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Una semana más tarde, el Buick Verano volvía a estar ahí.

Maya regresaba a casa tras un día demasiado largo de lecciones de vuelo. Estaba cansada y hambrienta, y lo único que quería era llegar a casa y mandar a Isabella a la suya. Pero ahí estaba otra vez aquel maldito Buick rojo.

¿Qué debía hacer?

En el momento en el que empezó a analizar las opciones posibles, el Buick giró y desapareció. ¿Otra coincidencia, o es que el conductor se había dado cuenta de que iba a casa? Maya apostaba por lo segundo.

Cuando llegó a casa vio al hermano de Isabella, Héctor, esperando junto a su camioneta. Normalmente acompañaba a Isabella a casa después de acabar su trabajo de jardinero.

—Hola, señora Burkett.

—Hola, Héctor.

—Ya he acabado con los parterres de flores —dijo, subiéndose la cremallera de la sudadera. Con capucha y todo, por si no hacía suficiente calor—. ¿Le gusta?

—Están estupendos. ¿Podría pedirte un favor?

—Por supuesto.

—La casa de mi hermana necesita un repaso. ¿Crees que podrías cortar la hierba y hacer un poco de limpieza? Te lo pagaría, por supuesto.

Héctor parecía algo incómodo. La familia solo trabajaba para los Burkett. Eran ellos los que les pagaban el sueldo.

—Primero lo hablaré con Judith —añadió Maya.

—Entonces sí, claro, será un placer.

Maya se acercó a la puerta y en ese momento le sonó el teléfono. Era un mensaje de texto de Alexa:

El sábado hay fútbol. ¿Vendrás?

Tras el incidente con el entrenador Phil, la semana anterior, había ido buscando excusas para no ir a verlos. Aunque supiera que no tenía ningún fundamento, la acusación de Eddie la había dejado intranquila. Sabía que eso de «la muerte te persigue» no era más que una ocurrencia irracional. Pero quizá un padre tuviera derecho a ser irracional en lo relativo a sus hijos... aunque de ser así, solo estaría justificado por un tiempo.

Años atrás, cuando nació Daniel, Claire y Eddie nombraron a Maya tutora de Daniel, primero, y luego de ambos, en el caso improbable de que les pasara algo a los dos. Pero incluso en aquel momento, antes incluso de que Claire pudiera imaginarse lo mal que iban a ir las cosas, se había llevado a Maya aparte y le había dicho:

—Si me ocurriera algo a mí, Eddie no sería capaz de cargar con todo.

—¿Por qué dices eso?

—Es un buen hombre. Pero no es fuerte. Tienes que estar ahí, pase lo que pase.

No tuvo que añadir «Prométemelo» ni nada parecido. Claire lo sabía. Y Maya lo sabía. Maya se hizo cargo y se tomó en serio la preocupación de su hermana, y decidió que obedecería los deseos de Eddie durante un breve período de tiempo, aunque no para siempre.

Respondió al mensaje:

Mecachis. No puedo. Voy fatal de trabajo. ¿Nos vemos pronto? Beso.

Maya siguió avanzando hacia la puerta trasera, pero al mismo tiempo le vino a la mente aquel día en el Campamento Arifjan, en Kuwait. Era mediodía en la base, las cinco de la mañana en casa, cuando recibió la llamada.

—Soy yo —dijo Joe, con la voz rota—. Tengo malas noticias.

«Qué curioso —pensó en ese breve momento, antes de que su mundo se cayera a pedazos— estar al otro lado de la línea telefónica, por decirlo así». Esas llamadas tan duras siempre habían sido al revés: las malas noticias partían de Oriente Próximo y viajaban al oeste, hacia los Estados Unidos. Por supuesto, ella no era la que hacía las llamadas. Había todo un protocolo. Un oficial de notificación de decesos —sí, eso existía— se lo comunicaba a la familia en persona. Vaya trabajito. Nadie se presentaba voluntario para algo así. Eran voluntarios forzosos, tal como solían decir ellos. El oficial de notificación de decesos se ponía su traje de gala, se subía al coche con un sacerdote y llamaba a tu puerta, con el guion memorizado.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó a Joe.

Silencio. El peor silencio de su vida.

—¿Joe?

—Es Claire —dijo, y Maya sintió que algo en su interior se desmoronaba.

Abrió la puerta trasera. Lily estaba en el sofá, pintando algo con un lápiz verde. No levantó la vista al entrar su madre, pero no pasaba nada. Lily era una niña con una capacidad de concentración asombrosa. Y ahora la tenía toda puesta en el dibujo. Isabella se levantó despacio, como si temiera despertarla, y cruzó la sala.

—Gracias por quedarte hasta tan tarde —dijo Maya.

—No hay problema.

Lily levantó la vista y les sonrió. Ambas sonrieron y la saludaron con la mano.

—¿Qué tal el día?

—Una maravilla —dijo Isabella, mientras miraba a Lily con una sonrisa complacida—. No se ha dado ni cuenta.

Isabella solía decir eso cada día, o algo parecido.

—Nos vemos por la mañana —respondió Maya.

—Sí, señora Burkett.

Maya se sentó junto a su hija y, en ese momento, oyó el sonido de la camioneta de Héctor alejándose. Vio las fotografías que iban pasando en el marco digital/cámara espía, consciente de que estaba grabando todos sus movimientos. Comprobaba lo registrado casi todos los días, solo por asegurarse de que Isabella no estuviera... Bueno, ¿qué podía estar haciendo? En cualquier caso, las imágenes siempre eran bastante anodinas. Maya nunca se quedaba mirando cuando salía ella jugando con su hija. Le producía una sensación extraña. Por otra parte, ya le resultaba rara de por sí la idea de tener una cámara de vigilancia, era como si tuviera que comportarse de un modo diferente solo por eso. ¿Dictaba, en parte, la cámara sus interacciones con Lily? Sí, probablemente.

—¿Qué estás dibujando? —preguntó Maya.

—¿No lo ves?

—No —respondió, mirando las líneas irregulares.

Lily parecía ofendida. Maya se encogió de hombros.

—¿No me lo puedes decir?

—Dos vacas y una oruga.

—¿La vaca es verde?

—Esa es la oruga.

Afortunadamente para ella, en aquel momento sonó el teléfono. Miró la pantalla y vio que era Shane.

—¿Qué tal lo llevas? —le preguntó Shane.

—Bien.

Silencio. Pasaron tres segundos antes de que Shane volviera a hablar.

—Me empiezan a gustar estos silencios incómodos —dijo Shane—. ¿Tú qué dices?

—Sí, son geniales. ¿Qué hay de nuevo?

Se conocían demasiado para eso del «qué tal lo llevas». No formaba parte de su léxico habitual.

—Tenemos que hablar —dijo él.

—Pues habla.

—Voy a tu casa. ¿Tienes hambre?

—La verdad es que no.

—Puedo comprar una pizza buffalo chicken en el Best of Everything.

—¡Maldita sea, ya estás tardando!

Colgó. En el campamento Arifjan había la opción de comer pizza en casi cada comida, pero la salsa sabía a kétchup aguado y la masa tenía la consistencia de la pasta de dientes. Desde su regreso a casa, tenía debilidad por una pizza de masa fina y crujiente, y en ningún sitio las hacían mejor que en Best of Everything.

Cuando Shane llegó, se sentaron los tres en la mesa de la cocina y engulleron la pizza. A Lily le encantaba Shane. A los niños, en general, les encantaba Shane. Eran los adultos los que no se llevaban tan bien con él. Tenía ese punto raro, ese estoicismo que desconcertaba a la mayoría, a los que necesitaban que la gente guardara las apariencias y sonriera constantemente. Shane no soportaba la charla insustancial ni todas esas tonterías de la sociedad moderna.

Cuando acabaron la pizza, Lily insistió en que fuera Shane y no Maya quien la llevara a la cama. Shane protestó:

—Pero es que leerte es muy aburrido.

Lily se partió de la risa al oír eso. Lo cogió de la mano y se puso a tirar de él hacia las escaleras.

—¡No, por favor! —rogó Shane, lloriqueando y tirándose al suelo. Lily se rio y siguió tirando de él. Shane no dejó de protestar todo el camino. Lily tardó diez minutos en llevarlo hasta el piso de arriba. Cuando llegaron al dormitorio, Shane le leyó un cuento y Lily se durmió tan rápido que Maya se preguntó si no le habría administrado un Stilnox.

—Caray, qué rápido —dijo, al verlo bajar.

—Era parte de mi plan.

—¿Qué plan?

—Que tirara de mí escaleras arriba. Así la he agotado.

—Muy listo.

—La verdad es que sí.

Cogieron un par de cervezas frías de la nevera y se dirigieron al patio. Ya era de noche. La humedad resultaba sofocante, pero después de soportar el calor de desierto mientras cargas con un equipo de veinte kilos, la verdad es que no hay ningún tipo de calor que te preocupe demasiado.

—Bonita noche —observó Shane.

Se sentaron junto a la piscina y bebieron. Había algo en el ambiente, una especie de sensación inquietante, y a Maya no le gustaba nada.

—Para ya —le dijo.

—¿Que pare qué?

—Me estás tratando como a una...

—¿Como a una...?

—Como a una viuda. Para.

Shane asintió.

—Ya, vale. Perdona.

—Bueno, ¿y de qué me querías hablar?

Él le echó un trago a la cerveza.

—Puede que no sea nada.

—¿Pero...?

—Corre por ahí un informe de inteligencia. —Shane seguía en el ejército, y dirigía la jefatura local de la policía militar—. Parece que Corey Rudzinski podría haber regresado a los Estados Unidos.

Shane se quedó esperando a que reaccionara. Maya dio un buen trago a su cerveza y guardó silencio.

—Creemos que cruzó la frontera canadiense hace dos semanas.

—¿Han emitido orden de detención en su contra?

—Oficialmente, no.

Corey Rudzinski era el fundador de CoreyTheWhistle, el sitio web donde los delatores podían publicar información de forma confidencial, con la intención de revelar las actividades ilegales del Gobierno y de las grandes empresas. Aquella historia sobre el alto cargo de un gobierno sudamericano que había cobrado sobornos de las compañías petrolíferas salió a la luz por una filtración a CoreyTheWhistle. El caso de corrupción policial con correos electrónicos racistas se conoció a través de CoreyTheWhistle. El trato abusivo a prisioneros en Idaho, el accidente nuclear silenciado en Asia, el caso de la contratación de prostitutas por parte de las fuerzas de seguridad. Detrás de esas noticias, siempre está CoreyTheWhistle.

Y, por supuesto, la muerte de civiles a causa de una piloto de helicóptero del ejército que se excedió en el ejercicio de sus funciones.

Pues sí, exacto.

Todas esas «primicias» habían sido por cortesía de los soplones de Corey.

—¿Maya?

—Ya no me puede hacer ningún daño.

Shane ladeó la cabeza.

—¿Qué?

—Nada.

—No puede hacerme daño —aclaró—. Ya emitió la grabación.

—No toda.

Maya dio un trago a la cerveza.

—No me importa, Shane.

—Vale —dijo él, recostándose en la silla—. ¿Por qué crees que no lo hizo?

—¿Que no hizo el qué?

—Emitir el audio.

Aquello era algo que la obsesionaba más de lo que Shane podía imaginar.

—Es un delator —añadió Shane—. ¿Por qué no iba a emitirlo?

—No lo sé.

Shane se quedó mirando a otro lado. Maya conocía aquella mirada.

—Supongo que tienes una teoría, claro —dijo ella.

—Pues sí.

—Quiero oírla.

—Corey se lo ha guardado para usarlo en el momento adecuado —dijo Shane.

Ella frunció el ceño.

—Primero llama la atención de la prensa con la primera noticia. Y luego, cuando necesita algo nuevo, más publicidad, publica el resto.

Maya meneó la cabeza.

—Es un tiburón —agregó Shane—. Y los tiburones necesitan comer constantemente.

—¿Eso qué quiere decir?

—Para que su sitio web tenga éxito, Corey Rudzinski no solo necesita cargarse a los que él considera corruptos, sino que tiene que hacerlo de modo que le dé la máxima publicidad.

—Shane...

—¿Sí?

—No me importa, de verdad. Ya no estoy en el ejército. Es más... no soy más que una viuda. Deja que haga lo que quiera.

Se preguntó si Shane se habría tragado su bravata, pero... tampoco es que él supiera toda la verdad, ¿no?

—Vale. —Shane se acabó su cerveza—. ¿Y ahora me vas a contar qué es lo que pasa realmente?

—¿Qué quieres decir?

—Hice la comprobación que me pediste, sin preguntarte nada.

Maya asintió.

—Gracias.

—No estoy aquí para que me lo agradezcas, ya lo sabes.

Lo sabía.

—Haciendo eso he roto mi juramento. Básicamente iba en contra de la ley. Eso lo sabes, ¿verdad?

—Déjalo, Shane.

—¿Tú sabías que Joe corría peligro?

—Shane...

—¿O en realidad eras tú el objetivo?

Maya cerró los ojos un momento. Todos aquellos sonidos volvían a su cabeza como un vendaval.

—¿Maya?

Abrió los ojos y se giró hacia él lentamente.

—¿Tú confías en mí?

—No me insultes. Tú me salvaste la vida. Eres la mejor soldado, la más valiente que conozco.

Ella negó con la cabeza.

—Los mejores y los más valientes volvieron a casa en una caja.

—No, Maya. No es así. Pagaron el precio más alto, eso sí. En su mayoría fueron los más desafortunados. Eso lo sabemos los dos. Simplemente estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado.

Era cierto. No es que los combatientes más competentes tuvieran más posibilidades de supervivencia. Era una ruleta rusa. La guerra nunca es una meritocracia, en lo referente a las víctimas.

La voz de Shane era como una caricia en la oscuridad:

—Vas a intentar arreglar esto sola, ¿verdad?

Ella no respondió.

—Vas a intentar acabar con los asesinos de Joe por tu cuenta.

No era una pregunta. El silencio flotó en el ambiente un rato, como la humedad.

—Si necesitas ayuda, cuentas conmigo. Eso lo sabes, ¿verdad?

—Sí —dijo ella—. ¿Tú confías en mí, Shane?

—Plenamente.

—Pues no te preocupes más.

Shane apuró su cerveza y se dirigió a la puerta.

—Necesito una cosa más —dijo Maya, entregándole un trozo de papel.

—¿Qué es esto?

—La matrícula de un Buick Verano rojo. Necesito saber a quién pertenece este coche.

Shane hizo una mueca.

—No te preguntaré por qué lo necesitas —dijo—. Sería un insulto para los dos. Pero es el último regalito que te hago.

La besó en la frente, como si fuera su padre, y se marchó.

Maya fue a ver cómo dormía su hija, y luego recorrió el pasillo, intentando no hacer ruido, y se fue al gimnasio de alta tecnología que se había construido Joe en casa. Hizo un poco de ejercicio ligero —sentadillas, presses de banco, curls— y luego se subió a la cinta de correr. Aquella casa siempre le había parecido demasiado grande, demasiado elegante. Ella no venía de una familia pobre, desde luego, pero toda aquella riqueza no iba con ella. Maya no se sentía cómoda en aquel lugar, nunca lo había estado, pero los Burkett eran así: ninguno de ellos se alejaba mucho de la familia, simplemente ampliaban su zona de influencia.

Acabó sudando bastante. El ejercicio siempre le hacía sentir mejor. Cuando acabó, se puso una toalla alrededor del cuello y cogió una Bud helada. Se puso la botella contra la frente. La sensación de frío resultaba muy agradable.

Movió el ratón, despertando al ordenador, y abrió el navegador. Introdujo la URL del sitio web CoreyTheWhistle y esperó a que se cargara. Otras páginas parecidas como WikiLeaks tenían diseños muy austeros, monocromáticos, sin demasiados adornos. Pero Corey había optado por algo más estimulante, más vistoso. Su lema, escrito en varias fuentes tipográficas que se alternaban en la parte superior de la pantalla, era simple y directo: «Nosotros hacemos saltar la noticia. La reacción tiene que venir de la gente». Había muchos colores, vistas preliminares de los vídeos. Y mientras algunos de sus competidores evitaban las hipérboles, Corey recurría a un vocabulario lo más llamativo posible: «Los 10 modos como te controla el Gobierno. ¡Con el 7 vas a flipar!», «Wall Street va a por tu dinero... y no te imaginas lo que sucede después». «¿Crees que la policía te protege? Piénsatelo dos veces». «Matamos a civiles. Por qué nos odian los generales del alto mando». «Veinte indicios para saber que tu banco te está robando». «Los hombres más ricos del mundo no pagan impuestos. Cómo hacerlo tú también». «¿A qué déspota te pareces más? Descúbrelo con este test».

Maya abrió el archivo de grabaciones y encontró el viejo vídeo. No estaba segura de por qué había recurrido al sitio de Corey para buscarlo. En YouTube había una docena de versiones. Podría haberlo buscado ahí, sin más, pero por algún motivo le pareció que lo mejor era ir a la fuente.

Alguien le había soplado a Corey Rudzinski lo que había empezado siendo una misión de rescate. Cuatro soldados, entre ellos tres que Maya conocía y apreciaba, habían sido asesinados en una emboscada en Al Qa’im, no muy lejos de la frontera entre Siria e Irak. Dos seguían vivos, pero estaban inmovilizados por el fuego enemigo. Un SUV negro se les acercaba para rematarlos. Maya y Shane, que volaban a toda velocidad en un helicóptero ligero MH-6 Little Bird, habían oído la llamada de socorro de los dos soldados supervivientes. Por la voz, parecían jovencísimos, estaban aterrados, y Maya supo al momento que los cuatro que ya habían muerto habrían tenido aquella misma voz.

Cuando tuvieron el objetivo a la vista esperaron la confirmación, pero pese a que todo el mundo piensa que el equipo militar es infalible, la señal de radio del Comando de Operaciones Conjuntas de Al Asad se corta constantemente. Lo que no se cortaba era la señal de los dos soldados que les imploraban que los salvaran. Maya y Shane esperaron; maldecían por radio mientras solicitaban la respuesta del COC, hasta el momento en que, de pronto, oyeron los gritos de los dos supervivientes.

Ese fue el momento en el que el MH-6 de Maya hizo saltar por los aires el SUV negro con un misil Hellfire AGM-114. La infantería avanzó y rescató a los soldados. Ambos habían recibido disparos, pero sobrevivieron.

En aquel momento, parecía que todo había salido bastante bien.

El teléfono de Maya sonó, y ella cerró el navegador enseguida, como si la hubieran pillado viendo porno. Miró quién llamaba. En la pantalla ponía «FARNWOOD», el nombre de la casa familiar de los Burkett.

—¿Sí?

—¿Maya? Soy Judith.

La madre de Joe. Había pasado más de una semana desde la muerte de su hijo, pero ella aún tenía aquel tono sombrío, como si pronunciar cada palabra le supusiera un esfuerzo enorme, doloroso.

—Oh, hola, Judith.

—Quería saber cómo os va a ti y a Lily.

—Gracias por pensar en nosotras. Estamos bien, dentro de lo que cabe.

—Me alegro —dijo Judith—. También te llamo para recordarte que mañana Heather Howell leerá el testamento de Joe en la Biblioteca Farnwood, a las nueve en punto.

Los ricos les ponían nombre hasta a las habitaciones.

—Allí estaré, gracias.

—¿Quieres que te enviemos un coche?

—No, ya me arreglo.

—¿Por qué no traes a Lily? Nos encantaría verla.

—Mañana te lo digo, ¿vale?

—Claro. Yo... Bueno, la echo de menos. Se parece tanto a... Vale, nos vemos mañana.

Judith contuvo las lágrimas al menos hasta que colgó.

Maya se quedó allí sentada un momento. Quizá sí llevaría a Lily. Y a Isabella. Eso le recordó que tenía que echar un vistazo a la tarjeta SD de la cámara de vigilancia. No la había mirado en dos días, aunque no le preocupaba demasiado. Estaba cansada. Podía esperar al día siguiente.

Se lavó. Había una gran butaca en el dormitorio —la butaca de Joe—. Se sentó en ella y abrió su libro. Era una nueva biografía de los hermanos Wright. Intentó concentrarse, pero no lo consiguió.

Corey Rudzinski había vuelto a los Estados Unidos. ¿Sería una coincidencia?

«Vas a intentar arreglar esto sola, ¿verdad?».

Sintió que se encendía una señal de peligro. Cerró el libro y se metió en la cama. Apagó las luces y esperó.

Primero llegaron los sudores, luego las visiones... pero siempre eran los sonidos los que la angustiaban más. Los sonidos. Aquel ruido incesante, la constante cacofonía de rotores de helicóptero, las voces estáticas en la radio, los disparos... y, por supuesto, los sonidos humanos, las risas, las burlas, el pánico, los chillidos.

Maya se cubrió los oídos con la almohada, pero eso no hizo más que empeorar las cosas. Todos aquellos sonidos no solo la rodeaban. No solo resonaban y reverberaban. Penetraban en su mente, y le rasgaban el tejido cerebral, destruían sus sueños, sus pensamientos y sus deseos como si fueran metralla ardiente.

Maya contuvo un chillido. La noche se presentaba mal. Necesitaría ayuda.

Abrió el cajón de la mesilla de noche, sacó un frasco y se metió dos pastillas de clonazepam en la boca.

Las píldoras no eliminaron los sonidos, pero al final, al cabo de un rato, amortiguaron el ruido lo suficiente para que pudiera dormir.

Engaños

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