Читать книгу Quién te manda - Yehudit Mam - Страница 4
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Gabriel levantó una caja de cartón atada con un mecate y se colgó su mochila al hombro. Ambos bultos contenían todas sus pertenencias.
Sus piernas se desdoblaron como acordeones, entumidas de tantas horas de estar constreñidas en el camión. A pesar de que apenas eran las ocho de la mañana, hordas de gente se apiñaban a la salida de los andenes para recibir a sus parientes y no dejaban pasar a los que, como él, no gozaban de un comité de bienvenida. Ecos femeninos anunciaban salidas ininteligibles por los altavoces. Una cacofonía ensordecedora de cumbias chirriantes y bandas norteñas le trepanó las sienes.
Salió de la estación y caminó entre los puestos de carne cruda rodeada de moscas, apilada sobre montones de cebollitas y manojos de cilantro; los de licuados, los de tamales, los de discos piratas, los de las mismas porquerías de plástico Made in Taiwan que había visto en el barrio chino en Nueva York. Los aromas de la comida callejera le despertaron el apetito y se decidió por unos tlacoyos. Le supieron a gloria.
Intentó abrirse paso sobre las angostas banquetas plagadas de gente, junto a las cuales corrían rápidos de agua turbia que transportaban burbujas tornasoladas de jabón, grasa y gargajos. Capas geológicas de polvo ancestral y recién originado, de gases tóxicos y excremento pulverizado saturaron sus pulmones. Se había desacostumbrado al estruendo de las grabadoras, las bocinas de los coches, las alarmas insistentes de los videojuegos y los gritos de los merolicos.
«Bienvenido al pinche DF», pensó Gabriel.
Transbordó de colectivo tres veces y caminó por las calles polvorientas de su colonia, regadas de basura y adornadas por bardas pintarrajeadas. La evidencia de tres años de envíos por Western Union se irguió ante él con menos dignidad de la que se había imaginado. El antiguo tapanco de metal corrugado se había transformado en un cubo de cemento y tabique pintado de azul celeste con una puerta blanca de metal y una ventanilla apresada por barrotes oxidados.
Tocó a la puerta. Oyó las chanclas cansadas de Irma, su madre, arrastrarse y su voz preguntar «¿quién?» con su habitual desconfianza.
—Gabriel.
Al verlo, una emoción fugaz atravesó la mirada seca de su madre. Lo abrazó y lo besó y después lo revisó de pies a cabeza.
—Mira nomás qué fachas traes, hijo. Se te están cayendo los pantalones.
—Así se usan, mamá.
Irma se mordió el labio para disimular una sonrisa incrédula. Gabriel seguía flaco, pero la espalda se le había ensanchado y ahora, en lugar de esos dos popotitos con los que a duras penas podía levantar una papaya, sus brazos estaban hinchados de músculo. La cara se le había afinado. Algo se había endurecido en su mirada.
—¿Qué traes en la oreja? —preguntó su mamá.
—Un arete —respondió Gabriel—. ¿Y qué?
Puso los bultos en el piso de cemento y se arrimó una silla. La única fuente de iluminación de la casa era un foco colgado de un alambre. Estaba tan oscuro que Gabriel se tuvo que llevar las manos a las sienes para ver si llevaba puestos sus lentes de sol. La casa fría y oscura le causó desazón.
—Te mandé un chingo de lana, ¿qué pasó? —le preguntó a su mamá.
—Ni tanta. Nomás llegas de Gringolandia vestido de payaso y te sientes con derecho a faltarme al respeto, canijo escuincle. Si vas a estar aquí de arrimado, no rezongues.
—No te apures, jefa. Mañana me voy a buscar a mi papá a ver si me consigue algo. Mi tía me dijo que trabaja de chofer en las Lomas.
—¡Qué te va a andar consiguiendo nada! Si hace quince años que no se aparece por aquí, ni nos ha dado un quinto desde que se largó.
—Carajo, llego después de tres años de chinga en Estados Unidos y ni siquiera me preguntas cómo me fue. ¿Qué crees, que me regresé por gusto?
En toda su vida, Irma nunca lo había oído decir tantas palabras. No se acordaba precisamente de cuándo le había cambiado la voz, pero los sonidos grabados en su memoria eran los de un adolescente desafinado. Su tono sonoro, maduro, la sorprendió.
—Casi me matan a golpes. Y encima, me deportaron. Pero te vale madres.
Irma no respondió. Se lo habían cambiado y este era un impostor.
Gabriel se aferró al tubo de metal mientras el minibús se zarandeaba por el paseo de la Reforma y lo aventaba contra los cuerpos comprimidos a su alrededor. Los conductores se les echaban encima a los peatones, vociferando histéricos con el claxon.
El cielo era del color de un pollo desplumado. Le ardían los ojos, le picaba la nariz y todo olía a polvo, a óxido y a caño. Gabriel sentía como si una piedra de molcajete chocara contra sus sesos.
Se bajó del minibús aprovechando una parada. Echó a andar bajo la sombra de los árboles del camellón. Aquí había verde; aquí plantaban pensamientos para que bordearan el adoquín como espectadores en un desfile. Se atravesó corriendo por delante de los autos que bajaban por la ancha avenida amurallada de mansiones como si estuvieran en una competencia de Fórmula 1.
Se detuvo ante una barda de hierro forjado que resguardaba un jardín salpicado de islotes de rosales y arbustos podados simétricamente.
La casona parecía un castillo. Hasta una torre tenía, adornada por un largo vitral que retrataba colibríes revoloteando alrededor de inmensos tulipanes. Nubarrones de cantera rosa enmarcaban las ventanas. Tres coches fulguraban en el garaje. Una cámara de seguridad y una caseta de vigilancia vacía hacían guardia en la puerta. Gabriel tragó saliva y tocó el timbre.
Una voz de jovencita chirrió desde el interfón.
—¿Quién?
—¿Está el señor Mendoza?
—No, aquí no hay nadie con ese nombre.
—Disculpe.
Gabriel revisó la dirección apuntada en un papelito: Reforma, 2347. Tocó el timbre otra vez.
—¿Quién?
—Disculpe señorita, pero me dijeron que el señor Agustín Mendoza trabaja de chofer en esta casa.
Le respondió el eructo de la interferencia.
—A ver, permítame tantito. ¿De parte de quién?
—De su hijo Gabriel.
Gabriel se quedó esperando frente a la puerta durante largos instantes. Le dolía el estómago. La puerta se abrió unos centímetros. Su padre estaba más canoso, más barrigón y arrugado, aunque conservaba intacta su expresión agria, la cual Gabriel conocía por la única foto descolorida, tomada en la Alameda, que conservaba su mamá. Agustín se tardó unos segundos en reconocer en ese muchacho al chamaquito enclenque de cinco años al que no había visto desde entonces.
—¿Cómo me encontraste?
—Mi tía me dio la dirección.
—¿No que estabas en Estados Unidos?
—Ya estoy aquí.
—¿Cómo se te ocurre venir sin avisar?
—Necesito chamba. ¿No sabe de algo?
—¿Cómo voy a saber así de buenas a primeras?
—Bueno, entonces ahí nos vemos.
Gabriel comenzó a caminar. Se sintió como un estúpido por haberse permitido, mientras esperaba su destierro esposado en la camioneta de ICE, en la celda del centro de detención, en la silla del juzgado, en la butaca del avión a San Diego, en el asiento del camión escolar a Tijuana, y finalmente en el Flecha Amarilla a la capital, la fantasía de que su papá lo reconocería de inmediato y le daría un abrazo apretado, arrepentido de haberlo abandonado, orgulloso de verlo hecho un hombre.
Su papá corrió detrás de él, ofreciéndole un par de billetes arrugados que sacó de su bolsillo, pero Gabriel le dio la espalda y siguió caminando. Esperó un colectivo y se regresó a casa de su mamá, en San Gregorio Tepehualco.