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Siete

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Al nacer me querían llamar Fernanda; Fernanda o Soledad. Soledad por la Virgen de la Soledad de la Paloma, tan de Madrid, tan castiza, y también por mi madrina Soledad; Fernanda por el santo del día, 30 de mayo, san Fernando, con ese calor de Madrid cuando la primavera ya se instala y entra por los balcones y lo inunda todo.

Al final, ni lo uno ni lo otro, pues al nacer era tan parecida a mi padre —solo me faltaba el bigote— que mi madre al verme se echó a llorar y dijo: «Ay, Gerardo, es igualita a ti, solo le falta el bigote, a mí no se parece nada, que al menos lleve mi nombre». Y, por eso, ni Soledad ni Fernanda.

Me contaron que se barajó también la posibilidad de llamarme Juana por mi abuelo Juan. Cuentan que arranqué a andar en su funeral, avanzando temblona y por primera vez en solitario por el pasillo de la iglesia, entre el olor a cirio y a incienso y el asombro de los llorosos parientes, de fondo las retahílas del cura y el jolgorio de los monaguillos. «Vaya susto me diste, y tu padre muerto de risa en el funeral de su padre»; la propuesta de llamarme Juana, al parecer, quedó en nada.

Rogad a Dios en caridad por el alma de Don Juan García, Jefe de Administración de Primera clase con ascenso, del Cuerpo de Correos, que falleció en Madrid el 8 de septiembre de 1946, a los 64 años de edad.

He visto muchas fotos del abuelo Juan en mi bautizo —fue mi padrino—, un señor muy orondo con una impecable chaqueta tan blanca como su pelazo, que miraba con aire satisfecho a esa recién nacida envuelta en lazos y organdí, también con mucho pelo y los ojos muy abiertos. Me miraba, quién sabe si orgulloso, sin sospechar que los días de vida que estrenaba esa niña eran la cuenta atrás de la suya.

Mayo del cuarenta y cinco

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