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Tres

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Mi bisabuela materna, refranera y gaditana, era hija de un ingeniero belga que había venido para construir las primeras líneas del ferrocarril y se quedó aquí para siempre, así que además del altivo moño, lucía ella un hermoso apellido extranjero terminado en equis y un acento andaluz que no llegó a perder en la vida.

Esta señora rubia me mira desde una foto sepia junto a un militar de empenachado ros y mostacho claro de puntas retorcidas, con muchas condecoraciones en el pecho. Mi madre solía enseñarme esa foto y repetirme muy ufana lo guapos que eran sus abuelos: «Hay que ver lo guapos que eran tus bisabuelos».

Se encargó la abuela de llevar la casa de su hijo Mariano al enviudar este de su mujer Margarita, «que pasaba las horas muertas tocando el arpa y era frágil, delicada y rubia, un poco extranjera pues había nacido en San Juan de Luz». Margarita y Mariano se casaron muy jóvenes y muy felices, él recién ganada la plaza de juez, mas al nacer su primera hija, a Margarita se le marchó lejos la razón; los médicos no supieron curarla ni acertaron siquiera a explicarse su mal. Si había enfermado por un parto, concluyeron, otro parto le devolvería la salud, y así Margarita padeció hasta seis embarazos más en busca de su imposible curación; cinco hijas y dos hijos que iban pasando directamente a manos de una colección de amas de cría bajo la estricta supervisión de su suegra. Muchos años después, Margarita, tras un penoso internamiento, murió en el frenopático de Cádiz.

Mi madre y sus hermanas jamás hablaban de la enfermedad de la madre, guardando en silencio el gran secreto de los Rodrigo.

Mayo del cuarenta y cinco

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