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V
ОглавлениеLA HISTORIA DEL REY MONO
MONO NO SABÍA nada de asuntos oficiales y fue una suerte que no tuviera que hacer nada más que marcar su nombre en una lista. Por lo demás, él y sus subordinados comían sus tres alimentos al día, dormían profundamente por la noche y no tenían ninguna preocupación: nada más que una libertad y una independencia perfectas. Cuando no pasaba nada más, salía a dar la vuelta y se hacía amigo de los demás habitantes del cielo. Tenía el cuidado de dirigirse a los miembros de la Trinidad como “venerables” y a los cuatro emperadores como “su majestad”, pero a todos los demás, planetas, mansiones lunares, espíritus de las horas y los días, los trataba como iguales. Un día paseaba hacia el este; al día siguiente caminaba hacia el oeste; nadie obstaculizaba sus idas y venidas, como nadie obstaculiza el paso de las nubes. Un buen día, en la corte, se presentó un inmortal e hizo la siguiente propuesta:
—El Gran Sabio Igual a los Cielos no tiene obligación alguna y se la pasa dando vueltas y congeniando. Todas las estrellas del cielo, superiores e inferiores, son ahora sus amigotas. De eso no puede salir nada bueno, a menos que se le encuentre algún modo de emplear el tiempo.
El Emperador de Jade mandó llamar a Mono, que llegó jubiloso y preguntó:
—¿Qué ascenso o recompensa se dispone a anunciarme su majestad?
—Ha llegado a mis oídos que no tienes nada particular que hacer, así que te daré un trabajo. Tendrás que cuidar el jardín de durazneros; quiero que ejerzas este trabajo con la mayor atención.
Mono estaba encantado de la vida e, incapaz de esperar un momento, se precipitó a asumir sus nuevas obligaciones en el jardín de durazneros. Encontró ahí a un espíritu local, que le gritó:
—Gran Sabio, ¿a dónde vas?
—A hacerme cargo del jardín de durazneros —respondió—. Su majestad me lo encomendó.
El espíritu hizo una profunda reverencia y llamó a los fuertes encargados de labrar la tierra, sacar el agua, cuidar los árboles y barrer las hojas para que le rindieran pleitesía a Mono.
—¿Cuántos árboles hay? —le preguntó Mono al espíritu local.
—Tres mil seiscientos. Del lado exterior hay mil doscientos, con flores discretas y pequeñas frutas. Maduran cada tres mil años. Quien las come se convierte en genio omnisciente; sus extremidades son fuertes y su cuerpo, ligero. En medio del jardín hay mil doscientos árboles con flores dobles y frutas dulces. Ésas maduran cada seis mil años y quien las come puede levitar a voluntad y nunca envejece. En el fondo del jardín hay mil doscientos árboles que dan frutas con manchas moradas y huesos amarillo pálido. Maduran cada nueve mil años y quien las come vive más que el cielo y la Tierra y está a la par del sol y la luna.
Mono estaba fascinado y enseguida empezó a revisar los árboles y a hacer una lista de las pérgolas y las pagodas. A partir de entonces sólo se entretenía una vez al mes, el día de luna llena, y el resto del tiempo no veía a sus amigos ni iba a ninguna parte. Un día vio que en lo alto de algunos árboles había muchos duraznos maduros y decidió comerlos antes de que nadie más tuviera oportunidad. Desafortunadamente sus vasallos lo vigilaban de cerca y, para quitárselos de encima, dijo:
—Estoy cansado. Voy a descansar un poco en esa pérgola. Espérenme afuera de las puertas.
Cuando se retiraron, se quitó el sombrero y la toga de la corte, subió un árbol alto y empezó a arrancar la fruta más grande y madura que veía. Sentado a horcajadas en una rama, se agasajó a placer y luego bajó. Se puso la toga y el sombrero y llamó a sus vasallos para que lo atendieran mientras regresaba solemnemente a su alojamiento. Después de unos cuantos días volvió a hacer lo mismo.
Una mañana, su majestad la Reina del Cielo, tras haber decidido dar un banquete de duraznos, les dijo a las hadas doncellas, la de rojo, la de azul, la de blanco, la de negro, la de morado, la de amarillo y la de verde, que cogieran sus canastas y fueran al jardín de durazneros a cosechar fruta. Encontraron a los vasallos de Mono en la puerta impidiendo el paso.
—Venimos por órdenes de su majestad a recoger duraznos para un banquete —dijeron.
—Deténganse, hermosas hadas —dijo uno de los custodios—. Las cosas han cambiado desde el año pasado. Ahora este jardín se ha encomendado al Gran Sabio Igual a los Cielos y debemos pedirle permiso antes de dejarlas pasar.
—¿Y dónde está? —preguntaron.
—Se ha sentido un poco cansado —dijo un espíritu guardián— y está tomándose una siesta en la pérgola.
—Muy bien —dijeron—. Vayan a buscarlo porque ya tenemos que ponernos a trabajar.
Aceptaron ir y decirle, aunque encontraron la pérgola vacía, salvo por el sombrero y la toga. Empezaron a buscarlo, pero no estaba por ningún lado. Lo cierto es que Mono, después de escabullirse para comer varios duraznos, se había transformado en un monito de cinco centímetros y dormía acurrucado debajo de una hoja gruesa muy en lo alto del árbol.
—Debemos cumplir con nuestras órdenes —dijeron las hadas doncellas—, sin importar si lo encuentran o no. No podemos regresar con las manos vacías.
—Tienen razón, hermosas hadas —dijo un oficial—, no debemos hacerlas esperar. Nuestro patrón estaba acostumbrado a pasear muchísimo y probablemente fue a ver a alguno de sus viejos amigos. Vayan a recoger sus duraznos y cuando vuelva se lo diremos.
Así que fueron al jardín y primero llenaron tres canastas con duraznos de los árboles de la parte más próxima del jardín y luego tres de los árboles de en medio, pero al llegar a los del fondo no encontraron más que tallos rotos. Alguien se había llevado todos los duraznos. Sin embargo, después de una larga búsqueda consiguieron hallar un durazno solitario que no estaba completamente maduro colgando en una rama que daba al sur. El hada de azul jaló la rama hacia ella, arrancó el durazno y la soltó. Era la mismísima rama donde Mono dormía en su forma diminuta. La sacudida lo despertó y, transformándose de nuevo a toda velocidad, gritó:
—¡¿De dónde vienen, monstruos, y cómo es que tienen la audacia de arrancar mis duraznos?!
Las aterrorizadas hadas doncellas cayeron de rodillas al mismo tiempo y exclamaron:
—¡Gran Sabio, no te enojes! No somos monstruos, sino siete hadas doncellas enviadas por la Reina del Cielo a recoger frutas para su banquete de duraznos. Cuando llegamos a la puerta encontramos a tus oficiales en guardia. Te buscaron por todas partes, pero sin éxito. Nos daba miedo hacer esperar a su majestad, así que, como nadie te encontraba, entramos e iniciamos la cosecha. ¡Te rogamos que nos disculpes!
Entonces Mono fue todo afabilidad.
—Levántense, hadas —pidió—. Díganme, ¿quiénes están invitados a este banquete?
—Es un banquete oficial y, desde luego, están invitadas ciertas deidades. El Buda del Cielo del Oeste estará ahí, al igual que los bodhisattvas y lo-hans. También Kuan-yin y los inmortales de las Diez Islas. Vendrán asimismo los cinco espíritus de la Estrella Polar, los emperadores de las Cuatro Direcciones, los dioses e inmortales de los mares y montañas. Todos ellos vendrán al banquete.
—¿Y a mí me van a invitar? —inquirió Mono.
—No he oído que lo sugieran —respondió un hada doncella.
—Pero soy el Gran Sabio Igual a los Cielos —dijo Mono—. ¿Por qué no me invitarían?
—Sólo podemos decirte quiénes están invitados según las reglas —explicaron—. Qué vaya a hacerse en esta ocasión es algo que no sabemos.
—Muy bien, queridas —dijo Mono—. No les estoy echando la culpa. Espérenme aquí un momento mientras salgo a tantear las aguas para saber si me van a invitar o no.
¡Querido Mono! Recitó una fórmula mágica y les gritó a las doncellas:
—¡Quédense aquí, quédense aquí, quédense aquí!
Era una magia que servía para engarrotar, y las hadas por consiguiente se clavaron en el punto donde estaban paradas. Mono emprendió el camino en su nube mágica, atravesó el jardín por los aires y se dirigió a toda prisa al estanque de Jade Verde. En el camino se cruzó con el Inmortal Patirrojo. Enseguida pensó en un plan para engañar al inmortal y asistir al festín en su lugar.
—Viejo sabio, ¿a dónde vas? —preguntó.
—Me invitaron al banquete de duraznos —respondió el inmortal.
—Probablemente no te has enterado… —dijo Mono—. Como vuelo tan rápido en mi nube, el Emperador de Jade me pidió que fuera con todos los invitados a decirles que primero habrá un ensayo de las ceremonias en el salón de la Luz Penetrante.
El inmortal era un alma cándida y cayó en el engaño.
—Otros años hemos tenido el ensayo en el mismo lugar que el banquete —dijo—, pero le agradezco muchísimo —y virando su nube se dirigió al salón de la Luz Penetrante.
Entonces Mono recitó un encantamiento y se transformó en una copia exacta del Inmortal Patirrojo y se dirigió al estanque de Jade Verde. Al cabo de un rato llegó a la torre del Tesoro y entró con discreción. Todo estaba listo para el festín, pero nadie había llegado. Mono contemplaba la escena cuando de pronto llegó a sus narices un agradable aroma. Volteó y en una galería a la derecha vio a varios genios fabricando vino. Algunos llevaban la uva machacada; otros, agua. Unos niños mantenían el fuego encendido; otros lavaban las jarras. El vino que ya estaba hecho despedía un perfume delicioso. A Mono se le hizo agua la boca y enseguida habría ido a beber un poco si no fuera por la presencia de todos esos sirvientes. Se vio obligado a emplear sus poderes mágicos. Tomó un poco de su pelusa más fina, se la echó en la boca, la masticó para formar pedazos aún más pequeños y la escupió, gritando:
—¡Cambien! —y entonces cada pelo se transformó en un insecto adormecedor.
En eso volaron hacia los sirvientes y se instalaron en sus cachetes. ¡Mira cómo las manos caen a sus costados, la cabeza se les hunde, se les cierran los ojos y se quedan dormidos!
Entonces Mono agarró unas de las más selectas viandas y los más delicados platillos, corrió a la galería, agarró una jarra de vino, se sirvió en un vaso y se dispuso a beberlo.
Cuando llevaba ya un rato bebiendo y estaba bastante tomado, dijo para sus adentros: “Mal, muy mal. No tardan en llegar las visitas y yo me meteré en problemas. No sirve de nada que me quede aquí; mejor voy a dormir en mi propio cuarto”.
¡Querido Mono! Tambaleándose y dando traspiés, empeorado con el alcohol, se perdió y en lugar de llegar a su casa lo hizo al palacio Tushita. En eso volvió en sí y se dio cuenta de dónde estaba. “¡Vaya! Aquí es donde vive Lao Tsé”, dijo para sus adentros. “¿Cómo llegué aquí? Bueno, siempre he querido conocer a ese viejo y nunca he tenido la oportunidad. No sería mala idea, ahora que estoy aquí, ir a echarle un ojo.”
Así que se arregló la ropa y entró. Pero no había ninguna señal de Lao Tsé ni de nadie más. En realidad Lao Tsé estaba en un cuarto superior con Dīpānkara, Buda del Pasado, exponiendo el camino a un público de oficiales inmortales, pajes y funcionarios.
Mono fue directo al laboratorio alquímico. No encontró a nadie ahí, pero había un brasero encendido a un lado de la chimenea, con cinco jícaras dispuestas alrededor, en las que había elíxir ya preparado.
—Éste —exclamó Mono contentísimo— es el mayor tesoro de los inmortales. Desde mi iluminación resolví el secreto de la identidad del mundo interior y el mundo exterior y yo mismo estuve a punto de producir un pequeño elíxir, pero de repente tuve que volver a casa y ocuparme de otros asuntos. Creo que tomaré una píldora o dos.
Inclinó las jícaras y se comió los contenidos como si fuera un plato de frijoles.
Al cabo de un rato, lleno de elíxir, y con los efectos del vino ya pasándosele, otra vez hizo un balance de la situación y pensó: “¡Mal, mal! Esta aventura es todavía más desafortunada que la anterior. Si el Emperador de Jade se entera, estoy perdido. ¡Corre, corre, corre! Me iba mejor como rey del mundo inferior”.
Salió a toda prisa del palacio Tushita, pero no tomó su camino habitual, sino que se dirigió a la Puerta Oeste del cielo. Ahí hizo un truco de magia que lo volvió invisible e hizo descender su nube hasta llegar de vuelta a las fronteras de la montaña de Flores y Fruta. Divisó unas lanzas que brillaban y unos estandartes ondeando y concluyó que sus vasallos practicaban las artes de la guerra.
—¡Pequeños, heme aquí! —gritó.
Todos soltaron las armas y cayeron de rodillas.
—Gran Sabio —dijeron—, descuida mucho a sus súbditos. ¡Mire que irse todo este tiempo sin preguntarse qué sería de nosotros!
Con todo, organizaron un gran banquete para darle la bienvenida y le llevaron un gran tazón de piedra lleno de vino de dátil. Tras darle un trago, torció el gesto y dijo:
—¡Qué cosa más horrible! No puedo beberlo.
Dos de sus generales se presentaron al momento.
—¡Gran Sabio! —dijeron—, sin duda en el palacio del cielo has estado bebiendo el vino de los inmortales y por esa razón ya no toleras este vino de dátil. Pero dice el proverbio: “No hay mejor agua que el agua de nuestra tierra”.
—Y prosigue: “No hay gente como nuestra propia gente” —dijo Mono—. Cuando me divertía en el estanque de Jade Verde vi una botella tras otra de jugo de jade y extracto de rubí, como nunca en su vida han probado. Regresaré para robar un poco para ustedes. Media taza para cada uno y así nunca envejecerán.
Los monos estaban encantados y el sabio salió a la puerta de la cueva, dio una voltereta, se hizo invisible y regresó al cielo. Encontró a los fabricantes de vino, a los que llevaban el sedimento y el agua y a los que encendían el fuego; todos aún roncaban ruidosamente. Tomó un par de grandes botellas, una debajo de cada brazo, y dos más, una en cada mano; fue a su nube y regresó. Había gran cantidad de monos reunidos y a cada uno le tocó una taza o dos. Todos estaban exultantes.
Mientras tanto, las siete hadas doncellas siguieron encantadas un día entero. Cuando al fin pudieron moverse, recogieron sus canastas de flores y regresaron con la Reina del Cielo a decirle que el Gran Sabio Igual a los Cielos las había retenido con su magia y por eso llegaban tan tarde.
—¿Cuántos duraznos recogieron? —preguntó.
—Tenemos dos canastas de duraznos pequeños y tres de duraznos medianos. Pero cuando volvimos al fondo del jardín descubrimos que la mitad de los duraznos grandes había desaparecido. Parece que el Gran Sabio se los comió. Mientras lo buscaban, de repente apareció entre nosotras, armó una escena horrible y preguntó quiénes estaban invitados al banquete. Le hablamos de las disposiciones habituales para esos festines y fue entonces cuando nos hechizó y se fue, no sabemos a dónde. Apenas hace un rato conseguimos romper el hechizo y regresar.
La Reina del Cielo fue en el acto con el Emperador de Jade y, mientras le contaba lo sucedido, una multitud de fabricantes de vino y otros funcionarios celestiales entraron en tropel para anunciar que alguien había estropeado los arreglos para el banquete, se había robado el vino y dado cuenta de las exquisiteces. En ese momento se anunció al Supremo Patriarca del Tao. El emperador y su consorte salieron a recibirlo.
—Lamento tener que informarles a sus majestades —dijo Lao Tsé— que alguien me robó el elíxir que preparaba para el siguiente banquete de cinabrio.
Se presentó entonces un miembro del séquito celestial de Mono e informó que el Gran Sabio había desaparecido desde el día anterior y nadie sabía qué había sido de él. Se confirmaron así las sospechas del Emperador de Jade. En ese instante el Inmortal Patirrojo apareció ante el trono.
—Iba yo camino al banquete, en respuesta a la invitación de su majestad, cuando encontré al Gran Sabio Igual a los Cielos, quien me dijo que se le había pedido informar a todos los invitados que primero debían ir al salón de la Luz Penetrante a ensayar las ceremonias del banquete. Hice lo que él dijo, pero cuando llegué ahí no vi ninguna señal de que sus majestades hubieran llegado y pensé que sería mejor venir enseguida a la corte.
El Emperador de Jade estaba más indignado y estupefacto que nunca.
—¡Así que el muy bribón falsifica las órdenes imperiales y engaña a mis ministros! —exclamó—. Díganle al detective celestial que le sigan la pista de inmediato.
Después de una investigación exhaustiva, el detective informó que los disturbios del cielo habían sido causados por el Gran Sabio.
Entonces el Emperador de Jade ordenó a los reyes de las cuatro direcciones, a Vaiśravana y su hijo que reunieran a las veintiocho mansiones lunares, los nueve planetas, las doce horas y todas las estrellas, además de cien mil soldados celestiales, y que acordonaran la montaña de Flores y Fruta para que Mono no tuviera escapatoria.
Cuando eso se hubo hecho, se convocó a los planetas para que ellos le comunicaran el desafío. Mono y sus generales estaban bebiendo vino celestial, y cuando se le informó que los planetas estaban en la puerta se negó a tomarse la molestia. Citó:
Si hoy tienes vino, embriágate hoy;
no hagas caso de lo que esté en la puerta, sea bueno o malo.
En ese momento un diablillo llegó disparado a decir que esas nueve fieras deidades estaban rabiando en la puerta, lanzando gritos de guerra. Mono nada más se rio.
—No les hagan caso —dijo.
La poesía y el vino bastan para alegrar este día;
las grandes acciones deben aguardar su turno: la gloria puede
[darse el lujo de esperar.
Pero mientras él hablaba otro diablillo entró a toda prisa.
—¡Padre! —gritó—. Esas nueve fieras deidades ya rompieron la puerta y están avanzando para atacar.
—¿Qué no tienen modales esos sinvergüenzas? —gritó Mono—. Yo nunca me he entrometido en sus asuntos. ¿Por qué tienen que venir aquí a acosarme?
Y ordenó al ogro de un cuerno que condujera a los reyes de las setenta y dos cuevas a la batalla, mientras que él y sus cuatro generales irían en la retaguardia. El ogro y sus vasallos no pudieron avanzar más allá del puente de Hierro. Ahí los planetas les obstaculizaron el camino.
—¡Abran paso! —gritó Mono, y caminó entre ellos a grandes zancadas blandiendo su garrote.
Los planetas no se le opusieron y se batieron en retirada. Tras volver a formar filas un poco más allá, su líder gritó:
—¡Mozo insensato! ¿Hay algún crimen que no hayas cometido? Robaste duraznos y robaste vino, afectaste el gran banquete, sustrajiste el elíxir de Lao Tsé y luego te llevaste más vino para tu propio banquete. Has acumulado un pecado tras otro. ¿No te das cuenta de lo que has hecho?
—Cierto, todo muy cierto —dijo Mono—. ¿Y qué van a hacer al respecto?
—Nos mandó el Emperador de Jade a recibir tu sumisión. Si te rindes de inmediato, serás perdonado; si no, patearemos el suelo de tu montaña hasta que quede plana y despedazaremos tu cueva.
—¿Y de dónde sacarán la fuerza para hacer eso? —preguntó Mono—. ¿Cómo se atreven a decir esos disparates? No se muevan y prepárense para recibir el garrote de este viejo mono.
Los planetas se abalanzaron sobre Mono, pero no se asustó en lo más mínimo. Blandió su garrote, rechazó unos golpes por aquí, dio unas estocadas por allá, hasta que los planetas quedaron exhaustos y uno por uno se escabulleron arrastrando sus armas para refugiarse en sus tiendas de campaña.
—Ese Rey Mono sí que es un luchador valiente —le dijeron a Vaiśravana—. No pudimos vencerlo y tuvimos que rendirnos en la pelea.
Entonces se ordenó a los reyes de las cuatro direcciones y a las veintiocho mansiones lunares que avanzaran. Pero Mono no temblaba y les pidió al ogro de un cuerno, a los reyes de las setenta y dos cuevas y a sus cuatro valientes generales que tomaran sus posiciones afuera de la cueva.
El combate empezó al amanecer y duró hasta que el sol se ocultó tras las colinas del oeste. Al ogro de un cuerno y a todos los reyes de las setenta y dos cuevas los capturaron y se los llevaron. Sólo los cuatro generales y los monos escaparon y se escondieron en los lejanos recovecos de la cueva. Pero Mono, completamente solo, garrote en mano, contuvo a los reyes de las cuatro direcciones, a Vaiśravana y a Natha, enfrentándolos entre la Tierra y el cielo. Al final, al ver que se acercaba la noche, se arrancó un puñado de pelos, se los echó en la boca, los masticó hasta reducirlos de tamaño, los escupió y gritó:
—¡Cambien! —con lo que se transformaron en miles de monos armados cada uno con un garrote revestido de metal.
Ellos llevaron de vuelta a Vaiśravana, Natha y los cuatro reyes. En eso Mono, victorioso al fin, retiró los pelos y volvió a su cueva. En el puente de Hierro lo recibieron los cuatro generales y las huestes de monos. Al verlo aullaron tres veces y se rieron, jijijí, jojojó, tres veces.
—¿Por qué aullaron tres veces y se rieron tres veces cuando me vieron? —preguntó Mono.
—Aullamos porque el ogro de un cuerno y los setenta y dos reyes fueron derrotados y capturados y porque nuestras vidas estuvieron en peligro. Nos reímos alegres porque regresaste victorioso e ileso.
—Siempre hay derrota en la victoria y victoria en la derrota —dijo Mono—. Como dice el viejo dicho: “Matar a diez mil cuesta tres mil”. En este caso los caciques capturados eran tigres, leopardos, lobos y otros por el estilo. A ninguno de nosotros se lo llevaron o lo hirieron, así que no hay nada de que preocuparse. Gracias al arte de la autodivisión los hice huir, pero es seguro que acamparon al pie de la montaña. Debemos mantener la más rigurosa guardia y dosificar nuestras fuerzas. Mañana me verán usar mi magia más potente contra esas divinidades y vengar a los capturados.
Luego los cuatro generales y los monos bebieron una o dos tazas de vino de dátil y se fueron tranquilamente a dormir.
Tras la retirada de los reyes de las cuatro direcciones, todos los guerreros celestiales hablaron de sus hazañas. Algunos habían capturado tigres y leopardos; otros, venados, lobos y zorros. Pero ninguno pudo alardear de haber tomado preso a un mono. Sí habían instalado un campamento, como pronosticó Mono, y lo rodearon de una gran empalizada. Ahí se recompensó a los meritorios y a las tropas que acordonaron las cuevas se les ordenó dar aviso con una campana o gritar y estar listos para la gran batalla que tendría lugar al romper el alba.
En el siguiente capítulo sabrás cómo les fue una vez que amaneció.