Читать книгу Quién te manda - Yehudit Mam - Страница 3
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El primer remolino de euforia que se originó entre sus muslos cimbró su cuerpecito huesudo de nueve años mientras veía un antiguo capítulo de Tarzán en la tele.
Tarzán, en taparrabos, tostado por el sol, sus ojos verdes como la selva y su piel aceitosa de sudor tropical, se había resbalado en un pantano espeso. Su torso desnudo se retorcía para escapar de la asfixia y sus brazos se batían como las alas de un pterodáctilo.
Lucía no supo qué fue lo que la trastornó. Sintió unas ondas que la hicieron temblar desde los deditos de los pies hasta la última punta del pelo. Era un vértigo muy diferente al de la resbaladilla o el subibaja, y Lucía intuyó que no lo podía compartir con nadie.
Se pasó todas las tardes viendo religiosamente los capítulos repetidos de Tarzán, pero el episodio del pantano jamás reapareció, como si los señores responsables de la programación lo hubieran censurado por su propio bien. Se obstinó en recrear la escena en su imaginación, pero solo conseguía una imitación imprecisa del placer.
Perdió la virginidad nueve años más tarde, fuera del territorio nacional, cuando se fue un año de internado a Montreux, Suiza, a un colegio para niñas cuyo lema era «Iniciativa. Imaginación. Independencia». Una tarde salió con sus amigas a un bar en el centro de la pequeña ciudad. El tema del bar era un laboratorio, con pisos de mosaico blanco y una barra de cristal esmerilado. Cantineros en casacas blancas servían martinis de sabores en tubos de ensayo.
Recostadas sobre un diván de cuero negro, Lucía y Ximena, su mejor amiga, bebían Bellinis y fumaban un cigarro tras otro, comentando azoradas la eficiencia, la pulcritud, la puntualidad y la modernidad de los suizos. Después se pararon a bailar con algunas de sus compañeras del internado, porque bailar entre mujeres era normal en Europa.
Las luces programadas al ritmo de la música hacían que por momentos todo se volviera naranja o rojo o violeta. El efecto era desconcertante, como si cada vez que una parpadeaba, hubiera cambiado de lugar.
Recargado en el bar, un joven alto de tez pálida y labios delgados observaba a Lucía bailar. Ella le devolvió la mirada, el rubor extendiéndose por sus mejillas. En un movimiento felino, él atravesó el salón y se paró a su lado. Sus ojos rasgados, turbios, le sonrieron. Se presentó como Enzo y le dijo en inglés que venía de Turín y estudiaba la maestría de Economía en Suiza.
En cuanto pusieron una canción calmada, Enzo la tomó de la cintura y comenzó a oscilar con la fluidez de un metrónomo. Olía a alcohol. Lucía recargó su cabeza en el recoveco entre el pectoral y la axila de Enzo, porque no le llegaba al hombro. Sentía como si estuviera hecha de hebras de queso oaxaca. Tan pronto la música se animó, Enzo la sacó de la pista.
—Ponte tu abrigo y vámonos —le ordenó.
—¿A dónde? —preguntó Lucía.
—A mi casa.
—¿Por qué no mejor salimos a tomar el fresco? —dijo Lucía.
—¿Con este frío?
Lucía tenía un acuerdo tácito con Ximena para alentarse mutuamente las conquistas y Ximena lo cumplió con aplomo: se fue a sentar con las monjas que ahora estaban cuchicheando en otro diván, criticando a Lucía.
Enzo y Lucía llegaron a la parada del tranvía empujándose contra los vendavales de febrero. A la luz blanca del tranvía, Enzo le pareció un tanto lúgubre. No era tan guapo como los jóvenes italianos gritones y gesticulantes que había visto en las calles de Roma cuando fueron a misa en San Pedro (uno de los cuales le asestó una trompetilla en la oreja, en plena plaza de España). Lucía se tranquilizó pensando que platicarían en la sala, Enzo la besaría, fajarían delicioso a la luz de una vela, él la acompañaría de regreso al internado, y colorín colorado.
Pero no fue así.
No había sala. Enzo la guio hacia su recámara. Un buda sonreía plácido encima de un colchón colocado directamente sobre la duela, sus sábanas revueltas. Enzo encendió una vela y puso una música de saxofón impredecible. Reclinó a Lucía sobre el colchón. Se quitó la camisa. Su torso, cremoso como los mármoles en el Vaticano, estaba salpicado por una constelación de lunares. Lucía lo besó alrededor de los pezones y en las clavículas. Enzo le desabotonó la blusa y le desabrochó el sostén. Se soltó el cinturón de un latigazo y se quedó desnudo, con la misma economía de movimiento que había demostrado toda la noche. Lucía ojeó aterrada su miembro grueso, duro y colorado. Nunca había visto uno tan de cerca. Enzo la desvistió.
—¿Puedo? —preguntó.
—No —respondió ella.
—¿Por qué no?
—Porque soy virgen.
Él sonrió por segunda vez. Escarbó con su mano por debajo de la almohada, sacó un condón, rasgó el sobrecito y se lo puso.
Lucía se persignó mentalmente: «Ahora sí, no hay vuelta de hoja. Que Dios te agarre confesada».
Enzo le abrió las piernas con las suyas y trató de penetrarla. Lucía gritó.
—Relájate. Si no, te va a doler más.
Lucía cerró las piernas y apretó su vagina estrecha, tratando de expulsarlo. Él se adentró en ella. Lucía desgarró sus jadeos con un alarido.
El le tapó la boca con una mano pesada, salada.
Lucía se puso muy dócil y trató de respirar como las parturientas sudadas que había visto en las películas. Rogó que Enzo terminara pronto. No veía el más mínimo indicio de sentir placer, ni hablar de tener un orgasmo. Finalmente él se vino, para sorpresa de Lucía, en una racha bastante fugaz, comparada con la eternidad que le tomó llegar hasta ese punto.
Respiró aliviada cuando Enzo se le quitó de encima. Una emoción extraña atravesó su cuerpo y le provocó dos lágrimas mudas. Él se levantó de la cama y Lucía se quedó atolondrada mientras sus órganos se reacomodaban bajo las sábanas. Enzo regresó con dos vasos con un licor transparente que olía a naranja.
—Felicidades —brindó Enzo—. Me caes bien porque no lloraste.
El licor dulce y amargo la serenó, pero al levantarse para ir al baño, vio la mancha de sangre sobre las sábanas. Siempre se imaginó que la rotura de su himen sería anunciada por una discreta manchita roja. Esto parecía un homicidio.
Las palabras grotescas de la prefecta de disciplina de la secundaria, la hermana Márgara con su cara de aceituna rancia, irrumpieron en su memoria: «No se puede copular durante la menstruación por la sencilla razón de que los hombres huelen la sangre, así como los caballos con las yeguas y los becerros con las becerras y los perros con las perras». Eso había dicho la monja para contrarrestar el rumor que corría por los pasillos del colegio de que cuando te baja no te puedes quedar embarazada. Qué cara pondría la hermana si la viera en estos momentos.
—No te preocupes, se lava —le dijo Enzo, recogiendo las sábanas.
En el baño, más sangre revuelta con jugos regurgitó de sus entrañas. Tenía ganas de hacer pipí, pero no le salía. Sus muslos estaban manchados de sangre seca. Mojó el papel de baño en agua tibia y se limpió, temblando ligera pero incontrolablemente.
Regresó del baño y se volvió a acostar junto a Enzo, quien ya estaba roncando. Lucía contempló su espalda masiva y posó su mano sobre ella, pero sintió que era un gesto falso y la retiró. Se sentía orgullosa y avergonzada, feliz y perdida, liberada y angustiada. Sus pensamientos revoloteaban como palomillas alrededor de un foco. El primero que atrapó era muy simple: «¿Y por esto arman tanto pedo?». A pesar del dolor y el susto, le pareció de lo más natural, como la vez que vio a un ternerito nacer en un rancho. No se le hizo tan pecaminoso. «Seguro que todas cogen, pero no lo cuentan», pensó.
El cielo no se abrió y la ira de Dios no descendió sobre la faz de la tierra. Un rayo mortal no la partió en dos, la tierra no se la tragó, y cuando el fantasma de la hermana Márgara se apareció a condenarla, Lucía lo desintegró de un resoplo. No se le ocurrió pensar en eso de que «no es no» sino hasta unos años después cuando se vio en una situación similar, bastante menos ambigua.
Su mamá le había advertido más de una vez que los hombres solo querían una cosa y cuando la conseguían te retiraban el respeto, y que ella y su padre contaban con que llegara virgen al matrimonio. También le había informado que la primera vez que una hacía el amor era un martirio y la que creyera lo contrario era una idiota. Gracias a dichas perlas de sabiduría, Lucía había sabido que no debía esperar gran cosa. Por lo menos le podía agradecer a su madre el que su primera vez no hubiera sido la decepción más grande de su vida. Pensó que si las monjas en la escuela les hubieran advertido cuánto dolía, a lo mejor menos niñas se lanzaban. Pero qué iban a saber de esta gloria tan extraña las monjas tétricas.
Se quería bañar, pero le dio vergüenza despertar a Enzo para pedirle una toalla. Se levantó, se vistió sigilosamente y al abrir la puerta de la habitación, esta rechinó y lo despertó.
—¿A dónde vas? —balbuceó él.
—Al internado, voy a llamar un taxi.
—Son casi las cinco de la mañana. Quédate.
—No puedo.
—Es domingo.
—Tengo que llegar a dormir.
Enzo no parecía dar crédito de su infantilidad. ¿Qué se hacía en esos casos? Le habían enseñado a no poner los codos sobre la mesa, a decir por favor, con permiso, y gracias, pero no le habían enseñado qué decirle al que te acaba de estrenar y quiere que amanezcas junto a él en su colchón en el piso. Tuvo la urgencia incontrolable de llegar a su cuarto, ponerse su pijama y meterse a la cama (rezando por que la directora no la estuviera esperando en la entrada y que Ximena estuviera dormida). El regaderazo tendría que esperar. Enzo le pidió un taxi.
—Ciao —le dijo, despidiéndose en la puerta, desnudo. Le dio un beso microscópico en los labios.
—Gracias por todo —dijo ella.
Lucía miró pasar la ciudad con su sien pegada a la ventana helada del taxi. Percibía todo con más intensidad. La neblina de la madrugada. El aliento químico de la calefacción. El silencio cómplice del chofer. Le hubiera gustado lanzar la noticia a los cuatro vientos y despertar a la ciudad entera: «He pasado la prueba de fuego. Ya no soy la misma de antes. Grítenme, piedras del campo».
Se bajó del taxi distraída, pero totalmente alerta. El portero, un turco bigotón y temperamental, la miró con cara de sospecha. La dirección había decidido que era preferible que las niñas entraran y salieran por la puerta principal, en lugar de escabullirse por las ventanas a deshoras y romperse los tobillos y las clavículas. El puño de Lucía se desdobló revelando un billete de diez francos suizos. El portero la dejó pasar.
En la oscuridad, Lucía se puso su camisón de franela, escondió los calzones inculpatorios debajo del colchón y se acostó en su cama.
—¿Dónde andabas? ¿Qué pasó? —susurró Ximena.
—Mañana te cuento —respondió Lucía. Por ahora no tenía palabras.
—¿Estás bien? —dijo Ximena.
—Estoy perfecto. Buenas noches, Xim.
Al poco rato oyó a los pajaritos anunciar el alba.