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I
ОглавлениеLA HISTORIA DEL REY MONO
HABÍA UNA ROCA que desde la creación del mundo fue labrada con las esencias puras del cielo y los magníficos sabores de la Tierra, el vigor de la luz del sol y la gracia de la luz de la luna, hasta que al final quedó mágicamente preñada y un día se abrió y dio a luz a un huevo de piedra casi del tamaño de una pelota. Fertilizado por el viento, se convirtió en un mono de piedra, con todos sus órganos y extremidades. Este mono enseguida aprendió a trepar y correr, pero su primer acto fue hacer una reverencia hacia cada una de las cuatro direcciones. Al hacerlo, una luz acerada salió como flecha de los ojos de este mono y su destello alcanzó el palacio de la Estrella Polar. Ese rayo de luz dejó estupefacto al Emperador de Jade, que estaba sentado en el palacio de Nube de los Portones de Oro, en el salón del Tesoro de los Sagrados Vapores, rodeado de sus ministros magos. Al ver ese extraño destello de luz, les ordenó al Ojo de las Mil Leguas y al Oído Bajo el Viento que abrieran la Puerta Sur del cielo y se asomaran. Estos dos capitanes obedecieron y salieron enseguida al portón; miraron con tal agudeza y escucharon tan bien que pronto pudieron informar:
—Esta luz acerada proviene de la montaña de Flores y Fruta, en las fronteras del pequeño país de Ao-lai, ubicado al este del sagrado continente. En dicha montaña hay una roca mágica que dio a luz a un huevo. Ese huevo se convirtió en un mono de piedra y, cuando hizo su reverencia a las cuatro direcciones, una luz acerada salió de sus ojos con un brillo que alcanzó el palacio de la Estrella Polar. Ahora está bebiendo algo y la luz se está apagando.
El Emperador de Jade condescendió a tener una opinión indulgente.
—Estas criaturas del mundo inferior —dijo— fueron compuestas de la esencia del cielo y la Tierra, y nada que pase ahí debe sorprendernos.
Ese mono caminó, corrió, subió y dio de brincos sobre las colinas, se alimentó de hierbas y arbustos, bebió de arroyos y manantiales, recogió flores de la montaña y buscó frutas. El lobo, la pantera y el tigre eran sus compañeros; el venado y la civeta, sus amigos; los gibones y los babuinos, sus parientes. De noche se alojaba debajo de acantilados de roca; de día deambulaba entre las cumbres de las montañas y las cuevas. Una mañana muy calurosa, después de haber jugado a la sombra de unos pinos, fue junto con los otros monos a bañarse en un arroyo. ¡Mira cómo esas aguas dan tumbos y volteretas como melones rodantes!
Hay un viejo dicho: “Los pájaros tienen su lengua de pájaros; las bestias tienen su habla de bestias”. Los monos dijeron:
—Ninguno de nosotros sabe de dónde viene este arroyo. Dado que esta mañana no tenemos nada que hacer, ¿no sería divertido seguirlo hasta su nacimiento?
Brincando de gusto, arrastrando a sus hijos y cargando a sus hijas, llamando al hermano menor y al hermano mayor, la tropa recorrió la orilla del arroyo a toda prisa y escaló las partes empinadas hasta llegar al lugar donde nacía el arroyo. Entonces se descubrieron de pie ante la cortina de una gran cascada.
Los monos aplaudieron y gritaron:
—¡Agua bonita, agua bonita! ¡Y pensar que nace lejos en alguna caverna debajo del pie de la montaña y fluye hasta el gran océano! Si alguno de nosotros es tan valiente para atravesar esa cortina, llegar al lugar de donde brota el agua y volver ileso, ¡lo haremos nuestro rey!
Tres veces lo gritaron, cuando de repente uno de ellos saltó de entre la multitud y respondió el reto en voz alta. Era el mono de piedra.
—¡Iré yo! —gritó—. ¡Iré yo!
¡Mírenlo! Cierra los ojos, los aprieta y se pone de cuclillas; luego se impulsa y de un brinco atraviesa la cascada. Cuando abrió los ojos y miró alrededor descubrió que ahí donde había caído no había agua. Se extendía delante de él un gran puente que destellaba. Cuando miró más de cerca, vio que estaba hecho de puro acero bruñido. El agua que pasaba por debajo manaba de un hoyo en la roca y llenaba el espacio abajo del arco. El mono se trepó al puente y, espiando mientras lo cruzaba, divisó algo parecido a una casa. Había bancas de piedra, sofás de piedra y mesas con cuencos y tazas de piedra. Regresó dando saltos hasta la parte más alta del puente y advirtió que en el acantilado había una inscripción con grandes letras cuadradas que decía: ESTA CUEVA DE LA CORTINA DE AGUA EN LA TIERRA BENDITA DE LA MONTAÑA DE FLORES Y FRUTA CONDUCE AL CIELO. El mono no cabía en sí de alegría. Regresó a toda prisa y de nuevo se acuclilló, cerró los ojos y atravesó de un brinco la cortina de agua.
—¡Un gran golpe de suerte! —exclamó—. ¡Un gran golpe de suerte!
—¿Cómo es del otro lado? —preguntaron los monos, aglomerándose a su alrededor—. ¿Es muy profunda el agua?
—No hay agua —dijo el mono de piedra—. Hay un puente de hierro y a su lado, un lugar caído del cielo para vivir.
—¿Qué te hizo pensar que serviría para vivir ahí? —preguntaron los monos.
—El agua mana de un hoyo en la roca —dijo el mono de piedra— y llena el espacio abajo del puente. Junto a éste hay flores y árboles y una cueva de piedra. Adentro hay mesas de piedra, tazas de piedra, platos de piedra, sofás de piedra, bancas de piedra. Podríamos estar muy cómodos ahí. Hay suficiente espacio para cientos y miles de nosotros, jóvenes y viejos. Vayamos a vivir ahí: estaremos magníficamente resguardados sin importar si hace buen o mal tiempo.
—¡Ve tú primero y muéstranos cómo! —gritaron los monos, encantados de la vida.
Otra vez cerró los ojos y de un brinco estuvo del otro lado.
—¡Vengan todos! —gritó.
Los más valientes brincaron enseguida; los más tímidos alargaron la cabeza y luego la regresaron a su lugar, se rascaron las orejas, se tallaron los cachetes y, finalmente, dando un fuerte grito, toda la muchedumbre dio un salto adelante. Pronto todos estaban agarrando platos, cogiendo tazas, acercándose a la chimenea en una rebatiña, peleándose por las camas, arrastrando cosas o cambiándolas de lugar… comportándose, sí, como monos, tal como se esperaría de su naturaleza traviesa, sin estar quietos ni por un instante, hasta que al fin terminaron completamente agotados. El mono de piedra tomó asiento frente a ellos y dijo:
—¡Caballeros! “Si no se puede confiar en la palabra de alguien, no sabría qué hacer con él.”1 Ustedes prometieron que aquel de nosotros que consiguiera atravesar la cascada y volver debía ser su rey. Y yo no sólo he ido y vuelto y venido de nuevo, sino que les encontré un cómodo lugar para dormir y los puse en la envidiable posición de ser dueños de una casa. ¿Por qué no se doblegan ante mí como su rey?
Con ese recordatorio, todos los monos juntaron las palmas de las manos y se postraron, formados de acuerdo con su edad y posición, y humildes, haciendo una reverencia, gritaron:
—¡Gran Rey, mil años!
Después de esto, el mono de piedra se deshizo de su viejo nombre y se convirtió en rey, con el título de Guapo Rey Mono. Nombró a varios monos, gibones y babuinos como sus ministros y oficiales. De día deambulaban por la montaña de Flores y Fruta; de noche dormían en la cueva de la Cortina de Agua. Vivieron en perfecta armonía, sin mezclarse con aves o bestias, en total independencia y absoluta felicidad.
Mono llevaba varios siglos disfrutando de esa sencilla existencia cuando un buen día, en un banquete del que todos los monos participaban, el rey de pronto se sintió muy triste y rompió en llanto. Sus súbditos enseguida se alinearon frente a él y, haciendo una reverencia, preguntaron:
—¿Por qué está tan triste su majestad?
—En este momento no tengo causa para la infelicidad, pero abrigo temores sobre el futuro y eso me preocupa mucho.
—Es muy difícil complacer a su majestad —dijeron los monos, riendo—. Todos los días tenemos encuentros felices en montañas encantadas, en sitios bendecidos, en antiguas cuevas, en islas sagradas. No estamos expuestos al unicornio ni al ave fénix ni a las restricciones de ningún rey humano. Esa libertad es una bendición inconmensurable. ¿Qué puede ser lo que le despierta esos tristes temores?
—Es cierto que hoy en día no tengo que rendirle cuentas a la ley de ningún rey humano ni debo temer las amenazas de ningún ave o bestia —dijo Mono—; sin embargo, llegará el día en que envejezca y me debilite. Yama, el Rey de la Muerte, aguarda en secreto para destruirme. ¿No hay modo de que, en vez de renacer en la tierra, pudiera yo vivir para siempre entre la gente del cielo?
Cuando los monos oyeron esto, se taparon los rostros con las manos y lloraron, cada uno pensando en su propia mortalidad. Pero, ¡mira!, de entre las filas sale de un brinco un mono plebeyo que dice en voz alta:
—Si eso es lo que le preocupa, su majestad, es señal de que la religión ha prendido en su corazón. Hay, en efecto, entre todas las criaturas, tres clases que no están sujetas a Yama, el Rey de la Muerte.
—¿Y sabes cuáles son? —preguntó Mono.
—Los budas, los inmortales y los sabios —respondió—. Estos tres están exentos del giro de la rueda, del nacimiento y la destrucción. Son eternos como el cielo y la Tierra, como las colinas y los arroyos.
—¿Y dónde puede encontrárseles? —preguntó Mono.
—Aquí en la tierra común —dijo el mono plebeyo—, en antiguas cuevas entre colinas embrujadas.
El rey estaba encantado con esa noticia.
—Mañana me despediré de ustedes —dijo—, bajaré la montaña, andaré como nube errabunda hasta los confines del océano e iré al fin del mundo hasta encontrar a estas tres clases de inmortal. De ellos aprenderé cómo ser eternamente joven y escapar de la muerte.
Esta determinación lo llevó a librarse de las redes de la reencarnación y lo convirtió al fin en el Gran Mono Sabio, a la altura del cielo. Los monos aplaudieron y gritaron:
—¡Magnífico, magnífico! Mañana recorreremos la colina en busca de frutas y bayas y daremos en honor de nuestro rey un gran banquete de despedida.
Al día siguiente, tal como estaba previsto, fueron a recoger duraznos y frutas raras, hierbas de la montaña, tubérculos, orquídeas, todo tipo de plantas y flores extrañas, pusieron las mesas y bancas de piedra y prepararon carnes y bebidas mágicas. Pusieron a Mono en la cabecera y se acomodaron según su edad y rango. La copa pasó de mano en mano para brindar; le hicieron al rey sus ofrendas de flores y fruta. Bebieron el día entero y a la mañana siguiente su rey se levantó temprano y dijo:
—Pequeños, corten para mí un poco de madera de pino y constrúyanme una balsa; luego busquen un bambú alto para que me sirva de pértiga; pónganme unas frutas y cosas por el estilo. Voy a emprender el viaje.
Se subió solo a la balsa y se impulsó con toda su fuerza; se alejó a gran velocidad, directo al mar, hasta que un viento favorable lo ayudó a llegar a las fronteras del Mundo del Sur. El destino, en efecto, lo había favorecido; durante días y días, desde que puso un pie en la balsa, un fuerte viento del sureste sopló y lo llevó al fin a la orilla noroeste, que, sí, es la frontera del Mundo del Sur. Metió su pértiga al agua y comprobó que no era muy profunda, así que bajó de la balsa y se fue hasta la orilla. En la playa había gente pescando, cazando gansos salvajes, sacando ostras de la arena, extrayendo sal del agua. Corrió hacia ellos y, por puro gusto, se puso a hacer unas extrañas payasadas que asustaron tanto a los demás que tiraron sus canastas y redes y salieron huyendo. Mono agarró a uno que se había quedado en su sitio, le arrancó la ropa y encontró así qué ponerse él. Ya vestido, fue a pavonearse por pueblos y ciudades, en el mercado y el bazar, imitando los modales y el habla de la gente. Todo el tiempo su única ilusión era encontrar a los inmortales y aprender de ellos el secreto de la eterna juventud, pero se topó con los hombres del mundo, todos absortos en la búsqueda de fama o dinero; no había nadie que se preocupara en lo más mínimo por lo que el futuro le deparara. Así, Mono salió en busca del camino de la inmortalidad, pero no halló ninguna oportunidad de conocerlo. Durante ocho o nueve años fue de una ciudad a otra y de un pueblo a otro hasta que de pronto llegó al océano del Oeste. Estaba seguro de que más allá de ese océano tenía que haber inmortales, sin lugar a dudas, y se construyó una balsa como la que tenía antes. Flotó por el océano del Oeste hasta que llegó al continente del Oeste, donde desembarcó y, después de que hubo mirado un rato alrededor, de repente vio una montaña muy alta y hermosa, con un pie boscoso. No les temía a los lobos, los tigres ni las panteras y escaló hasta la cima. Fue mientras echaba un vistazo que oyó la voz de un hombre proveniente de lo profundo del bosque. Corrió hacia ese lugar y escuchó con atención. Era alguien que cantaba, y éstas son las palabras que reconoció:
No tramo ninguna conspiración; no urdo ningún ardid;
la fama y la vergüenza son una sola cosa para mí.
Una vida sencilla prolonga mis días.
Aquéllos con quienes me topo por la vida
son todos inmortales
y desde sus callados asientos explican
las Escrituras de la Corte Amarilla.
Cuando Mono oyó estas palabras, se puso muy contento.
—Entonces por aquí debe de haber inmortales —dijo.
Se internó en lo profundo del bosque y, al buscar afanosamente, descubrió que el cantante era un leñador que cortaba maleza.
—Reverendo inmortal —dijo Mono, presentándose—: tu discípulo levanta las manos.
El leñador estaba tan asombrado que dejó caer el hacha.
—Cometes un error —dijo, volteando para responder el saludo—; no soy más que un leñador hambriento y andrajoso. ¿Qué te hace dirigirte a mí como “inmortal”?
—Si no eres inmortal —dijo Mono—, ¿por qué hablaste de ti mismo como si lo fueras?
—¿Qué dije yo que sonara como si yo fuera un inmortal? —preguntó el leñador.
—Cuando llegué a la orilla del bosque —explicó Mono—, te oí cantar: “Aquellos con quienes me topo por la vida son todos inmortales y desde sus callados asientos explican las escrituras de la Corte Amarilla”. Esas escrituras son secretas; son textos taoístas. ¿Qué puedes ser sino un inmortal?
—No te engañaré —dijo el leñador—. Es cierto que esa canción me la enseñó un inmortal, que vive no muy lejos de mi choza. Él vio que debo trabajar arduamente para ganarme la vida y que tengo muchos problemas, así que me dijo que, cuando estuviera preocupado por lo que fuera, me recitara a mí mismo las palabras de esa canción. Eso me consolaría y me libraría de las dificultades. Ahora mismo estaba disgustado por algo y por eso me puse a cantar la canción. No tenía idea de que estuvieras escuchando.
—Si el inmortal vive cerca, ¿cómo es que no te has convertido en su discípulo? ¿No valdría la pena aprender de él cómo no envejecer jamás?
—Tengo una vida dura —dijo el leñador—. A los ocho o nueve años perdí a mi padre. No tenía hermanos ni hermanas y recayó únicamente en mí la responsabilidad de mantener a mi madre viuda. No había nada que hacer más que trabajar arduamente desde temprano y hasta tarde. Ahora mi madre es vieja y no me atrevo a dejarla. El jardín está descuidado; no hemos tenido suficientes alimentos ni ropa. Lo más que puedo hacer es cortar dos haces de leña, llevarlos al mercado y, con los centavos que me dan, comprar algunos puñados de arroz que yo mismo cocino y le sirvo a mi anciana madre. No tengo tiempo para ponerme a aprender magia.
—Por lo que me cuentas, puedo ver que eres un hijo bueno y abnegado y tu devoción será sin duda recompensada. Lo único que te pido es que me enseñes dónde vive el inmortal, pues me gustaría mucho visitarlo.
—Es muy cerca —respondió el leñador—. Ésta es la montaña de la Terraza Sagrada y aquí se encuentra la cueva de la Luna Rasgada y las Tres Estrellas. En su interior vive un inmortal llamado el patriarca Subodhi. Ha tenido innumerables discípulos, y en este momento hay como treinta o cuarenta estudiando con él. Sólo tienes que seguir ese pequeño sendero hacia el sur, a lo largo de ocho o nueve leguas,2 y llegarás a su casa.
—Honrado hermano —dijo Mono, jalando al leñador hacia él—, ven conmigo y, si saco algún provecho de la visita, no olvidaré que tú me guiaste.
—Cómo cuesta hacer entender a algunas personas —dijo el leñador—. Ya te expliqué por qué no puedo ir. Si fuera contigo, ¿qué pasaría con mi trabajo? ¿Quién alimentaría a mi anciana madre? Yo tengo que seguir cortando madera y tú necesitas ir solo.
Cuando Mono oyó esto, lo único que se le ocurrió fue despedirse. Se fue del bosque, encontró el sendero, ascendió la cuesta ocho o nueve leguas y, en efecto, encontró una morada en una cueva. Pero la puerta estaba cerrada con llave; reinaba el silencio y no había ninguna señal de que hubiera alguien ahí. De pronto volteó y vio en la cima de un acantilado un bloque de piedra como de nueve metros de alto y casi dos metros y medio de ancho. Tenía una inscripción en grandes letras que decía: CUEVA DE LA LUNA RASGADA Y LAS TRES ESTRELLAS EN LA MONTAÑA DE LA TERRAZA SAGRADA.
—No cabe duda de que aquí la gente habla con la verdad —dijo Mono—. ¡Realmente existen tal montaña y tal cueva!
Echó un vistazo por un buen rato, pero no se atrevió a tocar a la puerta. Mejor se trepó a un pino y se puso a comer piñones y a jugar entre las ramas. Tras un tiempo oyó a alguien gritar; la puerta de la cueva se abrió y salió un niño mago de gran belleza, de apariencia completamente distinta a la de los muchachos que hasta ese momento había visto. El niño gritó:
—¿Quién está armando tanto alboroto?
El Rey Mono bajó del árbol de un brinco y, acercándose, dijo haciendo una reverencia:
—Niño mago, soy un discípulo que ha venido a estudiar la inmortalidad. Jamás se me ocurriría armar alboroto.
—¡¿Un discípulo tú?! —preguntó el niño, riendo.
—Claro que sí —dijo Mono.
—Mi maestro está dando clase —dijo el niño—, pero antes de anunciar su tema me pidió que saliera a la puerta y, si había alguien que quisiera instrucción, lo atendiera. Supongo que se refería a ti.
—Por supuesto que se refería a mí —dijo Mono.
—Sígueme —dijo el niño.
Mono se arregló un poco y entró a la cueva detrás del niño. Enormes cámaras se abrían ante ellos; fueron de un cuarto a otro, a través de salones de techos altos e innumerables claustros y refugios, hasta que llegaron a una plataforma de verde jade en la que estaba sentado el patriarca Subodhi con treinta simples inmortales reunidos frente a él. Mono enseguida se postró y golpeó la cabeza tres veces contra el suelo, susurrando:
—¡Maestro, maestro! Como un discípulo a su maestro te presento mis más humildes respetos.
—¿De dónde vienes? —preguntó el patriarca—. Primero dime tu país y tu nombre, y luego me vuelves a presentar tus respetos.
—Soy de la cueva de la Cortina de Agua —dijo Mono—, de la montaña de Flores y Fruta, en el país de Ao-lai.
—¡Fuera de aquí! —gritó el patriarca—. Conozco a la gente de allá. Son un grupo de astutos y farsantes. Algo traman si uno de ellos pretende que alcanzará la iluminación.
Mono, doblegándose brutalmente, se apresuró a decir:
—Aquí no hay artimañas; te estoy diciendo la pura verdad.
—Si afirmas que hablas con la verdad —dijo el patriarca—, ¿cómo dices que vienes de Ao-lai? Entre ese lugar y éste hay dos océanos y el continente del Sur entero. ¿Cómo llegaste aquí?
—Floté por los océanos y deambulé por la tierra a lo largo de más de diez años —dijo Mono—, hasta llegar aquí.
—Qué bien —dijo el patriarca—. Supongo que si viniste despacio y en etapas no es del todo imposible. Pero, dime, ¿cuál es tu hsing?3
—Yo nunca tengo hsing —dijo Mono—. Si me insultan, no me molesto para nada. Si me pegan, no me enojo; al contrario: me muestro dos veces más amable que antes. Nunca en la vida he tenido hsing.
—No me refiero a esa clase de hsing —dijo el patriarca—. Lo que pregunto es de qué familia provienes, cuál es su apellido.
—Yo no tuve familia —dijo Mono—: ni padre ni madre.
—¡No me digas! —exclamó el patriarca—. Entonces has de haber crecido en un árbol.
—No precisamente —respondió Mono—. Salí de una piedra. Había una piedra mágica en la montaña de Flores y Fruta. Cuando llegó el momento, se abrió de golpe y salí yo.
—Tendremos que ver qué nombre darte para la escuela —dijo el patriarca—. Hay doce palabras que empleamos en estos nombres, de acuerdo con el grado del discípulo. Tú estás en décimo grado.
—¿Cuáles son esas doce palabras? —preguntó Mono.
—Son amplio, grande, sabio, listo, sincero, adaptable, naturaleza, océano, animado, consciente, perfecto e iluminado. Como perteneces al décimo grado, tu nombre debe incluir la palabra consciente. ¿Qué tal Consciente de la Vacuidad?
—¡Magnífico! —dijo Mono, riendo—. De ahora en adelante, llámeseme Consciente de la Vacuidad.
Así, pues, ése fue su nombre en la religión. Y si no sabes si al final, armado con este nombre, obtuvo iluminación o no, escucha mientras se te explica en el siguiente capítulo.
1 Analectas de Confucio, II, 22. [Todas las notas son de Arthur Waley.]
2 Una legua eran trescientos sesenta pasos.
3 Hay un juego de palabras con hsing, que significa tanto “apodo” como “mal genio”.