Читать книгу 17 Instantes de una Primavera - Yulián Semiónov - Страница 8
Оглавление12-II-1945 (18 h 38 min)
»—Pastor ¿qué cree usted que predomina en el ser humano, el hombre o la bestia?
»—Creo que en el hombre están equilibrados en partes iguales.
»—No puede ser.
»—Sólo puede ser así.
»—No.
»—De lo contrario, uno de los dos ya habría vencido al otro hace mucho tiempo.
»—Ustedes nos reprochan que apelamos a los bajos instintos y relegamos lo espiritual a un plano secundario. Lo espiritual es verdaderamente secundario. Lo espiritual crece como la masa de los panes con levadura.
»—¿Qué levadura es ésa?
»—La ambición. Lo que ustedes llaman lujuria, yo lo llamo un deseo sano de acostarse con una mujer y hacerle el amor. Ser el primero en el trabajo es una sana aspiración. Sin estas aspiraciones no habría sido posible el desarrollo de la Humanidad. La Iglesia ha hecho muchos esfuerzos para frenar ese desarrollo ¿Comprende usted a qué período de la Iglesia me refiero?
»—Sí, sí, por supuesto, lo conozco. Conozco perfectamente ese período, pero también conozco otras cosas. No veo la diferencia entre sus opiniones sobre el hombre y las que tiene el Führer.
»—¿De veras?
»—Sí. Él ve en el hombre una bestia ambiciosa. Sana, fuerte y ansiosa de ganarse el espacio vital.
»—No se imagina hasta qué punto está equivocado, porque el Führer no ve en cada alemán simplemente una bestia, sino una bestia rubia.
»—Pero usted ve en cada hombre una bestia en general.
»—Veo en cada hombre su procedencia. Y el hombre procede del mono. E1 mono es una bestia.
»—Aquí es donde divergen nuestras ideas. Usted cree que el hombre procede del mono, pero no ha visto el mono del que surgió el hombre, ni ese mono le ha dicho nada sobre el asunto. No lo ha palpado, no puede palparlo. Usted lo cree, porque esa creencia corresponde a su formación espiritual.
»—¿Acaso Dios le ha dicho que creó al hombre?
»—Por supuesto que no, nadie me ha dicho nada y no puedo demostrar la existencia de Dios. Es imposible de demostrar; sólo se puede creer en él. Usted cree en el mono, yo creo en Dios. Usted cree en el mono, porque ello se corresponde con su formación espiritual; yo creo en Dios, porque ello se corresponde con la mía.
»—Está usted tergiversando un poco las cosas. No creo en el mono. Creo en el hombre.
»—Que procede del mono. Usted cree en el mono, en el hombre. Yo creo en Dios, en el hombre.
»—Y ese Dios ¿está en cada hombre?
»—Por supuesto.
»—Pero ¿dónde está en el Führer? ¿Dónde está en Goering? ¿Dónde está en Himmler?
»—Es una pregunta difícil. Estamos hablando sobre la naturaleza humana. Claro que en cada uno de esos villanos se pueden encontrar las huellas del ángel caído. Pero, desgraciadamente, toda su naturaleza se sometió hasta tal punto a las leyes de la crueldad, necesidad, mentira, bajeza y violencia, que en ellos prácticamente no queda ya nada humano. Pero, en principio, no creo que el hombre, al nacer, traiga necesariamente consigo la maldición de su descendencia del mono.
»—¿Por qué la maldición de la descendencia del mono?
»—Hablo mi propio idioma.
»—Entonces ¿se puede aprobar la ley de Dios de aniquilar a los monos?
»—Probablemente no.
»—Constantemente evita usted, de una manera muy moral, contestar las preguntas que me atormentan. No me dice ni “sí” ni “no”, pero a todo hombre que busca la fe le gusta lo concreto: un solo “sí” y un solo “no”. Usted siempre ofrece “sí-no”, “mejor dicho, no”, y todos los matices semánticos del “sí”. Y esto es lo que odio profundamente; no tanto su método, como su práctica.
»—Usted desaprueba mi práctica. Está claro… Sin embargo, usted, de hecho, al fugarse del campo de concentración, se dirigió precisamente a mí. Sería interesante saber cómo lo explica.
»—Eso simplemente demuestra una vez más que en cada hombre, como usted dice, conviven lo divino y lo simiesco. Si en mí hubiera predominado lo divino, no me habría dirigido a usted. No me habría escapado, habría aceptado morir a manos de los verdugos de la SS y les habría ofrecido mi otra mejilla para despertar en ellos algo humano. Ahora bien, si usted hubiera caído en sus manos, me pregunto si habría ofrecido la otra mejilla o tratado de evitar el golpe.
»—¿Qué significa ofrecer la otra mejilla? De nuevo proyecta usted la alegoría bíblica sobre la maquinaria real del Estado nazi. Una cosa es poner la mejilla en la parábola que, como ya le he dicho, expresa una alegoría de la conciencia humana, y otra cosa es caer en manos de la maquinaria, que no te pregunta si ofreces o no la otra mejilla. Significa caer en una maquinaria que por principio, por su misma idea, carece de conciencia. Naturalmente que a una máquina, a una piedra en el camino o a una pared contra la que uno choca, no se les puede tratar como si se fuesen seres vivientes.
»—Pastor, me resulta embarazoso preguntárselo. Tal vez robe un secreto suyo, pero la señora Eisenstadt me dijo… Quizá lo dejó escapar sin darse cuenta, y no me atrevo a hacerle la pregunta… ¿Es cierto que, en una ocasión, fue detenido usted por la Gestapo?
»—¿Qué puedo responderle? Sí, estuve allí…
»—Comprendo. No quiere abordar el tema, porque es un problema delicado. Pero ¿no cree usted, pastor, que, después de la guerra, sus feligreses no le tendrán confianza?
»—Tantas personas han sido detenidas y encerradas en las cárceles de la Gestapo…
»—¿Y si alguien les dijera que su pastor era enviado como provocador a las celdas de los otros presos, que no regresaron? Los que sí volvieron, como usted, son pocos entre millones… Sus feligreses no lo creerán ¿A quién, entonces, predicará la verdad?
»—Por supuesto que empleando esos métodos se puede aniquilar a cualquiera. En ese caso, nada podría mejorar mi situación.
»—Entonces ¿qué?
»—Pues lo negaría. Lo negaría hasta más no poder, lo negaría hasta que me oyeran. Y si no me oyeran, me moriría interiormente.
»—Interiormente. O sea, que seguiría siendo un homhre vivo, de carne y hueso ¿no?
»—El Señor juzga. Si he de seguir así, seguiré siéndolo.
»—Su religión ¿se opone al suicidio?
»—Eso me impediría suicidarme.
»—¿Qué hará sin la posibiüdad de predicar?
»—Creeré sin predicar.
»—¿No ve usted otra salida: trabajar junto a todos?
»—¿Qué entiende por la palabra “trabajar”?
»—Cargar piedras para construir los templos de la Ciencia, por ejemplo.
»—Si un hombre que se ha graduado en Teología sólo puede servir a la sociedad cargando piedras, no tengo nada más que decirle. En ese caso, lo mejor es volver al campo de concentración e incinerarse en el crematorio…
»—Solamente le digo “en caso de”. Me interesa oír sus conjeturas, es decir, la proyección de sus ideas hacia el futuro.
»—¿Le parece a usted que un hombre que se dirige a los feligreses con un mensaje espiritual es sólo un vago y un charlatán? ¿No cree que realiza un trabajo? Para usted, el trabajo es cargar piedras, pero yo creo que el trabajo espiritual no sólo debe ser considerado como cualquier otro trabajo, sino que es particularmente importante.
»—Soy periodista, y mis artículos fueron sometidos al ostracismo por los nazis y por la Iglesia ortodoxa.
»—Fueron condenados por la Iglesia ortodoxa por la sencilla razón de que usted interpretaba al hombre de manera incorrecta.
»—Yo no interpretaba al hombre. Mostraba el mundo de ladrones y prostitutas que vivían en los tugurios de Bremen y Hamburgo. El Estado de Hitler lo calificó de calumnia vil a la raza superior, mientras que la Iglesia lo calificó de calumnia al hombre mismo.
»—No les tenemos miedo a las verdades de la vida.
»—¡Sí que les tienen! Yo mostraba cómo esa gente trataba de acudir a la Iglesia y cómo la Iglesia los rechazaba. Hasta los feligreses los rechazaban, y el pastor no podía oponerse a ello.
»—Por supuesto que no. No lo critico a usted por decir la verdad. No lo critico porque haya mostrado esa verdad. Tenemos opiniones distintas en lo que respecta a los pronósticos del futuro del hombre.
»—Pastor ¿no le parece que sus respuestas no son las de un pastor, sino las de un político?
»—Lo que pasa es que usted me juzga según sus propios patrones. Me ve en una sola dimensión política. De igual modo se podría ver en la regla logarítmica un objeto para clavar clavos. Con la regla es posible hacerlo, porque tiene longitud y una masa conocida. Pero esa es su décima o vigésima función. Lo que importa es que con su ayuda se pueden hacer cálculos y no sólo clavar clavos.
»—Pastor, le estoy haciendo preguntas, pero usted me clava a mí los clavos sin contestarme. Muy hábilmente, me hace pasar de ser quien plantea las preguntas a ser quien las contesta. ¿Por qué dice usted que está fuera del combate cuando participa en él?
»—Es cierto. Estoy en el combate y, efectivamente, estoy en guerra, pero yo lucho contra la guerra misma.
»—Usted discute de modo muy materialista.
»—Discuto con un materialista.
»—Entonces ¿puede usted combatirme con mis propias armas?
»—Me veo obligado a hacerlo.
»—Escuche… En nombre del bien de sus feligreses, necesito que se ponga en contacto con mis amigos. Le daré sus direcciones. Le confiaré la dirección de mis camaradas… Pastor, usted no traicionará a los inocentes…»
Cuando acabó de oír la grabación, Stirlitz se levantó rápidamente y se alejó hacia la ventana para no enfrentar la mirada del que ayer había pedido ayuda al pastor y ahora sonreía maliciosamente escuchando su voz, tomando coñac y fumando ávidamente.
—¿No tenía cigarros el pastor? —preguntó Stirlitz sin volver la cabeza.
Estaba junto a la enorme ventana, que ocupaba toda la pared, y veía cómo los cuervos se peleaban en la nieve disputándose el pan. El guardián recibía ración doble de comida, y le gustaban mucho las aves. No sabía que Stirlitz pertenecía al SD, y estaba completamente convencido de que la villa era propiedad de homosexuales o magnates financieros: nunca había estado en ella una sola mujer, y cuando se reunían hombres, hablaban en voz baja, y sus comidas y bebidas eran exquisitas. Casi siempre norteamericanas y de primera calidad.
—Sí, allí sufría mucho por falta de tabaco… El viejo hablaba en exceso, y estuve a punto de ahorcarme por no poder fumar.
El agente se llamaba Klaus. Lo habían reclutado dos años antes. Él mismo lo había pedido: el ex-corrector ansiaba sensaciones fuertes. Trabajaba artísticamente, desarmando a sus interlocutores con la sinceridad y brusquedad de sus opiniones. Se le permitía hablar de todo, pero su trabajo debía dar resultados y ser rápido. Stirlitz, que había estudiado bien a Klaus, le tenía más miedo en cada nueva entrevista.
«¿No estará enfermo? —pensó una vez—. La sed de traición es también una especie de enfermedad. Es curioso: Klaus de ninguna manera se ajusta a Lombroso5. Es más terrible que todos los criminales que he visto, pero parece tan decente y encantador…»
Stirlitz volvió a la mesa, se sentó frente a Klaus y le sonrió.
—Bien —dijo—, entonces ¿está usted seguro de que el viejo le arreglará los contactos?
—Sí, ese problema está resuelto. Me encanta trabajar con intelectuales y curas ¿Sabe? es tremendo ver cómo un hombre va a la muerte. A veces me gustaría decirle a alguno: «¡Detente, tonto! ¿A dónde vas?»
—Creo que no vale la pena hacerlo —dijo Stirlitz—. Sería poco razonable.
—¿No tendrá usted conservas de pescado? Me vuelvo loco si no como pescado. Es el fósforo ¿sabe? Las células nerviosas lo exigen…
—Le conseguiré buenas conservas de pescado ¿Cuáles quiere?
—Me gustan en aceite.
—Entiendo… ¿De qué producción? ¿Nuestra o…?
—«O» —se rió Klaus—. Aunque no sea patriótico, me gustan mucho las comidas y bebidas de Norteamérica y Francia…
—Le conseguiré una caja de genuinas sardinas francesas. El aceite es de oliva, muy picante… Un montón de fósforo… ¿Sabe? ayer examiné su expediente…
—Pagaría lo que fuera por verlo, aunque fuese con un solo ojo…
—No crea que es tan interesante… Cuando usted habla, se ríe o se queja de dolor de hígado, es impresionante si tenemos en cuenta que ha llevado a cabo hace poco una ardua operación… Sin embargo, su expediente es aburrido: informes y más informes. Todo se ha mezclado: sus denuncias, las denuncias contra usted. No, no es interesante… Lo curioso es otra cosa: calculé que, según sus informes, y gracias a mi iniciativa, fueron arrestadas noventa y siete personas… Nadie dijo nunca nada sobre usted. Nadie. Y en la Gestapo los «trabajan» con bastante dureza…
—¿Por qué me habla de eso?
—No lo sé… Trato de analizar… ¿Le dolió alguna vez cuando era detenida la gente que albergaba?
—¿Usted qué cree?
—No lo sé.
—Tampoco yo… Creo que me sentía fuerte al enfrentarme a ellos… Me interesaba la lucha… Lo que les ocurría después, no lo sé… ¿Qué nos ocurriría después a nosotros, a todos nosotros?
—Es verdad —convino Stirlitz.
—Después de nosotros, el diluvio… Además, nuestra gente es cobarde, baja, ávida, delatora. Todos son así. Es imposible ser libre entre esclavos… Entonces ¿no es mejor ser el más libre entre los esclavos? Todos estos años he gozado de total libertad espiritual…
Stirlitz preguntó:
—Dígame ¿quién visitó al pastor anteayer por la noche?
—Nadie…
—Alrededor de las nueve…
—Se equivoca —dijo Klaus—. En todo caso, de los suyos no vino nadie. Yo estaba allí completamente solo.
—Tal vez visitaron al pastor… Mis hombres no pudieron ver sus caras.
—¿Vigilaban ustedes la casa?
—Por supuesto. Todo el tiempo… Entonces ¿está usted seguro de que el viejo trabajará para usted?
—Sí, en general tengo vocación de oposicionista, de tribuno, de líder. La gente se somete a mi empuje y a la lógica del razonamiento…
—Bien. Es usted estupendo, Klaus. Pero no se jacte en exceso. Ahora, vayamos al trabajo… Durante varios días vivirá usted en una de nuestras casas… Después le espera un trabajo serio, que no tiene relación conmigo…
Stirlitz decía la verdad. Los colegas de la Gestapo habían pedido prestado a Klaus por una semana. En Colonia habían sido capturados dos «pianistas»6 rusos en pleno trabajo, junto al receptor. Como no hablaban, había que mandar a la celda de ellos a un hombre adecuado. Imposible encontrar uno mejor que Klaus. Stirlitz había prometido buscarlo.
—Tome una hoja de papel de la carpeta gris —dijo Stirlitz— y escriba lo siguiente: ¡Standartenführer! Estoy terriblemente cansado. Mis fuerzas están al borde del agotamiento. He trabajado honradamente, pero no puedo más. Quiero descansar…
—¿Para qué todo eso? —preguntó Klaus, firmando la carta.
—Creo que no le vendría mal irse por una semana a Innsbruck —contestó Stirlitz, alargándole un fajo de billetes—. Allí funciona un casino, y las jóvenes esquiadoras, como siempre, se deslizan por las montañas. Sin esta carta no podré conseguirle una semana de felicidad.
—Gracias —respondió Klaus—, pero tengo bastante dinero…
—Nunca está de más ¿Sí o no?
—Claro que no —convino Klaus, guardándose el dinero en el bolsillo trasero del pantalón—. Dicen que ahora cuesta mucho curar la gonorrea… —Se rió.
—Trate de recordarlo otra vez: ¿no lo vio nadie en casa del pastor?
—No tengo nada que recordar. Nadie me vio…
—Me refiero incluso a nuestra gente.
—Es posible que me hayan visto si vigilaban la casa, pero no lo creo… No vi a nadie…
Stirlitz recordó que, una semana antes, él mismo lo había vestido de presidiario, antes de fabricar el espectáculo de hacer desfilar a los presos a través de la aldea donde ahora vivía el pastor Schlag. Recordó la cara de Klaus en aquella ocasión: sus ojos eran un poema de bondad y valor; se había hecho cargo del papel que debía desempeñar. Entonces, Stirlitz le había hablado de modo diferente; era un santo el que estaba sentado junto a él en el automóvil: la cara luminosa, la voz afligida y precisa que usaba para pronunciar cada una de sus palabras.
—Esta carta la echaremos mientras nos dirigimos hacia su nueva casa —dijo Stirlitz—. Escriba otra al pastor, para no despertar sospechas. Intente escribirla usted mismo. No le molestaré, voy a hacer más café.
Klaus cogió una hoja de papel.
—La honradez supone la acción —comenzó a leer, sonriendo—. La fe está basada en la lucha. La plática de la honradez, unida a la inacción total, es una traición a los feligreses y a sí mismo. El hombre puede perdonarse su propia falta de acción, pero la posteridad, jamás. Por eso no puedo perdonarme mi inacción. Es peor que la traición. Me voy. Justifíquese si puede. Que Dios le ayude.
— ¿Qué tal está? ¿Bien?
—Magnífico. Dígame ¿juega usted a sí mismo?
—Naturalmente. Vivo miles de años, pues trabajando con uno y otro hombre, juego a mí mismo; no al que está sentado delante de usted, sino a uno distinto, desconocido para mí mismo, sorpresivo, guapo, valiente, fuerte…
—¿Nunca ha intentado escribir?
—No. Si pudiera, tal vez me habría convertido… —Klaus calló de pronto y miró furtivamente a Stirlitz.
—Continúe, muchacho… Hablamos con sinceridad ¿no es cierto? ¿Ha querido usted decir que si pudiera escribir tal vez empezaría a trabajar para nosotros?
—Algo por el estilo.
—No por el estilo —rectificó Stirlitz—, sino precisamente ¿no es así?
—Sí.
—¡Muy bien! ¿Qué sentido tiene mentirme? No tiene sentido alguno. Tome su whisky y vayámonos. Ya ha oscurecido y creo que pronto empezarán los bombardeos.
—¿Está lejos la casa?
—En el bosque, a diez kilómetros. Allí hay tranquilidad, dormirá hasta mañana…
Ya en el automóvil, Stirlitz preguntó:
—¿Dijo algo sobre el ex canciller Brüning?
—Lo puse en mi informe. —En seguida se encerró en sí mismo—. Temí apretar demasiado…
—Actuó bien… ¿Tampoco habló de Suiza?
—Tampoco.
—Bien. Lo abordaremos por otro lado. Lo importante es que estuviera de acuerdo en ayudar a un comunista ¡Vaya un pastor!
Stirlitz mató a Klaus de un tiro en la sien. No le dijo —como suele ocurrir en las películas— por qué lo mataba ni en nombre de quién. Estaban en la orilla del lago cuando la aviación aliada comenzó el bombardeo. Era una zona prohibida, pero Stirlitz sabía exactamente que se encontraba a dos kilómetros de un puesto de guardia. Durante el bombardeo no se oyó el golpe seco del disparo de pistola. Calculó que Klaus caería directamente al agua, desde una plataforma de hormigón donde antes se pescaba, y que no quedarían huellas de sangre en el lugar. De todos modos, esto no era importante: por la noche llovía y nevaba, y no era comprometedor que, de momento, hubieran rastros de sangre.
Klaus cayó al agua como un saco. Stirlitz arrojó la pistola al lugar donde había caído el cuerpo. La versión del suicidio por agotamiento nervioso había sido elaborada de modo convincente (las cartas fueron escritas por el mismo Klaus). Luego se quitó los guantes y se dirigió a su automóvil a través del bosque. Estaba a cuarenta kilómetros de Am Dorf. Allí vivía el pastor Schlag. Stirlitz calculó que estaría en su casa dentro de una hora. Lo había previsto todo, incluyendo la posibilidad de la coartada del tiempo…
Del Centro a Justas:
¿Sabe algo de los contactos nazis con los diplomáticos occidentales en Estocolmo? Si lo sabe, ¿de qué se trata? ¿Qué puede decirnos de Kleist, colaborador de Ribbentrop?
De Justas al Centro:
En mi opinión, por ahora son imposibles los contactos serios de los nazis con el Occidente. Según orden de Hitler, el Reichsführer SS Himmler declaró que castigaría con la pena de muerte a todos los traidores que trataran de establecer contacto con los aliados. El doctor Kleist es un confidente de la Gestapo en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Como se ha podido averiguar, en el pasado no tuvo ninguna relación seria con Occidente. Su misión en Estocolmo estaba relacionada con problemas de protocolo, y, de acuerdo con mis datos, no se le ha ordenado establecer relaciones con los aliados.
Justas.
Ernst Kaltenbrunner, jefe del Servicio de Seguridad del Reich (SD), hablaba con fuerte acento vienés, lo cual, y él lo sabía, irritaba al Führer y a Himmler. Por ello, durante algún tiempo recibió clases de un famoso fonetista, para aprender el genuino Hochdeutsch7, pero sin éxito: amaba a Viena, vivía de Viena y no lograba imponerse hablar en Hochdeutsch ni siquiera una hora al día, para sustituir su dialecto vienés alegre, aunque en verdad, algo vulgar. Últimamente, Kaltenbrunner había dejado de imitar a los alemanes y hablaba con todos del modo en que debía hablar: en vienés. Con los subordinados ni siquiera hablaba el vienés, sino un dialecto de Innsbruck. Los austríacos de las montañas hablaban de una manera totalmente distinta y a veces le gustaba a Kaltenbrunner desconcertar a sus colaboradores, quienes temían preguntar el significado de una palabra incomprensible para ellos y se sentían extremadamente confusos, desorientados.
—No Siblitz, sino Stirlitz —rió, al teléfono, Kaltenbrunner—. Creo que en el personal no hay ningún Siblitz, y sus agentes no me interesan. Sí, por favor, y, de ser posible, rápido. Gracias. Lo espero.
Miró al Gruppenführer SS Müller, jefe de la Gestapo, y dijo:
—No quisiera despertar en usted la maligna quimera de las sospechas en relación a unos compañeros de partido y lucha común, pero los hechos dicen lo siguiente: Primero: Stirlitz, aunque de manera indirecta, tiene algo que ver con el fracaso de la operación en Cracovia. Estaba allí, pero la ciudad, por una extraña conjunción de circunstancias, quedó intacta, cuando debió haber estallado. Segundo: investigaba la desaparición de una V-2, pero no la encontró; lo cierto es que desapareció, y ruego a Dios que se haya hundido en los pantanos de Vístula y Visloca… Tercero: también ahora se ocupa de varios problemas relacionados con el arma de la venganza, y aunque por ahora no se puede hablar de fracasos, tampoco vemos éxitos, ni avances, ni evidentes victorias. Ocuparse de los problemas no sólo significa detener a los descontentos. También significa ayudar a los que razonan con precisión y con vistas al futuro… Cuarto: el transmisor portátil que, a juzgar por la clave, trabajaba para el servicio de espionaje estratégico de los bolcheviques, y del que se ocupaba Stirlitz, sigue funcionando en los alrededores de Berlín. Me sentiría feliz, Müller, si usted de inmediato, sin esperar a que nos traigan sus papeles, pudiera refutar mis sospechas. Simpatizo con Stirlitz, y me gustaría que usted desmintiera con pruebas documentadas estas sospechas que me han surgido de improviso.
Müller había trabajado toda la noche, le zumbaba la cabeza, y respondió sin sus toscas bromas habituales.
—Nunca he recibido información negativa sobre él. En nuestro trabajo nadie está asegurado contra errores y fracasos.
—O sea ¿le parece que mi error es enorme?
En la pregunta de Kaltenbrunner había acentos duros, que Müller, a pesar del cansancio, supo captar.
—Bueno… —replicó, titubeando— Cuando aparece una sospecha, debe analizarse desde todos los ángulos, si no, ¿para qué sirve mi departamento? Podrían considerarnos vagos, que intentan evadir el frente ¿Tiene algunos hechos más? —preguntó Müller.
Kaltenbrunner tosía y se tapaba la boca con la mano. El tabaco le hizo toser durante largo rato, su cara se tornó azul, y las venas del cuello se le hincharon y amorataron.
—¿Qué quiere que le diga? —dijo, secándose las lágrimas—. No sé qué decirle… Pedí que se grabaran sus conversaciones con mi gente durante varios días. Los que gozan de mi plena confianza hablan abiertamente sobre lo trágico de la situación, la estupidez de nuestros militares, el cretinismo de Ribbentrop, el idiota de Goering y la terrible suerte que nos espera a todos si los rusos entran en Berlín… En cambio, Stirlitz responde: «Tonterías, todo va bien, la situación es normal…». El amor a la patria y al Führer no consiste en mentir ciegamente a los compañeros de trabajo… Me pregunto si no será un idiota. Tenemos a muchos estúpidos que repiten sin pensar los galimatías de Goebbels. Pero no, no es un idiota ¿Por qué, entonces, no es sincero? Desconfía de todos, o teme o planea algo y quiere que lo vean inmaculadamente puro ¿Qué es lo que planea? Todas sus operaciones deben tener una salida al extranjero, hacia los neutrales… Me pregunto: ¿regresaría de allí? Y si volviera ¿no se ligaría allá con la oposición o con otros canallas? Y no puedo contestarme exactamente en sentido positivo o negativo…
Müller preguntó:
—¿Quiere ver su expediente o me lo llevo?
—Lléveselo —respondió Kaltenbrunner con astucia, pues ya había tenido tiempo de estudiar todos los materiales—. Tengo que ir a ver al Führer en seguida. Müller miró a Kaltenbrunner interrogativamente. Esperaba que le diera noticias frescas del Bunker8, pero Kaltenbrunner no dijo nada. Tiró de la gaveta inferior de la mesa, sacó una botella de «Napoleón», acercó la copa a Müller y le preguntó:
—¿Ha bebido mucho?
—Nada en absoluto.
—¿Y por qué tiene los ojos enrojecidos?
—No he dormido. Mucho trabajo en Praga. Nuestros hombres están vigilando a las organizaciones clandestinas. En las próximas semanas ocurrirán allí cosas interesantes.
—Krüger será una gran ayuda para usted. Es un magnífico funcionario, aunque de poca imaginación. Tome el coñac, esto le levantará el ánimo.
—Al contrario, el coñac me deprime. Me gusta el vodka.
—Este no lo deprimirá —sonrió Kaltenbrunner— Prosit9
Se lo bebió de un golpe, y la nuez de Adán le subió rápidamente, como la de un alcohólico.
«Lo hace bien —pensó Müller, bebiéndose lentamente su coñac—. Seguro que ahora se servirá la segunda copa».
Kaltenbrunner encendió los fuertes y baratos «Karo» y preguntó:
—¿Otra?
—Gracias —dijo Müller—. Con mucho gusto. Es bueno de verdad este coñac.
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5 Cesare Lombroso (1835-1909): psiquiatra y criminalista italiano, precursor de la llamada corriente antropológica en el Derecho criminal burgués. N. del T.
6 Radioescuchas. N. del T.
7 Alemán literario. N. del T.
8 Refugio subterráneo de Hitler. N. del T.
9 ¡Salud!. N. del T.