Читать книгу Quién te manda - Yehudit Mam - Страница 6
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Roberto y Natalia Orozco escrutaron los estragos de la fiesta como generales que recorren el campo de batalla después de la derrota. Un vaho de humo rancio emanaba del papel tapiz y las telas de los muebles. Arrodilladas, Ignacia y Jacinta cepillaban con ahínco la alfombra.
—¿Qué pasó aquí? —preguntó Roberto.
Agustín entró detrás de él cargando un par de maletas.
Lucía bajó corriendo a abrazar a su papá en su pijama de franela rosada. Se veía angelical.
—¡Hola, papi! Hicimos una fiesta del 16 de septiembre. Dimos el grito.
—El grito se lo voy a dar yo a tu hermano —dijo su padre.
—Estuvo tranquilo, papá, no vino mucha gente.
Luis Lombardo bajó las escaleras con los pelos parados e intentó abotonarse la gabardina.
—Buenas tardes, licenciado. Señora —dijo galante, atravesando los escalones en dos zancadas.
Roberto le asestó una mirada asesina a su mujer, quien suspiró aburrida.
—¿Dónde está tu hermano? —preguntó Roberto.
—En su cuarto, es que se quedó recogiendo y se fue a dormir tardísimo.
—No inventes, Lucía.
Adolfo apareció al pie de la escalera en sus jeans de ayer, sin camisa, descalzo, rascándose la cabeza.
—Pásenle, jefes, están en su casa.
—Eres un descarado, Fito —le dijo su mamá—. No se los puede dejar solos. ¡Zenaidaaa! —primero gritó y enseguida susurró—. ¿Por cierto, cómo se portaron aquellas? ¿Se acabaron el súper?
—No, mamá. ¿Les trajiste algo? —le contestó Lucía.
Zenaida apareció en el acto.
—Ya no me dio tiempo. Zenaida, tráeme una coca con hielo.
—Oye, budismo zen. Y a mí hazme unos chilaquiles, no seas malita —dijo Adolfo.
—¿Va a querer coca cola, joven?
—Una chela mejor, Zenaidiux.
Zenaida se congeló.
—Es broma, una coca con hielo, como mi mami.
Zenaida se regresó a la cocina.
—No tiene gracia, Adolfo —dijo Roberto—. Cada vez que viajamos, dejas la casa como un chiquero con tus reventones. La servidumbre no está para limpiar tus cochinadas.
—Ay, ya papá —intervino Lucía—. No te pongas de malas. Te prometo que todo el mundo se portó muy bien y estuvo tranquilo, serio.
Pero Roberto aprovechó el regreso de Agustín con más maletas para continuar la inquisición.
—¿Cuántas cajas de licor se compraron, Agustín?
—Solo como unas tres, licenciado —mintió Agustín.
—Lo voy a decir por última vez, así que óigame bien, Agustín; y tú también, Adolfo: no se hacen más fiestas sin mi consentimiento mientras nosotros estemos fuera.
—Sí, licenciado —dijo Agustín.
Adolfo se regresó a su cuarto y se tiró en la cama. Unos minutos después entró Lucía, seguida de Jacinta, quien llevaba una charola con el desayuno de Adolfo.
—Cómo detesto a ese cabrón, hijo de su chingada. No es feliz si no me amarga la vida.
—¡Adolfo! —Lucía le indicó que fuera más discreto en presencia de la sirvienta. Jacinta puso la charola sobre el escritorio, acercó una mesita plegadiza a la cama, acomodó el desayuno y se retiró.
—Y a ti nunca te dicen nada. La bronca siempre es conmigo —dijo Adolfo—. Yo no sé cómo aguantas a mi papá. Es un hipócrita imbécil. Se lleva a mi mamá de compras para que no rezongue de sus acostones con las secregatas.
—Y mi mamá, ¿para qué sigue con él? Solo se queda con él por la lana —respondió Lucía.
—Para tu información, la lana es de ella. No sé para qué se casó con ese pinche aprovechado que se da sus baños de pureza.
—La casa está hecha un asco y apesta a mota, ¿qué esperas? —dijo Lucía.
—Y tú no te hagas, bien que te la pasaste fajando con Ricardo Mestre.
—Deberías agradecer que te defiendo. Acuérdate que lo de la coca y las tachas y toda tu pinche farmacia, me lo callo. Y mucho más.
—¿Y mucho más qué? —contestó su hermano, pero Lucía ya se había ido.
Agustín se la había pasado esquivando a sus colegas, que traían cara de indagación desde que Gabriel tocó el timbre preguntando por él. Estaba harto de las miradas inquisitivas de Zenaida.
—Era mijo Gabriel. Regresó de Estados Unidos. Necesita chamba.
—Újule, Agustín, ¿y por qué no lo invitó a pasar? —preguntó Zenaida, pellizcando la masa para los sopes de la cena.
—¿Pos cómo lo voy a dejar entrar sin el permiso de los señores?
—Es su hijo, ¿no? ¿Hace cuánto que no lo ve? Además, por un ratito nomás, no se tienen que enterar.
Agustín le dio un sorbo a su café con leche. Se arrepintió de haber abierto la boca.
—¿Y cómo le va a hacer? —inquirió Zenaida.
—Pos no sé qué quiere que yo haga, como están las cosas aquí en México.
—Será que extrañaba. Mis hijos extrañan un montón. No les gusta ni tantito California, pero allá ganan más. Ya no se quieren volver a cruzar. Por lo menos su hijo está por acá. Yo hace seis años que no los veo.
Ignacia y Jacinta escuchaban la conversación mientras picaban cebolla y freían los sopes.
—A lo mejor el licenciado tiene alguna chamba para él en el despacho, todo depende de pa qué sea bueno —dijo Zenaida.
—¡Yo qué sé para qué es bueno! —refunfuñó Agustín.
Zenaida se encogió de hombros. Le dieron ganas de llorar y no supo si porque se acordó de sus hijos o porque Agustín le había hablado feo.
El ronroneo del motor del coche del licenciado rompió el silencio. Agustín salió de la cocina a recibirlo, como todas las noches. Cegado por los faros del Mercedes, escuchó el suave chasqueo de la puerta del auto abrirse y cerrarse. Como de costumbre, el licenciado le puso la alarma aunque el coche estaba resguardado en el garaje.
—Buenas noches, licenciado. ¿Le ayudo con los papeles?
—No es necesario. Ahí le dejo las llaves.
—Licenciado, ¿me permite un momentito?
—Dígame.
—Es que uno de mis chamacos acaba de regresar del otro lado y anda buscando chamba. Y pues si usted necesita un mozo o un mensajero para el despacho, o sabe de alguien que necesite, yo se lo voy a agradecer.
—Ahorita no se me ocurre nadie, pero voy a preguntar.
—Muchas gracias, licenciado —replicó Agustín.
—¡Agustiiín! ¡Mis llaves del coooche! —gritó Adolfo, apareciendo por la puerta principal.
—¿A dónde vas? —lo interceptó Roberto.
—Tengo una cena. Se me hizo tarde.
—Si quieres tus llaves, ve tú por ellas.
Roberto le advirtió a Agustín con la mirada que no se le ocurriera traérselas. Le pasó su portafolio al chofer.
—Su hijo, ¿cuántos años tiene, Agustín?
—Pues anda por los veinte, licenciado.
—Déjeme hablar con la señora.
—Gracias, licenciado.
—Y tú —le dijo a Adolfo—, primero nos acompañas a cenar.
Natalia agitó la campanita de bronce para que una de las muchachas trajera la salsa roja. Roberto esperó a que la otra muchacha terminara de servir los sopes.
—Ganas no me faltan de correrte de la casa —le dijo Roberto a Adolfo—. ¡Pero qué más quisieras!
—Los dos son igual de necios, por eso no se soportan —dijo Natalia.
Roberto la observó sentada a la cabecera de la mesa. Seguía victoriosa en su batalla contra la fuerza de gravedad. Se untaba cremas para la cara, el busto y el cuello y hacía cómicos ejercicios faciales. Ya se había estirado los párpados con un cirujano plástico. Ahora hablaba de inyecciones de bótox para paralizar las arrugas. Seguía esbelta, gracias a su dieta de proteína y verduras asadas, dos litros de agua al tiempo al día, vino blanco y cigarros ultralight.
Cuando la conoció, en la boda de su prima Luisa Lemus, le pareció todavía más guapa en persona que en las páginas de sociales en las que aparecía regularmente, acompañada de barones italianos, tenistas internacionales y conatos de galanes cinematográficos. Nunca se pudo explicar del todo por qué lo eligió a él. Quizás le gustó su Mustang convertible. O que la llevó al restaurante más caro de México y se gastó una pequeña fortuna en ella en su primera cita.
Los Lemaitre no brincaron de gusto cuando Roberto la pidió. «¿Orozco qué?», preguntaron, pero no se quejaron. Mientras otros juniorcitos se dejaban el pelo largo y se drogaban en Avándaro, las juergas de Roberto consistían en acompañar a su papá a comilonas con industriales, banqueros y políticos.
Lo suyo nunca fue una pasión desbordada, sino más bien un cálculo a futuro de mutuo acuerdo: una pareja de buen ver, de dos buenas familias, cada una con sus bienes y propiedades.
Al principio viajaron, gastaron y se divirtieron. Pero pronto Roberto tuvo que poner más atención a los negocios para equilibrar sus extravagancias. Natalia resultó ser muy industriosa para redecorar la casa cada tres años, renovar su guardarropa asiduamente y organizar comidas semanales con sus amigas en los restaurantes de moda.
A sus hijos los crio como la criaron a ella, escudada detrás de un pequeño escuadrón de sirvientas comandado por Zenaida, a quien había heredado de su madre. En cuanto a sus obligaciones conyugales, una vez que nacieron los niños, por lo general se hacía la dormida, le dolía la cabeza, los niños podían oírlos, estaba cansada, no tenía fuerzas. Roberto se preguntaba qué podía haber hecho durante el día para quedar tan exhausta.
—Natalia, ¿no necesitamos un mozo? —preguntó Roberto cuando las sirvientas regresaron a la cocina.
—¿Para qué quieres contratar a alguien más? Siempre te quejas de lo mucho que te cuesta todo.
—Agustín me pidió que le ayudara a encontrar trabajo para su hijo, que acaba de llegar de Estados Unidos. En la oficina estamos a tope.
—Por principio, tú sabes que no me gustan las que llegan con chilpayate. ¿Por qué tenemos que darle asilo a los escuincles de las sirvientas? —cuchicheó, partiendo medio sopecito pecaminoso con tenedor y cuchillo—. No entiendo para qué se regresó.
—¡Ay, mamá! —dijo Lucía—. ¿Cuántos años lleva Agustín aquí y a poco sabías que tenía un hijo?
—Por si no lo sabes, todos tienen hijos. Por lo general, más de uno —dijo Natalia.
—El hombre lleva casi quince años trabajando en esta casa y jamás nos ha pedido nada —dijo su marido.
—Está bien, que ayude. Ça suffit —dijo Natalia con un ademán exhausto—. Puede dormir en el cuarto con su papá. Allí hay dos camas. Nomás me falta que me embarace a las muchachas.