantar hachas, a pelearse por las lanzas y a llevarse arcos y ballestas. Esa competencia, que fue muy ruidosa, duró la jornada entera.
Al día siguiente llegaron desfilando, como de costumbre, y el pase de lista reveló que en total eran cuarenta y siete mil. Las bestias salvajes de la montaña y los reyes demonios de toda clase, moradores de no menos de setenta y dos cuevas, fueron a rendirle homenaje a Mono, y de ahí en adelante llevaron tributos cada año y se alistaron una vez cada estación. Algunos proporcionaban trabajo, y otros, suministros. La montaña de Flores y Fruta se volvió tan fuerte como una cubeta de hierro o una muralla de bronce. Los reyes demonios de diferentes distritos también presentaron tambores de bronce, estandartes de colores, yelmos y cotas de malla. Entrenaban y marchaban a diario, armando un tremendo ajetreo. Todo iba bien cuando, de repente, un buen día Mono les dijo a sus súbditos:
—Parece que van muy bien con el entrenamiento, pero a mí la espada me resulta muy incómoda y de hecho no me gusta nada. ¿Qué hacer?
Los cuatro monos ancianos dieron un paso al frente:
—Gran Rey, es completamente natural que usted, al ser un inmortal, no tenga interés en usar esta arma terrenal. ¿Considera que le sería posible conseguir una de los moradores del mar?
—¿Y por qué no, si se puede saber? —dijo Mono—. Desde mi iluminación he llegado a dominar setenta y dos transformaciones. Lo más maravilloso de todo es que puedo montar las nubes. Puedo volverme invisible. Puedo penetrar el bronce y la piedra. El agua no puede ahogarme y el fuego no puede quemarme. ¿Qué me impide conseguir un arma de los poderes del mar?
—Bueno, si puede hacerlo, adelante —dijeron—. El agua que corre bajo este puente de hierro viene del palacio del Dragón del mar del Este. ¿Y si va y le hace una visita al Rey Dragón? Si le pide un arma, sin duda le encontraría algo adecuado.
—Ya lo creo que iré.
Mono fue a la cabeza de puente, recitó un hechizo para protegerse de los efectos del agua y se metió de un brinco, avanzando junto con el curso del agua hasta llegar al fondo del mar del Este. Enseguida lo detuvo un iaksa que patrullaba las aguas.
—¿Qué deidad es ésa que viene por el agua? —preguntó—. Preséntate y anunciaré tu llegada.
—Soy el Rey Mono de la montaña de Flores y Fruta —dijo Mono—. Soy vecino cercano del Rey Dragón y pienso que debería conocerlo.
El iaksa comunicó el mensaje; el Rey Dragón se levantó presuroso y acudió a la puerta de su palacio, llevando consigo a sus hijos y nietos dragones, a sus soldados camarones y sus generales cangrejo.
—Pasa, alto inmortal, pasa —dijo.
Entraron al palacio y se sentaron frente a frente en el asiento superior. Después de tomar el té, el dragón preguntó:
—Dime: ¿cuánto tiempo has estado iluminado y qué artes mágicas has aprendido?
—Desde la infancia he llevado una vida religiosa —dijo Mono—, y ahora estoy más allá del nacimiento y la destrucción. A últimas fechas he estado entrenando a mis súbditos sobre cómo defender su hogar, pero yo mismo no tengo un arma apropiada. Se me dice que mi honrado vecino, dentro de los portales de concha de su palacio de verde jade, con toda seguridad cuenta con muchas armas mágicas de sobra.
Al Rey Dragón no le gustaba negarse y ordenó a un capitán trucha que llevara una enorme espada.
—No soy bueno con la espada —dijo Mono—. ¿No podrías encontrar algo más?
Entonces el Rey Dragón le dijo a un guardián chanquete que con ayuda de un portero anguila sacara una horca de nueve púas. Mono la agarró y dio unas estocadas de prueba.
—Es muy ligera —dijo— y no se adapta al tamaño de mi mano. ¿No me puedes encontrar algo más?
—No entiendo a qué te refieres —dijo el Rey Dragón—. La horca pesa mil seiscientos kilogramos.
—No se adapta a mi mano —dijo Mono—; no se adapta a mi mano.
El Rey Dragón estaba muy ofendido. Les ordenó a un general brama y a un general de brigada carpa que sacaran una enorme alabarda que pesaba tres mil doscientos kilos. Mono la agarró y, después de dar unas estocadas y bloqueos, la hizo a un lado.
—Sigue siendo muy ligera.
—Es el arma más pesada que tenemos en el palacio —dijo el Rey Dragón—. No tengo nada más para mostrarte.
—Dice el proverbio: “De nada le sirve al Rey Dragón fingir que no tiene tesoros” —dijo Mono—. Vuelve a buscar y, si encuentras algo apropiado, te daré un buen precio.
—Te advierto que no tengo nada más —dijo el Rey Dragón.
En ese momento la madre dragón y su hija salieron discretamente de los cuartos del fondo del palacio y dijeron:
—Gran Rey, vemos que este mono sabio tiene unas capacidades poco comunes. En nuestro tesoro está el hierro mágico con que se apisonó la cama de la Vía Láctea. Lleva varios días brillando con una extraña luz. ¿No sería esto quizá el presagio de que debíamos dársela al sabio que acaba de llegar?
—Ésta —dijo el Rey Dragón— es la cosa que usó el Gran Yü cuando contuvo el Diluvio para reparar la profundidad de los ríos y los mares. No es más que una pieza de hierro sagrado. ¿De qué le serviría?
—No te preocupes por si la usa o no —dijo la madre dragona—. Sólo dásela y, si puede con ella, deja que se la lleve.
El Rey Dragón accedió y se lo dijo a Mono.
—Tráemela y le echaré un vistazo —dijo Mono.
—¡De ninguna manera! —respondió el Rey Dragón—. Es demasiado pesada para moverla. Tendrás que ir tú a verla.
—¿Dónde está? —preguntó Mono—. Muéstrame el camino.
El Rey Dragón lo llevó al tesoro del mar, donde enseguida vio algo que brillaba con innumerables rayos de luz dorada.
—Ahí está —dijo el Rey Dragón.
En actitud de respeto, Mono se acicaló y se acercó al objeto. Resultó ser un grueso pilar de hierro, como de seis metros de largo. El Mono tomó un extremo con ambas manos y lo levantó un poco.
—Un pelín demasiado largo y demasiado grueso —dijo. Enseguida el pilar se achicó unos metros y se estrechó. Mono lo sintió—. Un poco más chico no haría daño —añadió.
El pilar volvió a encogerse. Mono estaba encantado.
Al sacarlo a la luz, descubrió que en cada extremo había un broche de oro, mientras que el resto era de hierro negro. En el extremo más cercano tenía la inscripción BASTÓN DE LOS DESEOS CON BROCHES DE ORO. PESO: SEIS MIL CIENTO VEINTITRÉS KILOGRAMOS.
“¡Magnífico! No podría esperar un mejor tesoro que éste”, pensó Mono.
Sin embargo, mientras avanzaba decía para sus adentros, toqueteando el bastón: “Si fuera tantito más chico, sería maravilloso”. Y, en efecto, cuando salió ya no medía mucho más de medio metro. Mira nada más cómo hace alarde de su magia, cómo hace súbitas estocadas y pases de camino de regreso al palacio. El Rey Dragón temblaba viendo aquello, y los príncipes dragones estaban en un revuelo. Tortugas de tierra y de mar metieron las cabezas en sus caparazones; los peces, los cangrejos y los camarones buscaron un escondite. Mono, con el tesoro en la mano, se sentó junto al Rey Dragón.
—Estoy profundamente agradecido por la gentileza de mi honrado vecino —dijo.
—Ni lo menciones —dijo el Rey Dragón.
—Sí, es un pedazo de hierro útil —observó Mono—, pero hay algo más que quisiera decir.
—Gran Inmortal —dijo el Rey Dragón—, ¿qué más tienes que decir?
—Antes de tener este hierro era diferente, si bien ahora —comentó Mono—, con algo semejante en la mano, empiezo a sentir que me hace falta alguna prenda apropiada para utilizar con él. Si tienes algo en esa línea, por favor, dámelo. Te quedaría muy agradecido.
—No tengo nada —dijo el Rey Dragón.
—Como dice el viejo dicho —atajó Mono—: “Un invitado no debe molestar a dos anfitriones”. No te vas a deshacer de mí al fingir que no tienes lo que quiero.
—Te convendría probar en otro mar —dijo el Rey Dragón—. Es posible que ellos puedan ayudarte.
—Mejor sentarse en una casa que correr a tres —respondió Mono—. Exijo que me encuentres algo.
—Te aseguro que no poseo ninguna prenda como la que me pides —dijo el Rey Dragón—. Si la tuviera, te la daría.
—Está bien —dijo Mono—; probaré mi hierro contigo y pronto veremos si puedes darme una.
—Calma, calma, gran inmortal —dijo el Rey Dragón—, ¡no me pegues! Sólo déjame averiguar si mis hermanos tienen algo que te puedan dar.
—¿Dónde viven? —preguntó Mono.
—Son los dragones de los mares del Sur, del Norte y del Oeste —dijo el Rey Dragón.
—No voy a ir tan lejos —dijo Mono—. “Dos en mano son mejores que tres bajo fianza.” Encuéntrame algo aquí y ahora. No me importa de dónde lo saques.
—Nunca sugerí que tú debieras ir —dijo el Rey Dragón—. Aquí tenemos un tambor de acero y un gong de bronce. Si pasa algo importante, los hago sonar y mis hermanos vienen de inmediato.
—Muy bien —dijo Mono—. Sé listo y haz sonar el tambor y el gong.
Por consecuencia, un cocodrilo tocó el tambor y una tortuga, el gong, y en un santiamén llegaron los tres dragones.
—Hermano —dijo el Dragón del Sur—, ¿qué asunto urgente te ha llevado a golpear el tambor y sonar el gong?
—Haces bien en preguntar —dijo el Rey Dragón—. Un vecino mío, el sabio de la montaña de Flores y Fruta, vino hoy a mí para inquirir sobre un arma mágica. Le di el hierro con que fue apisonada la Vía Láctea. Ahora dice que necesita ropa. Aquí no tenemos nada de esa clase. ¿No podría uno de ustedes encontrarme algo para quitármelo de encima?
El Dragón del Sur estaba furioso.
—¡Hermanos! —gritó—, convoquemos a hombres armados para que vengan a apresar al granuja.
—¡De ninguna manera! —dijo el Dragón del Oeste—. El más mínimo golpe con ese acero es mortal.
—Sería mejor no interferir con él. Démosle algunas prendas, sólo para deshacernos de él, y luego nos quejaremos con el cielo para que lo castigue.
—Buena idea —dijo el Dragón del Norte—. Yo tengo un par de zapatos para pisar nubes hechos de fibra de loto.
—Yo tengo un gorro de pluma de ave fénix y oro rojo —dijo el Dragón del Sur.
—Yo tengo un jubón de cota de malla hecho de oro amarillo —dijo el Dragón del Oeste.
El Rey Dragón estaba encantado y los llevó a ver a Mono y darle sus obsequios. Mono se puso las cosas y, con su bastón de los deseos en la mano, salió dando grandes zancadas.
—Cochinos viejos soplones —les dijo a los dragones al pasar y éstos, con gran indignación, se pusieron a conferenciar para planear cómo denunciarlo con los poderes superiores.
Los cuatro viejos monos y todos los demás esperaban a su rey junto al puente. De pronto lo vieron salir de las olas de un brinco, sin una sola gota de agua sobre él, todo brillante y dorado, y subieron el puente corriendo. Se arrodillaron ante él.
—¡Gran Rey, cuánto esplendor! —exclamaron.
Con el viento primaveral dándole de lleno en la cara, Mono se montó en el trono y colocó el bastón de hierro frente a él. Los monos se precipitaron hacia el tesoro y trataron de levantarlo. Fue como si una libélula intentara sacudir un árbol de hierro: no pudieron moverlo ni un centímetro.
—Padre —gritaron—, es usted la única persona que podría levantar una cosa tan pesada.
—No hay nada que no tenga un amo al cual obedecer —dijo Mono, levantándolo con una mano—. Este hierro estuvo en el tesoro del mar durante no sé cuántos cientos de miles de años y apenas hace poco empezó a brillar. El Rey Dragón pensaba que no era más que hierro negro y dijo que se usó para aplanar la Vía Láctea. Ninguno de ellos podía levantarlo y me pidieron que me lo llevara. Cuando lo vi por primera vez, medía seis metros. Pensé que era algo grande, así que poco a poco lo fui achicando más y más. Ahora vean cómo lo transformo otra vez —y gritó—: ¡Más chico, más chico, más chico! —enseguida quedó del tamaño exacto de una aguja de bordar, que podía llevarse cómodamente detrás de la oreja.
—Sáquelo y haga otro truco con él —suplicaron los monos.
Lo sacó de atrás de su oreja y se lo puso en posición vertical sobre la palma de la mano, gritando:
—¡Más grande, más grande! —enseguida creció hasta medir seis metros, con lo cual lo subió al puente, empleó un poco de magia cósmica e, inclinándose, gritó—: ¡Alto!
Con esto, él creció hasta medir más de treinta mil metros: su cabeza quedó a la altura de las montañas más altas; su cintura, a la de las crestas; sus ojos resplandecían como relámpagos; su boca era como un cuenco de sangre; sus dientes, como hojas de espada. El bastón de hierro que asía con la mano se elevó hasta el trigésimo tercer cielo y descendió hasta el decimoctavo infierno. Tigres, panteras, lobos, todos los espíritus malignos de la colina y los demonios de las setenta y dos cuevas le rindieron homenaje, sobrecogidos y temblorosos. Enseguida canceló su manifestación cósmica y el bastón se convirtió de nuevo en una aguja de bordar. Se la puso atrás de la oreja y regresó a la cueva.
Un día en que Mono ofrecía un gran banquete a los monarcas bestia de los alrededores, después de despedirse de ellos y darles regalos a los líderes grandes y chicos, se acostó bajo un pino al lado del puente de hierro y se quedó dormido. En sueños vio a dos hombres que caminaban hacia él con un documento que tenía su nombre. Sin darle tiempo de pronunciar palabra, sacaron una cuerda, ataron el cuerpo dormido de Mono y se lo llevaron hasta las afueras de una ciudad amurallada. Cuando volvió en sí, levantó la mirada y vio que en las murallas de esa ciudad había un letrero de hierro que decía: TIERRA DE LAS TINIEBLAS. “¡Vaya!”, dijo Mono para sus adentros, cuando súbitamente y con una desagradable sacudida vio dónde se encontraba. “Si aquí es donde vive Yama, el Rey de la Muerte. ¿Cómo llegué aquí?”
—Tu tiempo en el mundo de la vida ha llegado a su fin —dijeron los dos hombres—, y nos mandaron a arrestarte.
—Pero si estoy más allá de todo eso —dijo Mono—; ya no estoy compuesto de los cinco elementos ni caigo bajo la jurisdicción de la Muerte. ¡Arrestarme! ¿Qué tonterías son ésas?
Los dos hombres hicieron caso omiso y siguieron arrastrándolo. Mono entonces se enojó mucho, agarró rápidamente la aguja que tenía detrás de la oreja, la cambió a un tamaño formidable e hizo a los dos mensajeros picadillo. Luego se liberó de sus ataduras y, columpiando el bastón, entró a grandes zancadas en la ciudad. Demonios con cabeza de toro y con cara de caballo huían aterrorizados. Cantidad de fantasmas se precipitaron al palacio para anunciar que un dios de los truenos con cara peluda avanzaba para el ataque. Consternadísimos, los diez jueces de la Muerte se acicalaron y salieron a ver qué pasaba. Al ver el feroz aspecto de Mono, se formaron y lo abordaron con voz fuerte:
—¡Tu nombre, por favor!
—Si no saben quién soy, ¿por qué mandaron a dos hombres a arrestarme? —preguntó Mono.
—¿Cómo puedes acusarnos de algo así? —dijeron—. Seguro que los mensajeros se equivocaron.
—Yo soy el sabio de la cueva de la Cortina de Agua —dijo Mono—. ¿Ustedes quiénes son?
—Somos los diez jueces del Emperador de la Muerte —le respondieron.
—En tal caso —dijo Mono—, les preocupan la retribución y la recompensa y no deberían dejar que esas equivocaciones ocurrieran. Sepan ustedes que gracias a mis esfuerzos me volví inmortal y ya no estoy sujeto a su jurisdicción. ¿Por qué me mandaron arrestar?
—Pero ¿por qué te enojas? Se trata de un caso de equivocación de identidad. El mundo es un lugar muy grande y resulta probable que varias personas tengan el mismo nombre. Con toda seguridad nuestros policías cometieron un error.
—Tonterías —dijo Mono—. Como dice el proverbio: “Los jueces yerran, los empleados yerran, el hombre con la orden de arresto nunca yerra”. Apúrense y saquen los registros de los vivos y los muertos, y pronto veremos.
—Por aquí, por favor —dijeron y lo llevaron al gran salón, donde le ordenaron al funcionario a cargo del registro que sacara sus documentos.
El funcionario se zambulló en un cuartito aledaño y salió con cinco o seis libros de contabilidad divididos en diez columnas y empezó a repasarlos uno por uno: insectos pelados, insectos vellosos, insectos alados, insectos escamosos… Se rindió, desesperado, y probó con “monos”. Pero el Rey Mono, al tener características humanas, tampoco estaba ahí. Como no era súbdito del unicornio, no figuraba entre los animales, y como no era súbdito del ave fénix, no podía estar clasificado como ave. Sin embargo, había un archivo separado que Mono exigió revisar él mismo y ahí, bajo el título de “Alma tres mil ciento cincuenta”, halló su nombre, seguido de esto: “Linaje: producto natural. Descripción: mono de piedra. Esperanza de vida: trescientos cuarenta y dos años. Una muerte pacífica”.
—Mi vida no se reduce a una esperanza —dijo Mono—: yo soy eterno. Tacharé mi nombre. ¡Denme un pincel!
El funcionario se apresuró a proporcionarle un pincel mojado en una tinta espesa y Mono no sólo tachó su nombre, sino los de todos los monos mencionados en los archivos. Luego tiró el libro de contabilidad y dijo:
—Asunto resuelto —exclamó—. Ahora ustedes no tienen ningún poder sobre nosotros.
Y al decir esto levantó su bastón y se abrió paso para salir del palacio de las Tinieblas. Los diez jueces no se atrevieron a protestar, pero todos acudieron de inmediato con el Kshitigarbha, guía de los muertos, y discutieron con él la conveniencia de levantar una queja acerca del asunto ante el Emperador de Jade en el cielo. Debido a que Mono se precipitó desnudo fuera de la ciudad, su pie quedó atrapado en una enredadera y se tropezó. Se despertó sobresaltado y descubrió que todo aquello había sido un sueño. Entonces se incorporó y escuchó decir a los cuatro monos ancianos y a los otros que montaban guardia:
—Gran Rey, ¿no es hora de que ya se despierte? Bebió tanto que lleva la noche entera durmiendo aquí.
—Debo haberme quedado dormido un rato —explicó Mono—, porque soñé que dos hombres venían a arrestarme —les refirió su sueño y después continuó—: Taché todos nuestros nombres para que esos tipos ya no tengan la posibilidad de entrometerse.
Los monos se postraron frente a él y le agradecieron. Y de ahí en adelante se ha observado que muchos monos de la montaña nunca envejecen. Es porque sus nombres se tacharon de los registros del Rey de la Muerte.
Estaba una mañana el Emperador de Jade sentado en su palacio de Nubes con puertas de oro, con todos sus ministros civiles y militares, cuando un oficial anunció:
—Su majestad el Dragón del mar del Este está afuera con una petición que plantearle.
Se hizo pasar al dragón y, cuando hubo presentado sus respetos, un niño hada entregó un documento que el Emperador de Jade empezó a leer:
Este pequeño Dragón del Mar del Este informa a su majestad que cierto falso inmortal de la cueva de la Cortina de Agua maltrató a su servidor y entró a la fuerza a su casa acuática. Exigió un arma, empleando flagrantes intimidaciones, y con violencia y escándalo nos obligó a darle ropa. Mis familiares acuáticos estaban consternados; las tortugas de tierra y las tortugas de mar huyeron despavoridas. El Dragón del Sur temblaba, el Dragón del Oeste estaba horrorizado y el Dragón del Norte se desplomó. Su servidor se vio obligado a desprenderse de un bastón de hierro sagrado, un sombrero de plumas de ave fénix, un jubón de cota de malla y un par de zapatos para pisar nubes antes de deshacernos de él. Pero incluso entonces nos amenazó con armas y magia y nos llamó “cochinos viejos soplones”. Nos declaramos incapaces de lidiar con él y debemos dejar el asunto en sus manos. Le pedimos encarecidamente que mande soldados a controlar esa plaga y a restaurar la paz del mundo bajo las olas.
Después de leer el documento, el Emperador de Jade pronunció su sentencia:
—El dragón debe volver a su mar y yo mandaré a unos oficiales para que arresten al criminal.
El Rey Dragón hizo una reverencia y se retiró. Al momento se presentó otro oficial para anunciar que el primer juez de los Muertos, apoyado por Kshitigarbha, el abogado de los muertos, había llegado con una petición. Iba con ellos una niña hada, que presentó un documento que decía lo siguiente:
Respetuosamente sostenemos que el cielo es para los espíritus y el inframundo es para los fantasmas. La oscuridad y la luz deben sucederse una a otra. Así lo dicta la naturaleza y no puede cambiarse. Pero un falso sabio de la cueva de la Cortina de Agua ha resistido con violencia nuestros llamados; mató a golpes a nuestros emisarios y amenazó a los diez jueces. Armó un alboroto en el palacio de la Muerte y borró nombres de nuestros libros, de modo que en el futuro los monos y los simios disfrutarán de una longevidad incorrecta. Apelamos por tanto a su majestad para que muestre su autoridad mandando espíritus soldados a que se hagan cargo de este monstruo, restauren el equilibrio de oscuridad y luz y traigan la paz de vuelta al inframundo.
El Emperador de Jade pronunció su sentencia:
—Los Señores de la Oscuridad deberán regresar al inframundo y se enviará a soldados para arrestar a esa plaga.
El primer juez de los Muertos hizo una reverencia y se retiró.
—¿Por cuánto tiempo ha existido este mono pernicioso? —les preguntó el Emperador de Jade a sus ministros—. ¿Y cómo es que adquirió la iluminación?
Enseguida el oficial del Ojo de las Mil Leguas y el Oficial del Oído Bajo el Viento dieron un paso al frente.
—Este mono —dijeron— fue emitido hace trescientos años por una piedra. Al principio no mostró ninguno de sus poderes actuales, pero desde entonces se las ha arreglado de alguna manera para perfeccionarse y lograr la inmortalidad. Ahora somete dragones, domestica tigres y ha alterado los registros de la Muerte.
—¿Cuál de las deidades aquí presentes irá a lidiar con él? —preguntó el Emperador de Jade.
El espíritu del planeta Venus dio un paso al frente.
—Grandísimo y santísimo —dijo—: todas las criaturas que tienen nueve aperturas pueden aspirar a la inmortalidad. No es entonces de sorprender que este mono, producido por las fuerzas naturales del cielo y de la Tierra, nutrido de la luz del sol y de la luna, alimentado con escarcha y rocío, haya alcanzado la inmortalidad y sepa someter a dragones y tigres. Sugiero que se siga un camino indulgente. Mandemos un decreto en el que se le ordene hacer acto de presencia en el cielo. Entonces le daremos alguna especie de trabajo oficial para que su nombre aparezca en nuestros pergaminos, y aquí podremos echarle un ojo. Si se porta bien podremos ascenderlo, pero si se porta mal tendremos que arrestarlo. Este camino nos ahorrará operaciones militares y sumaremos a nuestras filas a un indudable inmortal.
Al Emperador de Jade le gustó esa sugerencia. Le ordenó al espíritu de la estrella del Libro que escribiera un citatorio y le pidió al planeta Venus que lo entregara. Salió por la Puerta Sur del cielo, hizo descender su nube mágica y muy pronto llegó a la cueva de la Cortina de Agua. Le dijo a la multitud de monos:
—Soy un mensajero del cielo y traigo la orden de que su rey se dirija enseguida a los reinos superiores. Díganselo de inmediato.
Los monitos afuera de la cueva comunicaron al interior que había ido un viejo con un escrito en la mano.
—Dice que es un mensajero del cielo y que lo mandaron para que tú vayas con él.
—¡Oh, eso me viene muy bien! —dijo Mono—; últimamente he pensado en hacer un viajecito al cielo.
Mono se acicaló a toda prisa y salió a la puerta.
—Soy el espíritu del planeta Venus —dijo el mensajero—, y traigo una orden del Emperador de Jade para que subas al cielo y recibas un nombramiento inmortal.
—Vieja estrella —dijo Mono—, estoy muy agradecido contigo por las molestias que te tomaste —y pidió a los monos que prepararan un banquete.
—Sin haber terminado la sagrada orden que me dieron no puedo entretenerme —dijo la estrella—. Tras tu glorioso ascenso tendremos muchas oportunidades para conversar.
—No insistiré —dijo Mono—. Es un gran honor para nosotros que hayas hecho esta visita.
En eso mandó llamar a los cuatro viejos monos.
—No se olviden de ejercitar a los jóvenes —dijo—. Echaré un vistazo cuando haya llegado al cielo y, si todo está bien por allá, mandaré por todos los demás para que vengan a vivir conmigo.
Los viejos monos expresaron su acuerdo y el Rey Mono, siguiendo al espíritu estrella, se montó en la nube y remontó el vuelo. Si no sabes qué puesto le dieron en el cielo, tienes que escuchar el siguiente capítulo.