Читать книгу Engaños - Харлан Кобен - Страница 10

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El vídeo no duraba mucho.

Lily apenas llevaba un momento sobre el regazo de «Joe» cuando él se levantó, a la vez que la cargaba en brazos y la sacaba fuera del plano. La grabación se interrumpió treinta segundos después, cuando el detector de movimiento desconectó la cámara.

Y eso era todo.

Cuando la cámara reemprendió la grabación, Isabella y Lily llegaban desde la cocina y se ponían a jugar, igual que habían hecho tantas otras veces. Maya avanzó la imagen a alta velocidad, pero el resto del día era prácticamente como cualquier otro. Isabella y Lily. Ni rastro de ningún marido muerto, ni de nadie más.

Rebobinó el vídeo y lo visualizó una segunda vez, y luego una tercera.

—¡Libro!

Era Lily, que se estaba impacientando. Maya se giró hacia su hija y se quedó pensando cómo preguntárselo:

—Cariño —dijo, muy despacito—, ¿has visto a papi?

—¿Papi?

—Sí, Lily. ¿Has visto a papi?

Lily de pronto se puso triste.

—¿Dónde papi?

Maya no quería entristecer a su hija, pero por otra parte aquello era un giro de guion muy inesperado. ¿Cómo afrontarlo? Maya no sabía qué hacer. Puso el vídeo una vez más y se lo enseñó a Lily. Lily observó, absorta. Cuando Joe apareció en la imagen, ella exclamó, encantada:

—¡Papi!

—Sí —dijo Maya, mientras intentaba sofocar el dolor que le provocaba el entusiasmo de su hija.

—¿Has visto a papi?

—¡Papi! —dijo ella, señalando la pantalla.

—Sí, ese es papi. ¿Estuvo aquí ayer?

Lily no entendía lo que quería decir. Maya intentó mostrarse animada, intentó que pareciera un juego, o algo alegre, y no un recurso desesperado, pero o su lenguaje corporal no la acompañaba o su hija era más intuitiva de lo que ella se imaginaba.

—Mami, para.

«La estás poniendo triste».

Maya sonrió fingiendo una alegría que no sentía y levantó a su hija en brazos. Se la llevó al piso de arriba, riendo y bailando todo el rato, hasta que le pareció ver que no quedaba en el rostro de su hija ni rastro del mal trago pasado abajo. La dejó sobre la cama y encendió el televisor. En Nick Jr. daban Bubble Guppies, uno de los programas favoritos de Lily, y sí, Maya se había jurado no usar la televisión como niñera —todos los padres se hacen ese juramento y nunca lo cumplen—, pero por recurrir a ella como medio de distracción por unos minutos tampoco pasaba nada.

Maya se fue corriendo al vestidor de Joe y, una vez en la puerta, vaciló. No lo había abierto ni una vez desde su muerte. Era demasiado pronto. Aunque ahora, claro, no había tiempo para dudas. Aprovechando que Lily tenía los ojos pegados a la pantalla, Maya abrió la puerta del vestidor y encendió la luz.

A Joe le encantaba la ropa y la cuidaba con el mismo mimo que Maya... bueno, que Maya cuidaba sus pistolas. Todos sus trajes estaban colgados uno a ocho centímetros del otro, exactamente. Las camisas de vestir estaban ordenadas por colores. Los pantalones estaban colgados de esas perchas con pinza que los agarran del dobladillo, nunca doblados de modo que quedaran arrugas.

A Joe le gustaba comprarse la ropa él mismo. No solía gustarle nada de lo que pudiera regalarle Maya, con una excepción: una camisa de sarga cepillada de color verde bosque que había comprado en una tienda en línea llamada Moods of Norway. Esa camisa, a menos que le hubiera engañado la vista —lo cual ahora mismo le parecía bastante posible— era la que «Joe» llevaba en aquel vídeo. Sabía exactamente dónde la guardaba.

Y allí no estaba.

Una vez más, no se le escapó ningún grito, ningún gemido. Pero ahora lo tenía claro. Alguien había entrado en casa. Alguien había estado en el vestidor de Joe.

Diez minutos más tarde, Maya vio llegar a la única persona que podía darle respuestas inmediatas.

Isabella.

Isabella había estado allí el día anterior, supuestamente vigilando a Lily, de modo que, al menos en teoría, debía de haber visto cualquier cosa extraña, como por ejemplo que el difunto marido de Maya hubiera entrado a hurgar en su vestidor o a jugar con su hija.

Desde la ventana del dormitorio, Maya observó a Isabella, que se acercaba a la puerta. Intentó escrutar a la niñera como lo haría con un enemigo. No parecía ir armada con otra cosa que no fuera su bolso, aunque desde luego allí dentro podía llevar un arma. Llevaba el bolso bien agarrado, como si temiera que alguien pudiera arrebatárselo, pero así era como lo llevaba siempre.

Isabella no era una persona especialmente afable, excepto —claro— con quien más importante era que lo fuera: con Lily. Le tenía un gran cariño a Joe, como suele pasar con los empleados fieles, que sienten devoción por su benefactor, y solo toleraba a Maya, a la que seguramente consideraría una intrusa. Es algo que también suele verse en los empleados fieles. Se muestran más reservados y distantes con los extraños que con sus jefes ricos.

¿No tenía Isabella un aspecto algo más hosco de lo habitual?

Resultaba difícil de decir. Isabella siempre parecida recelosa, con esa mirada esquiva, su gesto inmutable, su escaso lenguaje corporal. Pero, en esa ocasión, más aún... ¿O sería todo cosa de la imaginación de Maya, que ya estaba desbocada, y le nublaba el juicio?

Isabella usó su llave para abrir la puerta de atrás. Maya se quedó en el piso de arriba, esperando.

—¿Señora Burkett?

Silencio.

—¿Señora Burkett?

—Enseguida bajamos.

Maya cogió el mando a distancia y apagó de golpe la televisión. Esperaba que Lily protestara, pero no lo hizo. Lily había oído la voz de Isabella y ya quería bajar a verla. Maya cogió a Lily en brazos y bajó las escaleras.

Isabella ya estaba frente al fregadero, lavando una taza de café. Se giró al oír los pasos. Sus ojos encontraron los de Lily, solo los de Lily, y aquella expresión distante e inmutable dio paso a una sonrisa. Era una bonita sonrisa, pensó Maya, pero ¿era quizá algo más tensa de lo habitual?

Ya basta.

Lily estiró los brazos en dirección a Isabella. Esta cortó el agua, se secó las manos con un trapo y se acercó a la niña, estirando los brazos a su vez y haciendo un ruidito de arrullo, al tiempo que flexionaba los dedos como diciendo «dame, dame».

—¿Cómo estás, Isabella? —preguntó Maya.

—Bien, señora Burkett, gracias.

Isabella fue a agarrar a Lily y, por un momento, Maya sintió la tentación de apartar a su hija. Eileen le había preguntado si confiaba en esa mujer. Todo lo que podía confiar en alguien que se quedaba con su hija, le había respondido. Pero ahora, después de lo que había visto en la cámara de seguridad...

Isabella le quitó a Lily de las manos. Maya la dejó. Y sin una palabra más, Isabella se fue al salón con Lily. Ambas se sentaron en el sofá.

—¿Isabella?

Isabella levantó la mirada, como sorprendida, con una sonrisa petrificada en el rostro.

—¿Sí, señora Burkett?

—¿Podemos hablar un momento?

Ella tenía a Lily sobre el regazo.

—¿Ahora?

—Sí, por favor —respondió Maya, con un tono de voz que a ella misma le pareció raro—. Querría enseñarte una cosa.

Con delicadeza, Isabella dejó a Lily sobre el cojín de al lado. Le dio un libro de páginas de cartón, se puso en pie y se alisó la falda. Se acercó a Maya lentamente, casi como si esperara recibir un golpe.

—¿Sí, señora Burkett?

—¿Ayer vino alguien a casa?

—No sé muy bien qué quiere decir.

—Quiero decir —repitió Maya, sin alterar el tono de voz— si ayer hubo alguien en casa, aparte de ti y Lily.

—No, señora Burkett. —De nuevo aquel gesto inmutable—. ¿A quién se refiere?

—A cualquiera. ¿Entró Héctor, por ejemplo?

—No, señora Burkett.

—Así que no vino nadie.

—Nadie.

Maya miró el ordenador, y luego volvió a mirar a Isabella.

—¿Tú saliste en algún momento?

—¿Si dejé la casa?

—Sí.

—Lily y yo fuimos al parque a jugar. Lo hacemos todos los días.

—¿Saliste de la casa en algún otro momento?

Isabella levantó la vista, como si intentara recordar.

—No, señora Burkett.

—¿No saliste sola en ningún momento?

—¡¿Sin Lily?! —dijo, cogiendo aire, como si fuera la mayor ofensa posible—. No, señora Burkett, por supuesto que no.

—¿No la dejaste sola en ningún momento?

—No entiendo.

—Pues es una pregunta muy simple, Isabella.

—No entiendo nada de todo esto —agregó Isabella—. ¿Por qué me hace estas preguntas? ¿No le gusta cómo trabajo?

—No he dicho eso.

—Yo nunca dejo a Lily sola. Nunca. Quizá cuando se echa una siesta en el piso de arriba, que bajo a limpiar un poco...

—No es eso lo que quiero decir.

Isabella se la quedó mirando, escrutándole el rostro.

—¿Entonces qué quiere decir?

No había motivo para retrasar más aquello.

—Quiero enseñarte algo.

El ordenador portátil estaba sobre la isla de la cocina. Maya lo cogió, e Isabella se acercó.

—Tengo una cámara instalada en el salón —dijo. Isabella parecía perpleja—. Me la dio una amiga —añadió Maya, a modo de explicación, aunque en realidad... ¿Por qué tenía que darle explicaciones?—. Graba lo que pasa en casa cuando yo no estoy.

—¿Una cámara?

—Sí.

—Pero yo nunca he visto una cámara, señora Burkett.

—Se supone que no debe verse. Es una cámara oculta.

Isabella se giró y miró hacia el salón.

—Una cámara de vigilancia —prosiguió Maya—. ¿Sabes ese marco nuevo que tenemos en el estante?

Isabella miró en dirección a la estantería.

—Sí, señora Burkett.

—Eso es una cámara.

—¿Así que me estaba espiando?

—Estaba vigilando a mi hija —aclaró Maya.

—Pero no me lo dijo.

—No, no lo hice.

—¿Por qué no?

—No hay motivo para que te pongas a la defensiva.

—¿No? —respondió Isabella, alzando el tono—. No confiaba en mí.

—¿Tú lo harías?

—¿Qué?

—No se trata de ti, Isabella. Lily es mi hija. Soy responsable de su bienestar.

—¿Y piensa que lo mejor que puede hacer por ella es espiarme?

Maya amplió la pantalla e hizo avanzar el vídeo.

—Hasta esta mañana, pensé que no serviría para mucho.

—¿Y ahora?

Maya giró la pantalla para que Isabella la viera.

—Mira.

Maya no se molestó en ver el vídeo otra vez. Ya lo había visto suficientes veces. Se concentró en el rostro de Isabella y buscó en él señales de tensión o de engaño.

—¿Qué se supone que tengo que ver?

Maya miró a la pantalla. El falso Joe acababa de salir del plano, después de bloquear la cámara.

—Tú mira.

Isabella entrecerró los ojos. Maya intentó mantener una respiración regular. Dicen que nunca sabes cómo reaccionará la gente cuando tiran una granada. La hipótesis siempre es esa: estás con tus compañeros de armas de pie, y de pronto tiran una granada al suelo. ¿Quién huye? ¿Quién se cubre? ¿Quién se tira sobre ella y se sacrifica? Puedes intentar predecirlo, pero hasta que no tiran la granada, no tienes ni idea.

Maya había demostrado su valor ante sus compañeros repetidamente. Sabían que bajo la presión del combate podría mantener la calma y la serenidad. Era una líder, y había mostrado esas cualidades una y otra vez.

Lo curioso era que esa capacidad de liderazgo y templanza no la mostraba en la vida real. Eileen le había hablado de su hijo pequeño, Kyle, que era tan ordenado y responsable en la guardería de Montessori y, en cambio, era un caos en casa. A Maya le sucedía algo parecido.

Así que mientras miraba, con Isabella, cómo «Joe» entraba en pantalla y se ponía a Lily sobre el regazo, al ver que la expresión facial de Isabella no cambiaba, Maya sintió que algo en su interior se venía abajo.

—¿Y bien?

Isabella la miró.

—¿Bien, qué?

Algo hizo «clic» en el interior de la cabeza de Maya.

—¿Qué quieres decir?

Isabella se encogió, como asustada.

—¿Cómo explicas eso?

—No sé qué quiere decir.

—Deja de jugar conmigo, Isabella.

Isabella dio un paso atrás.

—No entiendo qué quiere decir.

—¿Has visto el vídeo?

—Claro.

—Así que has visto a ese hombre, ¿no?

Isabella no dijo nada.

—Has visto a ese hombre, ¿no?

Isabella seguía sin decir nada.

—Te he hecho una pregunta, Isabella.

—No sé qué quiere de mí.

—Lo has visto, ¿verdad?

—¿A quién?

—¿Cómo que a quién? ¡A Joe! —Maya se echó sobre ella y la agarró de las solapas—. ¿Cómo demonios entró en casa?

—¡Por favor, señora Burkett! ¡Me está asustando!

Maya cogió a Isabella del brazo y tiró de ella.

—¿No has visto a Joe?

Isabella la miró a los ojos.

—¿Usted sí? —preguntó, en voz baja, prácticamente en susurros—. ¿Me está diciendo que ha visto a Joe en ese vídeo?

—Tú... ¿no?

—Por favor, señora Burkett —dijo Isabella—. Me está haciendo daño.

—Espera, ¿me estás diciendo...?

—¡Suélteme!

—Mami...

Era Lily. Maya miró a su hija. Isabella aprovechó aquella distracción para zafarse y se llevó la mano a la garganta, como si la hubiera ahogado.

—No pasa nada, cariño —le dijo Maya a Lily—. No pasa nada.

Isabella, que actuaba como si estuviera recuperando el aliento, dijo:

—Mami y yo estábamos jugando, Lily.

Lily se las quedó mirando.

Isabella seguía con la mano derecha sobre el cuello, frotándoselo con una teatralidad exagerada. Maya se giró hacia ella, e Isabella levantó la mano izquierda, enseñándole la palma, para indicarle que parara.

—Quiero respuestas —dijo Maya.

Isabella asintió.

—Vale —respondió—. Pero primero necesito un vaso de agua.

Maya dudó un momento, y luego se volvió hacia el fregadero. Giró el grifo, abrió un armario y cogió un vaso. Pero, de pronto, una idea le atravesó la mente.

Eileen había sido la que le había dado la cámara.

Maya se quedó pensando en eso mientras llenaba el vaso con agua del grifo. Se giró hacia Isabella, y entonces oyó aquel extraño silbido.

Maya gritó de dolor. Era como si la hubieran quemado con un hierro candente, como si alguien le hubiera lanzado un puñado de esquirlas de cristal a los ojos. Las rodillas le fallaron y cayó al suelo.

Aquel silbido.

En algún lugar impreciso de su mente, más allá del dolor, más allá de la agonía, encontró la respuesta.

Isabella le había rociado el rostro con algún aerosol.

Gas pimienta.

El gas pimienta no solo quema los ojos, sino que inflama las membranas mucosas de la nariz, la boca y los pulmones. Maya intentó aguantar la respiración para que no le entrara en los pulmones, intentó parpadear frenéticamente para que las lágrimas se llevaran el líquido irritante. Pero de momento no encontraba alivio.

No podía moverse.

Oyó que alguien corría, y luego una puerta que se cerraba. Isabella se había ido.

—¿Mami?

Maya había conseguido llegar al baño.

—Mami está bien, cariño. Hazme un dibujo, ¿vale? Yo voy enseguida.

—¿Isabella?

—Isabella también está bien. Volverá enseguida.

El efecto del gas pimienta le duró más de lo que pensaba. La rabia le quemaba por dentro, tanto como la irritación le quemaba los ojos. Los primeros diez minutos los pasó completamente incapacitada, indefensa. Al final el dolor y las náuseas empezaron a desaparecer y Maya recuperó el aliento. Se lavó los ojos con agua y la piel con lavaplatos. Y luego se riñó a sí misma. Darle la espalda al enemigo... eso era de principiante.

¿Cómo podía haber sido tan tonta?

Estaba furiosa, sobre todo consigo misma. Incluso había empezado a creerse la actuación de Isabella, que no supiera nada de todo aquello. Así que había bajado la guardia. Solo un segundo. Y ahora pagaba las consecuencias.

¿Es que no había visto una y tantas veces que el mínimo descuido, la pérdida de concentración de apenas un segundo, podía costar vidas? ¿No había aprendido la más obvia de las lecciones?

Eso no volvería a pasar.

Vale, ya estaba bien de autoflagelarse.

Era el momento de recordarlo, aprender y seguir adelante.

¿Y ahora qué?

La respuesta era bastante obvia. Darse otros cinco minutos, recuperarse del todo. Y luego ir en busca de Isabella y hacerla hablar.

Sonó el timbre.

Maya se aclaró los ojos una vez más y se dirigió a la puerta.

Se planteó si debía coger primero una pistola —y dejar de correr riesgos— pero enseguida vio que era el agente Kierce.

Cuando abrió la puerta el policía se la quedó mirando.

—¿Qué demonios le ha pasado?

—Me han rociado con gas pimienta.

—¿Perdón?

—Isabella. Mi niñera.

—¿En serio?

—No, soy una gran actriz de comedia. No hay nada para animar al público como los chistes sobre niñeras que te tiran gas pimienta a los ojos.

Roger Kierce paseó la mirada por la casa antes de volver a fijarla en Maya.

—¿Por qué?

—Vi algo en mi cámara de vigilancia.

—¿Tiene una cámara oculta?

—Pues sí. —De nuevo pensó en Eileen, que se la había dado y le había dicho incluso dónde debía ponerla—. Está en un marco digital.

—Dios mío. ¿Y ha... visto que Isabella le hiciera algo a...?

—¿Qué? —respondió. Pero por supuesto, era normal que el policía hubiera sacado esa conclusión—. No, no es eso.

—Entonces no sé muy bien si lo entiendo.

Maya no sabía muy bien cómo explicarlo, pero sabía que cuanto más clara fuera desde el principio, menos problemas tendría a largo plazo.

—Será más fácil enseñárselo.

Se dirigió hacia el ordenador, que seguía en la cocina. Kierce la siguió. Parecía confuso. Bueno, pues si estaba confundido, en unos momentos iba a estarlo mucho más.

Maya giró la pantalla hacia él. Movió la flechita del cursor, apretó el botón de puesta en marcha y esperó.

Nada.

Comprobó el puerto USB.

La tarjeta SD había desaparecido.

Buscó por la isla y por el suelo. Pero ya sabía lo que había pasado.

—¿Qué? —preguntó Kierce.

Maya respiró hondo varias veces. Debía mantener la calma y adelantarse dos o tres pasos, como cuando estaba en una misión. No puedes ponerte a disparar al SUV negro sin ton ni son. Tienes que medir tu respuesta. Necesitas contar con todos los datos posibles antes de hacer cualquier movimiento repentino que pueda cambiarte la vida.

Sabía cómo sonaría aquello. Si le soltaba lo que había visto en la grabación, sin más, Kierce pensaría que era una lunática. Lo cierto era que ahora que lo repasaba mentalmente parecía en efecto una locura. Aún había rastros de gas pimienta en la cocina. ¿Qué era lo que había ocurrido realmente? ¿Estaba segura de que no se le había ido la cabeza?

Tenía que ir despacio.

—¿Señora Burkett?

—Le he dicho que me llame Maya.

La prueba que confirmaba aquella aseveración tan increíble —la tarjeta SD— había desaparecido.

Isabella se la había llevado. Y probablemente lo mejor fuera que Maya se ocupara de eso personalmente. Pero al mismo tiempo, si hacía eso, si no se lo decía al agente y luego se sabía...

—Se la debe de haber llevado Isabella.

—¿Llevarse? ¿El qué?

—La tarjeta SD.

—¿Después... de rociarla con gas pimienta?

—Sí —dijo Maya, haciendo grandes esfuerzos por resultar creíble.

—De modo que le dispara el gas pimienta, se hace con la tarjeta de vídeo y luego... ¿huye?

—Sí.

Kierce asintió.

—¿Y qué es lo que había en la tarjeta?

Maya miró hacia el salón. Lily estaba muy concentrada intentando hacer un puzle gigante de cuatro piezas.

—Vi un hombre.

—¿Un hombre?

—Sí, en el vídeo. Y tenía a Lily sentada sobre las rodillas.

—Vaya —exclamó Kierce—. Supongo que sería un desconocido, ¿no?

—No.

—¿Usted lo conoce?

Ella asintió.

—¿Quién era?

—No me creerá. Pensará que son imaginaciones mías, y es comprensible.

—Pruebe.

—Era Joe.

Kierce tuvo el detalle de no poner caras raras, de no mirarla como si fuera la persona más loca de la historia de la humanidad.

—Ya veo —dijo, manteniendo la compostura él también—. ¿Así que era una grabación antigua?

—¿Perdón?

—Era algo que usted grabó cuando Joe estaba vivo y quizá, no sé, pensó que había grabado encima, o...

—Antes del asesinato no tenía la cámara oculta.

Kierce se quedó allí mirándola.

—El registro de fecha decía que la grabación era de ayer —añadió Maya.

—Pero...

Silencio. Y luego:

—Usted sabe que eso no es posible.

—Lo sé —dijo Maya.

Se quedaron mirándose el uno al otro. No tenía sentido intentar convencerlo, así que Maya cambió de tema:

—¿Por qué ha venido?

—Necesito que venga a comisaría.

—¿Por qué?

—No puedo decírselo. Pero es muy importante.

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