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III

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Don Eufrasio volvía de la Academia.

Venía muy colorado, sudaba mucho, hacía eses al andar, y sus ojillos, medio cerrados, echaban chispas. Yo estaba en la sombra y no me vió. Ya no recordaba que me había dejado en su camarín, perfumado con todos los aromas bien olientes de la sabiduría.

Creía estar solo y habló en voz alta (al parecer era su costumbre), diciendo así á las paredes sapientísimas que debían de conocer tantos secretos:

—¡Miserables! ¡Me han vencido! Han demostrado que no hay razón para que el animal no llegue á hablar, pero afortunadamente no se fundan en ningún dato positivo, en ninguna experiencia. ¿Dónde está el animal que comenzó á hablar? ¿Cuál fué? Esto no lo dicen, no hay prueba plena; puedo, pues, contradecirlo. Escribiré una obra en diez tomos negando la posibilidad del hecho; desacreditaré la hipótesis. Estas copitas que he bebido en casa de Friné me han reanimado. ¡Diablos! Esto da vueltas: ¿si estaré borracho? ¿Si iré á ponerme malo? No importa; lo principal es que les falte el hecho, el dato positivo. El animal no habla, no puede hablar. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué hermosa es Friné! ¡Qué hermosa bestia! ¡Pues Friné habla! Bien, pero ésa no se cuenta: habla como una cotorra, y no es ése el caso. Friné habla como ama, sin saber lo que hace; aquello no es amar ni hablar. ¡Pero vaya si es hermosa!

Macrocéfalo sacó del bolsillo de la levita una petaca; en la petaca había una miniatura: era el retrato de Friné. Le contempló con deleite y volvió á decir:—No, no hablan, los animales no hablan. ¡Bueno estaría que yo hubiese sostenido un error toda la vida!

En aquel momento la mosca sabia dejó oir su zumbido, voló, haciendo un espiral en el aire, y acabó por dejarse caer sobre la miniatura de Friné.

Macrocéfalo se puso pálido, miró á la mosca con ojos que ya no arrojaban chispas, sino rayos, y dijo en voz ronca:

—¡Miserable! ¿Á qué vienes aquí? ¿Te ríes? ¿Te burlas de mí?

—¡Como usted decía que los animales no hablan!

—No hablarás mucho tiempo, bachillera—gritó el sabio, y quiso coger entre los dedos á su enemiga. Pero la mosca voló lejos, y no paró hasta meter las patas en el tintero. De allí volvió arrogante á posarse en la petaca.—Oye—dijo á Macrocéfalo—los animales hablan... y escriben...—Y diciendo y andando, sobre la piel de Rusia, al pie del retrato de Friné, escribió con las patas mojadas en tinta roja: Musca vomitoria. Don Eufrasio lanzó un bramido de fiera. La mosca había volado al cráneo del sabio; allí mordió con furia... y yo vi caer sobre su cuerpo débil y raquítico la mano descarnada de Macrocéfalo. La mosca sabia murió antes de que llegase Don Eufrasio á la filosofía sintética.

Sobre la tersa y reluciente calva quedó una gota de sangre, que caló la piel del cráneo, y filtrándose por el hueso llegó á ser una estalactita en la conciencia de mi sabio amigo. Al fin había sido capaz de matar una mosca.

Doctor Sutilis (Cuentos)

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