Читать книгу 17 Instantes de una Primavera - Yulián Semiónov - Страница 10

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«¿Por quién me toman ellos?»

(La misión)

(Del expediente del partido del miembro del NSDAP desde 1933, Standartenführer SS Von Stirlitz, VI Sección de la Dirección de Seguridad: «Ario genuino. Carácter nórdico, sólido. Buenas relaciones con los compañeros de trabajo. Cumple su deber de forma intachable. Implacable con los enemigos del Reich. Excelente deportista: campeón de tenis de Berlín. Soltero; no tuvo relaciones comprometedoras. Condecorado por el Führer. Obtuvo felicitaciones por parte del Reichsführer SS…»)

Stirlitz llegó a su casa a las siete cuando apenas había empezado a oscurecer. Le gustaba esa época del año: casi no había nieve y, por las montañas, el sol alumbraba las cumbres de los pinos como si hubiera llegado el verano y fuera posible irse a Mogelsse y permanecer allí todo el día pescando o durmiendo en una silla plegable.

Aquí, en Babelsberg, muy cerca de Potsdam, vivía ahora solo en su pequeña villa. Su ama de llaves se había marchado la semana antes a Turingia, a las montañas, a la casa de su sobrina. La mujer no pudo soportar más las interminables incursiones aéreas: los nervios le fallaban.

La hija del dueño de la taberna «El Cazador» hacía ahora la limpieza. Era jovencita, muy despabilada y bella. «Debe ser de Sajonia —pensaba Stirlitz observando cómo la muchacha manejaba una gran aspiradora para limpiar la alfombra de la sala—. Tiene el cabello negro y ojos azules. Habla con acento berlinés, pero seguro que es de Sajonia».

Stirlitz miró su reloj pasado de moda y pensó: «Ya hay que cambiarlo. Si este ‘Longines’ se adelantara o atrasara, podría adaptarme a ello; pero a veces se atrasa y otras se adelanta. Muy mal, no sirve para nada».

—¿Qué hora es? —preguntó Stirlitz.

—Cerca de las siete…

Stirlitz sonrió: «Una niña feliz… Puede permitirse decir “cerca de las siete”. La gente más feliz de la tierra es la que puede manejar su tiempo sin temor a las consecuencias… Pero ella habla con acento berlinés, estoy seguro. Incluso con un poco del dialecto de Mecklemburgo…»

Al oír el ruido del automóvil que se acercaba, gritó:

—Niña, vete a ver quién ha llegado.

Oyó el sonido de la puetra al abrirse. La muchacha se asomó al pequeño despacho donde él estaba sentado junto a la chimenea, y dijo:

—Es un señor de la Policía.

Stirlitz se levantó, se estiró y fue a la antesala. Allí estaba el Unterscharführer SS con una gran cesta en la mano.

—Señor Standartenführer, su chofer ha enfermado y yo he venido a traerle su ración…

—Gracias —dijo Stirlitz—. Póngala en el refrigerador. La muchacha le ayudará.

No acompañó al Unterscharführer cuando abandonó la casa. No abrió los ojos hasta que la muchacha, que había vuelto al despacho silenciosamente, le dijo en voz baja desde la puerta:

—Si Herr Stirlitz desea, puedo quedarme también por la noche.

«Es la primera vez que la niña ve tanta comida —pensó—. Pobre niña».

Stirlitz se estiró de nuevo y contestó:

—No hace falta… Puedes coger la mitad del salchichón y el queso sin necesidad de eso…

—Oh, no, Herr Stirlitz —contestó ella—. No es por la comida…

—¿Estás enamorada, estás loca por mí? Sueñas con mi pelo canoso ¿verdad?

—Los hombres canosos son los que más me gustan en el mundo…

—Está bien, niña, seguiremos hablando de las canas… Después de que te cases. ¿Cómo te llamas?

—Marie. Ya le dije: Marie.

—Sí, sí, perdóname, Marie. María Magdalena. Todas vosotras, las pequeñas Marie, sois pecadoras ¿no? Coge el salchichón y deja de coquetear ¿Qué edad tienes?

—Diecinueve.

—Oh, una muchacha ya adulta ¿Hace mucho que llegaste de Sajonia?

—Sí. Desde que mis padres se mudaron para acá.

—Bien, Marie, vete a descansar. Temo que empezará el bombardeo y tendrás miedo de caminar cuando haya comenzado.

La muchacha se fue. Stirlitz cubrió las ventanas con cortinas peladas para que no se vieran las luces y encendió la lámpara de mesa. Se agachó junto a la chimenea y notó de repente que los leños habían sido colocados precisamente como a él le gustaba: formando un pocito, y la corteza de abedul estaba lista en un rústico platillo azul.

«No le hablé nunca de esto… O sí… Se lo dije. De todos modos la niña tiene memoria —pensó encendiendo la corteza—. Todos nosotros pensamos sobre los jóvenes como los maestros viejos. Visto desde fuera debe de ser muy ridículo. Yo mismo me he acostumbrado a considerarme un viejo: «cuarenta y cinco años…»

Esperó a que el fuego empezara a lamer con avidez los leños de abedul, se acercó a la radio y la encendió. Era una emisora de Moscú: estaban transmitiendo viejas romanzas. Stirlitz recordó la vez que Goering les había dicho a sus hombres del estado mayor: «No es patriótico escuchar la radio enemiga, pero a veces me gustaría tanto oír las tonterías que dicen de nosotros». Entonces fue cuando Stirlitz comprendió que Goering era un cobarde estúpido: la información de que él escuchaba la radio enemiga provenía de sus criados y de su chofer, reclutado por Müller. Si el «Nazi número 2» trataba de fabricar su coartada de esta manera, expresaba así su cobardía y su total inseguridad en el día de mañana. Stirlitz pensaba que no valía la pena ocultar que se escucha la radio enemiga. Al contrario, debería simplemente comentar adecuadamente las transmisiones del enemigo, ridiculizarlas y hacer bromas groseras. De seguro esto impresionaría más a Himmler, quien no se distinguía por ninguna sutileza excesiva de razonamiento.

La romanza terminó con una suave música de piano. La voz lejana del locutor moscovita (por lo visto, un alemán) comenzó a decir las frecuencias en que se transmitía la emisora los viernes y los miércoles. Stirlitz anotó las cifras: eran una clave para él. Lo había esperado ya durante seis días. Apuntaba las cifras en una columna alineada. Eran muchas, y el locutor, tal vez temiendo que no tuviera tiempo de anotarlas, las leyó nuevamente.

Y otra vez volvieron a escucharse las maravillosas romanzas rusas.

Stirlitz sacó del armario un tomito de Montaigne, tradujo las cifras en palabras y las relacionó con el código oculto entre las sabias verdades del grande y sereno pensador francés.

Después de descifrar el radiograma, quemó la hojita llena de cifras y palabras, mezcló la ceniza con las de la chimenea y tomó un poco más de coñac.

«¿Por quién me toman ellos? —pensó— ¿Por un genio o un todopoderoso? Es imposible…»

Le sobraban razones para pensar así. La orden que le habían transmitido a través de la radio moscovita decía:

«De Alex a Justas:

»De acuerdo con nuestros datos, en Suecia y Suiza fueron vistos altos oficiales del SD y la SS tratando de entrar en contacto con los agentes de los aliados. Particularmente en Berna los hombres del SD trataron de establecer contacto con la gente de Allen Dulles. Usted debe averiguar lo siguiente: qué significan estos esfuerzos 1) una desinformación, 2) una iniciativa personal de los altos jefes del SD, 3) el cumplimiento de una misión del centro.

»En caso de que estos funcionarios del SD y la SS cumplan una misión de Berlín, es necesario aclarar quién les encomendó esta misión. Más concretamente: quién, de entre los dirigentes máximos del Reich, busca contactos con Occidente.

»Alex».

…Seis días antes de que Stirlitz recibiera este mensaje cifrado, Stalin había leído los últimos informes de los agentes soviéticos. Llamó a su casa de campo al jefe de la inteligencia y le dijo:

—Solamente los principiantes en política pueden considerar que Alemania está definitivamente agotada y que, por lo tanto, no es peligrosa… Alemania es un resorte contraído hasta el límite, que debe y sólo puede ser vencida aplicando por ambos lados esfuerzos igualmente poderosos. En caso contrario, si la presión por un lado se convierte en apoyo, el resorte, al soltarse, puede asestar un golpe en dirección contraria. Será un golpe fuerte: primero, porque el fanatismo de los hitlerianos continúa siendo enorme, y segundo, porque el potencial militar de Alemania está lejos de agotarse. Por esta razón, todos los esfuerzos de un acuerdo entre los fascistas con los posibles antisoviéticos de occidente deben ser analizados por usted como tarea número uno. Naturalmente —continuó Stalin—, usted debe darse cuenta de que lo más probable es que las principales figuras que llevarían a cabo estas posibles negociaciones por separado serían los más cercanos colaboradores de Hitler que tengan autoridad en el aparato del partido y frente al pueblo. Estos colaboradores cercanos deben convertirse en objeto de su observación más atenta. Sin duda alguna, los colaboradores del tirano que está al borde de una derrota, van a traicionarlo para salvar sus vidas. Es un axioma en cualquier juego político. Si usted pierde de vista estos eventuales procesos, cargará con la culpa. La Checa es implacable —agregó Stalin, empezando a fumar sin prisa—. No sólo con los enemigos, sino también con quienes ofrecen a los enemigos una oportunidad para la victoria, con intenciones o sin ellas.

En algún sitio lejano comenzaron los aullidos de las sirenas de alarma aérea y en seguida los ladridos de los cañones antiaéreos. La planta eléctrica interrumpió el suministro de luz. Stirlitz permaneció durante largo rato junto a la chimenea observando cómo serpenteaban las llamitas azules sobre los tizones negros y rojos.

«Si cierro la chimenea —pensó perezosamente—, dentro de tres horas estaré dormido para siempre… Expiraré, por así decirlo, en paz…»

Esperó hasta que los tizones se pusieron totalmente negros, sin las serpenteantes llamitas azules. Después cerró el tiro de la chimenea, encendió la gran vela colocada en el cuello de una botella de champán y le maravilló el dibujo extraño de la cera en torno a la botella. Había encendido tantas velas ahí que la botella se había convertido en un recipiente raro, lleno de protuberancias, como las ánforas antiguas, pero blanco y rojo. Stirlitz encargaba especialmente velas de colores a sus amigos que viajaban a España, luego les regalaba estas extraordinarias botellas de cera.

Se oyeron cerca dos fuertes estampidos consecutivos.

«Bombas de explosión —determinó—. Buenas bombas. Los muchachos bombardean bien. Pero muy bien. Sería terrible que me mataran en los últimos días. Los nuestros no encontrarían ni las huellas. En general es asqueroso morirse en el anonimato. Sashenka —vio de pronto la cara de su mujer—. Sashenka madre y Sashenka hijo11… Ahora no puedo morirme. Hay que salir vivo a toda costa. Es más fácil vivir solo, porque no es tan terrible morir. Y después de ver a mi hijo, es monstruoso morir. Los idiotas escriben en sus novelas: ‘murió tranquilo en los brazos de sus seres queridos’. Nada hay más horrendo que morir en brazos de los hijos, verlos por última vez, sentirlos cerca y saber que uno se va para siempre, que es el final para uno y la oscuridad y la desgracia para ellos…»

Una vez, en una recepción de la Embajada soviética, en Unter den Linden, él y Schellenberg conversaron con un joven diplomático soviético. Sombríamente, como era habitual en él, escuchaba la discusión del ruso con el jefe de los servicios secretos políticos sobre el derecho del hombre a creer en amuletos, palabras mágicas u otras supersticiones, lo cual, según la expresión del secretario de la Embajada, eran «necedades de los salvajes». En esta alegre discusión, Schellenberg, como siempre, obraba con tacto, inteligencia y suavidad. Stirlitz se enfureció viendo cómo arrastraba al ruso a la disputa. «Lo ha provocado —pensó—. Quiere conocer al enemigo. Donde mejor se conoce el carácter de un hombre es en la discusión y Schellenberg sabe hacerlo como nadie».

—Si en este mundo todo está claro para usted —continuó Schellenberg— entonces, por supuesto, tiene derecho a rechazar la fe del hombre en la fuerza de un amuleto. Pero ¿resulta todo tan claro para usted? No es cuestión de ideología, sino de física, de química, de matemática…

—¿Qué físicos y qué matemáticos comienzan a solucionar un problema colgándose un amuleto en el cuello? —se acaloraba el secretario de la Embajada—. Eso no tiene sentido.

«Debió terminar con la pregunta —se dijo Stirlitz— pero no resistió y se contestó a sí mismo. En la discusión es importante preguntar, es ahí donde se ve al contra-agente. Además, siempre es más complicado responder que preguntar…»

—¿Y si el físico o el matemático se pone el amuleto, pero no lo dice? —preguntó Schellenberg— ¿O usted rechaza esa posibilidad?

—Sería ingenuo rechazarla. La categoría de posibilidad es la paráfrasis de la noción de perspectiva.

«Bien contestado —se dijo Stirlitz—. Ahora debería responder al golpe… Preguntar, por ejemplo: ¿No está usted de acuerdo? Pero no preguntó y otra vez ofreció la posibilidad de ser golpeado».

—¿Entonces es probable que el amuleto entre también en le categoría de la posibilidad? ¿O está usted en contra? —sonrió Schellenberg.

Stirlitz acudió en su ayuda.

—La parte alemana ha vencido en la discusión —afirmó—. Sin embargo, en aras de la verdad, debo decir que a las preguntas brillantes de Alemania, Rusia daba respuestas no menos brillantes. Hemos agotado el tema, pero no sé qué hubiéramos hecho si la parte rusa hubiese tomado la iniciativa en el ataque, haciendo preguntas…

«¿Entendiste, hermanito?» preguntaban los ojos de Stirlitz, y al ver cómo se hinchaban de repente los músculos faciales del diplomático ruso, se percató de que su lección había sido comprendida.

«No te irrites, querido amigo —pensó, mirando al muchacho que se alejaba—. Mejor que lo hiciera yo y no otro. Pero no tienes razón al hablar así de los amuletos. Cuando estoy muy mal y me lanzo al peligro con los ojos abiertos -y mis riesgos siempre son mortales- me pongo en el pecho un amuleto: el medallón donde guardo un mechón de pelo de Sashenka. Tuve que tirarlo porque era demasiado ruso y compré uno alemán, pesado, intencionalmente ostentoso, pero el mechón de pelo dorado y blanco de Sashenka está conmigo y es mi amuleto…»

Hacía veintitrés años, en Vladivostok, había visto a Sashenka por última vez, cuando fue a cumplir una tarea de Dzerzhinski dentro de la emigración blanca, primero a Shanghai y después a París. Pero, desde aquel día terrible, lejano y ventoso, su imagen vivía en él, convertida ya en parte de sí mismo, se había disuelto en él, era una parte de su propio yo…

Se acordó del inesperado encuentro con su hijo en Cracovia, ya casi de noche. Se acordó de la llegada de «Grishanchikov» a su hotel y de cómo hablaban en un susurro, con la radio puesta, y de lo atormentador que había sido alejarse del lado de su hijo que por la voluntad del destino había escogido también su camino. Stirlitz sabía que su hijo estaba ahora en Praga y que debía salvar esa ciudad de la explosión, de la misma forma en que él y el mayor Torbellino habían salvado Cracovia. Sabía lo sumamente difícil que le resultaba ahora llevar a cabo su tarea, pero comprendía también que cualquier esfuerzo por ver a su hijo —el viaje de Berlín a Praga sólo duraba seis horas— podía exponerlo al peligro…

Se levantó, y cogiendo la vela, se acercó a la mesa. Sacó varias hojas de papel y las extendió como los naipes de un solitario. En una de ellas dibujó un hombre gordo y alto. Quiso escribir abajo «Goering», pero se abstuvo. En la segunda hoja dibujó la cara de Goebbels, en la tercera un rostro duro con una cicatriz: Bormann. Después de reflexionar unos instantes, escribió en la cuarta hoja «Reichsführer SS». Era el cargo de su jefe, Heinrich Himmler.

Apartando las otras, Stirlitz acercó la hoja en que había dibujado a Goering y comenzó a trazar círculos y cuadrados sólo comprensibles para él. Los unió con líneas: dos gruesas, una fina y otra intermitente apenas visible.

…Si un agente se encuentra en el centro de acontecimientos importantísimos, debe ser un hombre infinitamente emocional, hasta sensitivo como un actor; pero tiene que cubrir por completo esta desnudez emocional con sangre fría y una lógica implacable.

En las noches en que, muy raras veces, Stirlitz se permitía sentirse como Isaiev, se entregaba a este tipo de razonamientos: ¿Qué significa ser un verdadero agente? ¿Reunir la información, procesar los datos objetivos y transmitirlos al centro para que se saquen conclusiones generales y se tomen decisiones? ¿O sacar sus propias conclusiones, ofrecer sus puntos de vista, proponer sus cálculos? Considerando que eres precisamente tú, tú el que siente exactamente lo que hay que esperar en el futuro, ¿tienes derecho tú, Maxim Isaiev, a influir en este futuro? La desgracia de la inteligencia, pensaba Isaiev, consiste en que la excesiva abundancia de información corriente oculta la perspectiva, la encubre, determina que las decisiones sean subjetivas, y no las consecuencias objetivas del análisis de la verdad, sea ésta siniestra o satisfactoria. Isaiev pensaba que si se le permitiera a la inteligencia ocuparse de la planificación de la política, podría resultar entonces que hubiera muchas recomendaciones y pocos datos. Isaiev creía que él, el agente, debía ser, ante todo, objetivo. Da malos resultados que la inteligencia esté totalmente subordinada a la línea política trazada de antemano: así le pasó a Hitler. Creía que la Unión Soviética era débil y no prestaba atención a las cautelosas opiniones de los militares: «Rusia no es tan débil como parece». Del mismo modo, está mal que la inteligencia se esfuerce por dominar la política. Lo ideal es que el agente entienda la perspectiva del desarrollo de los acontecimientos y ofrezca a los políticos varias soluciones posibles y, desde su punto de vista, razonables.

Un agente, pensaba Isaiev, tiene derecho a dudar de la infalibilidad de sus predicciones, pero hay algo a lo que no tiene derecho: a alejarse del método objetivo de investigación de la realidad.

Comenzando ahora el último análisis de aquel material que había podido reunir en todos estos años, Stirlitz debía sopesar todos sus «pro» y sus «contra». Se trataba del destino de millones de personas y de ningún modo podía equivocarse en ese análisis.


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11 Alexandr Isaiev, hijo de Stirlitz

17 Instantes de una Primavera

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