Читать книгу Quién te manda - Yehudit Mam - Страница 5
Оглавление3
Lucía se entretuvo viéndose a sí misma fumar reflejada en el espejo al fondo de la sala abrumada por una espesa capa de humo. Los invitados fumaban mientras bailaban, mientras gritaban sobre la música, mientras bebían. Banderitas de México clavadas en plastilina y metidas en ceniceros decoraban el salón. Cadenas de papel de china verde, blanco y rojo colgaban sobre las paredes tapizadas de flores de lis.
Un borracho alto y pastoso, con el rostro enrojecido, los ojos hinchados y el pelo negro tieso de jalea, se desplomó junto a Lucía en el sillón e intentó abrazarla.
—No llevas ni media hora aquí y mira cómo te pones, Luis. Estás hasta atrás.
—Es que vengo de otro reven.
—Siempre estás hasta la madre. ¡Quítate!
Luis se rio y le susurró algo en el oído. Sus manos se resbalaron sobre las piernas de Lucía. Ella le dio un codazo.
—Pinche alcohólico —le dijo entre dientes.
—Ya estás muy jarra, maestro —intercedió un caballero anónimo con aire de intelectual por sus lentes cuadrados—. Sal a que te dé el aire.
—Por fin, alguien de categoría —dijo Lucía.
Luis hubiera querido defender su hombría, pero eso requería demasiado esfuerzo. Los imprecó en voz baja y se tambaleó hacia el otro extremo de la sala.
—¿Todo bien? —preguntó el intercesor.
—Sí, gracias. Es un pesado.
—Ricardo Mestre.
—Lucía Orozco.
—¡Ah, órale! No sabía que Adolfo tenía una hermana tan guapa. Y karateca.
—Acompáñame a la cocina —ordenó Lucía, extendiendo su mano para que él la levantara del sillón.
Ricardo la siguió.
En la cocina, dos sirvientas jóvenes, una cocinera y un mozo de edad madura surtían platones, acomodaban cajas de licor y preparaban comida. Lucía abrió las puertas dobles del refrigerador y revisó el interior.
—Vete al súper de volada, Agustín, y tráete más cervezas y más hielos. Pídele a Adolfo que te dé dinero. No te tardes.
—Sí, señorita.
—Zenaida, saca ya los chilaquiles porque se están poniendo demasiado jarras.
—Sí, señorita Lucía.
Adolfo Orozco apareció en la cocina. Su cuerpo se estremeció en un gran bostezo. Debajo de sus enormes ojos verdes asomaba un par de ojeras crepusculares. A excepción de sus ojos, todo en él era compacto: sus labios, el lunar perfectamente redondo que gravitaba junto a ellos, su pelo lacio y rubio a la altura del mentón y sus dientes patinados de nicotina. Sacó una botella de vodka Crystal del congelador, la destapó y le dio un trago.
—¿A poco no mi hermana es una reina, cabrón? Allí me la consientes. No me la vayas a mallugar demasiado —dijo Adolfo.
—Magullar —corrigió Ricardo.
—¿Qué? —dijo Adolfo.
—Se dice «magullar».
—Lo que tú digas, maextro, nomás no me la apachurres.
—Señor Adolfo, la señorita Lucía necesita que vaya por hielos y cervezas —dijo Agustín.
—¿Y a mí qué? —respondió Adolfo.
—Tú eres el empresario y la fiesta fue idea tuya, ¿no? —le contestó su hermana.
—Mi cartera está en unos pantalones que dejé encima de la cama. Tráemela, Agus —dijo Adolfo.
Ricardo aprovechó que Agustín salía de la cocina con dos cubetas repletas de cervezas para detenerle la puerta.
—¿Podemos salir al jardín? —le pidió a Lucía—. Me arden los ojos.
La noche era fría y húmeda. Dejaron sus caballitos de tequila encima del asador. Lucía sacó un cigarro. Él se lo encendió.
—¿Quién era el gañán que te estaba molestando? —le preguntó Ricardo.
—Luis Lombardo, un amigo de Adolfo.
—¿Lombardo de las distribuidoras?
—Ese.
Ricardo cambió de tema.
—¿Y tú vas a la uni? —preguntó Ricardo.
—Sí. A la Ibero.
—¿Qué estudias?
—Diseño Gráfico.
—Ah, mira. Yo soy arquitecto.
—Guau. Construyes casas.
—Más bien diseño espacios.
Desde la casa sonó una balada.
—¿Quieres bailar? —dijo él.
Lucía tomó un trago de tequila y lo miró con ojos pícaros.
—¿Aquí? No. Más bien tengo ganas de que me des un besito —le susurró al oído, exhalando un soplo de aliento perfumado de alcohol.
Independencia. Iniciativa. Imaginación.
—¿Un quequito?
—Sí. Así —lo rozó delicadamente con los labios entreabiertos. Acarició la nuca de Ricardo con las yemas de los dedos—. Mmm. Hueles a licor y tabaco —ronroneó Lucía.
Él se sumergió en esa fragancia a piel nueva y a pelo limpio de niña bien.
—Y tú hueles como a algodón de azúcar —dijo.
Lucía lo llevó a la biblioteca de su papá, en cuya puerta estaba pegado un aviso escrito a mano que decía «NI SE LES OCURRA ENTRAR». Al abrir la puerta, unas sombras se espantaron en la oscuridad. Era una pareja con la ropa torcida y los pelos alborotados.
—¿Qué no vieron el letrero? No pueden estar aquí —dijo Lucía.
La pareja salió apresuradamente.
Lucía rio, cerrando la puerta con botón. Ricardo podía distinguir su sonrisa coqueta a través de la luz amarillenta del alumbrado público.
—Qué hermosa eres —dijo Ricardo.
Se besaron y se tocaron durante un largo rato. Lucía lo miró a los ojos y pasó una mano fugaz por encima de la bragueta, electrificándolo. Esperó un instante y metió su mano por dentro del resorte de la trusa y lo acarició, posando su mirada en la cara felizmente alarmada de Ricardo. Él la sentó sobre el sobrio escritorio de caoba e intentó subirle la falda y bajarle las medias para perderse dentro de ella lo antes posible.
—Vámonos leve —dijo ella, frenándolo por la muñeca.
Lucía continuó sobándolo. «Siempre se tardan años», pensó.
—No me vayas a ensuciar —susurró.
Ricardo se vino sobre el escritorio. Limpió el semen deprisa con un pañuelo desechable y se dispuso a corresponderla, pero al cabo de un rato, ella le quitó la mano de su pubis húmedo.
—Vamos a tu recámara.
—Mis papás llegan mañana.
—Me voy temprano.
—Ya es temprano.
Ella le dio un beso mojado mientras se abotonaba la blusa. Tomó un post-it del escritorio, apuntó su teléfono y se lo pegó a Ricardo en el pecho.