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I

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DESPUÉS DE UNA FELIZ pero para mí muy molesta travesía, llegamos por fin al puerto. En cuanto llegué a tierra con el bote, cargué yo mismo con mi pequeña propiedad y, abriéndome paso entre el gentío, entré en una casa cercana, la más insignificante sobre la que vi un rótulo. Pedí una habitación, el muchacho me midió con una ojeada y me condujo a la buhardilla. Hice que me subieran agua fresca y que me dijeran detalladamente dónde podría encontrar al señor Thomas John.

—Enfrente de la puerta Norte,10 la primera casa de campo a mano derecha. Una casa nueva, grande, de mármol rojo y blanco con muchas columnas.


—Bien.

Como era todavía temprano, deshice mi paquete, saqué mi práctico abrigo negro nuevo, me vestí con mi mejor traje, cogí mi carta de recomendación y me puse rápidamente en camino, en busca del hombre que debía favorecer mis modestas esperanzas.

Después de haber subido toda la larga calle Norte y llegado a la puerta, vi brillar enseguida las columnas entre la arboleda.

Aquí es, pensé.

Quité el polvo de mis zapatos con el pañuelo, me arreglé el que llevaba al cuello y tiré de la campanilla en nombre de Dios. La puerta se abrió de golpe. Tuve que soportar un interrogatorio a la entrada, el portero al fin avisó que yo estaba allí y tuve el honor de ser llamado al parque, donde el señor John se encontraba con unos amigos. Me recibió bien, como un rico a un pobre diablo, hasta se volvió hacia mí, pero sin apartarse desde luego de los otros, y tomó la carta que tenía en la mano.

—Vaya, vaya, de mi hermano… Hace mucho tiempo que no sé nada de él. ¿Está bien? Allí —continuó dirigiéndose a los otros sin esperar mi respuesta y señalando con la carta una colina—, allí voy a hacer el nuevo edificio.

Rompió el sello, pero no la conversación, que era sobre dinero, y soltó:

—Quien no tenga, por lo menos, un millón, y perdonen la palabra, es un golfo.

—¡Eso es verdad! —exclamé con gran entusiasmo.

Debió de gustarle. Me miró sonriendo y me dijo:

—Quédese, querido amigo, quizá tenga después tiempo para decirle lo que pienso de esto.

Y señaló la carta, que se guardó en el bolsillo, y se volvió hacia los otros. Ofreció el brazo a una joven, los demás se preocuparon de otras beldades, cada uno encontró lo que le convenía y se dirigieron a una colina con rosales floridos. Yo me deslicé detrás de ellos sin molestar a nadie, porque maldito si alguien volvió a ocuparse de mí. Los invitados estaban muy alegres, coqueteaban y se gastaban bromas, a veces hablaban seriamente de frivolidades, y las más de las veces, frívolamente de cosas serias; con gran tranquilidad se hacían en especial chistes sobre amigos ausentes y sus historias. Yo era demasiado extraño allí para entender mucho de todo aquello y estaba demasiado preocupado conmigo mismo para captar el sentido de semejantes misterios.

Ya habíamos llegado a los rosales. La bella Fanny,11 según todas las apariencias la reina del día, se empeñó en cortar ella misma una rosa de una rama florida y se pinchó con una espina. Como si fuera de la oscura rosa, corrió púrpura por la suave mano. Este hecho puso en movimiento a todos los acompañantes. Alguien pidió emplasto inglés. Un hombre alto, más bien viejo, delgado y seco, siempre callado, que pasaba junto a mí, y en el que no me había fijado antes, metió enseguida la mano en el estrecho bolsillo del faldón de su levita gris, al antiguo estilo de Franconia,12 sacó una carterita, la abrió y ofreció a la dama con una devota inclinación lo que se pedía. Ella lo recibió sin fijarse siquiera en quién lo daba y sin dar las gracias. Vendada la herida, todos siguieron colina arriba. Querían gozar desde lo alto de la amplia vista sobre el verde laberinto del parque hasta el infinito océano.

La vista era verdaderamente amplia y magnífica. Un punto luminoso apareció en el horizonte entre las oscuras olas y el azul del cielo.

—¡A ver, un catalejo! —gritó John.


Y antes de que la caterva de criados que atendió a su llamado pudiera ponerse en movimiento, ya se había inclinado humildemente el hombre de gris, había metido la mano en el bolsillo del abrigo, sacado un hermoso Dollond,13 y se lo había puesto en la mano al señor John. Éste, llevándoselo inmediatamente a un ojo, notificó a sus acompañantes que era el barco que había salido el día anterior y al que el viento contrario tenía detenido todavía a la vista del puerto. El catalejo pasó de mano en mano y nunca volvió a las de su propietario. Yo miré maravillado al hombre sin comprender cómo aquel aparato tan grande había salido de tan pequeño bolsillo; pero parecía que a nadie le había chocado y nadie volvió a preocuparse del hombre de gris, lo mismo que hacían conmigo.

Se sirvió un refrigerio; las más raras frutas de todas partes en las más preciosas fuentes. El señor John hizo los honores con fácil elegancia y me dirigió por segunda vez la palabra:

—Coma, por favor, esto no lo ha tenido en el mar.

Yo me incliné, pero él no lo vio; estaba hablando ya con otro.

Se habrían sentado todos en la hierba de la pendiente de la colina para contemplar el paisaje que se extendía enfrente si no hubieran temido la humedad del suelo. Alguno de los acompañantes comentó que habría sido divino tener alfombras turcas para extenderlas. Apenas expresado el deseo, el hombre del abrigo gris metió la mano en el bolsillo y con gran modestia y humildad sacó una rica alfombra turca tejida con oro. Los criados la tomaron como si aquello tuviera que ser así y la desenrollaron en el sitio deseado. Todos se acomodaron en ella sin más. Yo miré de nuevo pasmado al hombre, al bolsillo y a la alfombra, que medía más de veinte pasos de largo y diez de ancho, y me restregué los ojos sin saber qué pensar, sobre todo porque nadie encontraba maravilloso aquello.


Me habría gustado informarme sobre aquel hombre y preguntar quién era, pero no sabía a quién dirigirme, porque temía casi más a los señores sirvientes que a los señores servidos. Finalmente me armé de valor y me acerqué a un joven que me pareció de aspecto más modesto que los otros y que se quedaba solo bastantes veces. Le rogué en voz baja que me dijese quién era aquel hombre tan atento vestido de gris.

—¿Ése que parece el cabo de una hebra de hilo escapado de la aguja de un sastre?

—Sí, ése que está ahí solo.

—No lo conozco —fue su respuesta.

Y, al parecer, para evitar seguir hablando conmigo, se dio la vuelta y empezó a hablar de cosas indiferentes con otro.

Empezó a calentar más el sol y molestaba a las damas. La bella Fanny se dirigió indolentemente al hombre gris, al que nadie, que yo sepa, había hablado hasta entonces, y le hizo la tonta pregunta de si no tendría también una tienda de cam­paña. Él contestó con una profunda inclinación como si hubiera recibido un honor inmerecido, y ya tenía la mano en el bolsillo, del que vi salir telas, barras, cuerdas, hierros; en pocas palabras, todo lo necesario para una magnífica tienda de lujo. Los jóvenes ayudaron a armarla y pronto cubrió la totalidad de la alfombra… Y nadie encontró en ello nada extraño.

A mí, que hacía rato que me parecía aquello inquietante, casi para dar miedo, me lo dio del todo cuando al siguiente deseo que alguien expresó lo vi sacarse del bolsillo tres caballos de montar; sí, tres caballos grandes, negros, preciosos, con silla y todo lo de montar. ¡Figúrate, por el amor de Dios! Tres caballos ensillados del mismo bolsillo de donde habían salido ya una carterita, un catalejo, una alfombra de veinte pasos de largo por diez de ancho y una tienda de lujo del mismo tamaño con todos sus hierros y palos. Si no te jurara haberlo visto con mis propios ojos, no podrías creerlo.


A pesar de lo rendido y humilde que parecía el hombre y de la poca atención que le prestaban los otros, su figura pálida, de la que no podía apartar los ojos, me resultaba tan repelente que ya no pude aguantarlo más.

Decidí apartarme de aquella gente, lo que me parecía bien fácil dado el insignificante papel que yo hacía allí. Pensé irme a la ciudad y a la mañana siguiente volver a intentar fortuna en casa del señor John y preguntarle a él mismo —si es que tenía el valor— sobre el hombre gris. ¡Ojalá hubiera sido así!

Había bajado ya la colina por entre los rosales, escurriéndome felizmente, y me encontraba en una pradera cuando, por miedo a que alguien me viera caminando por la hierba, lancé una escrutadora mirada a mi alrededor. ¡Qué susto me llevé al ver al hombre del abrigo gris detrás de mí y que venía a mi encuentro! Hasta se quitó el sombrero y se inclinó delante de mí tan profundamente como nunca nadie lo había hecho. No había duda: quería hablarme y yo no podía evitarlo sin parecer grosero. Me quité también el sombrero, me incliné y me quedé allí a pleno sol con la cabeza descubierta, como si hubiera echado raíces. Lo miré aterrorizado; estaba igual que un pájaro encantado por una serpiente. Él también parecía muy apurado. Levantó la vista, se inclinó varias veces, se acercó un poco y me dijo con una voz insegura, débil, poco menos que en el tono de un mendigo:

—¿Querrá el señor perdonar mi impertinencia por haberlo seguido de una manera tan desacostumbrada? Deseaba pedirle algo. Hágame el favor, se lo ruego…

—¡Pero, por Dios, señor! —dije lleno de miedo—. ¿Qué puedo hacer yo por un hombre que…?

Nos quedamos callados los dos y creo que nos pusimos colorados.

Después de un momento de silencio, volvió a hablar.

—Durante el corto tiempo que he tenido la suerte de encontrarme a su lado…, si me permite decírselo, señor, he podido contemplar con auténtica e indecible admiración la bellísima sombra que da usted en el suelo, esa magnífica sombra que, sin darse cuenta, con un cierto noble descuido… arroja ahí a sus pies. Y ahora, perdóneme la atrevida pretensión: ¿no podría quizá sentirse inclinado a cedérmela?

Se calló, y a mí me daba vueltas la cabeza como una rueda de molino. ¿Qué pensar de una proposición tan rara? ¡Comprarme la sombra! Debe de estar loco, pensé. Y, cambiando a un tono más de acuerdo con el suyo, tan humilde, le contesté:

—Pero, ¡cómo! ¿No tiene usted bastante con su sombra, querido amigo? Me parece un negocio muy raro.

Y él respondió enseguida:

—Yo tengo aquí en mi bolsillo algunas cosas que posiblemente no le parezcan mal al señor… Para esa inapreciable sombra, cualquier precio, por alto que sea, me parece poco.

Me corrió un escalofrío ante esa alusión al bolsillo y no supe cómo había podido llamarlo antes querido amigo. Empecé a hablar otra vez intentando en lo posible contentarlo con la máxima cortesía.

—Mire, señor, le ruego que perdone a su servidor más rendido, pero, de verdad, no entiendo bien del todo lo que dice. ¿Cómo iba yo a poder vender mi…?

Él me interrumpió.

—Yo le suplico solamente que me dé permiso para recoger aquí mismo, en el acto, su sombra del suelo y guardármela. Cómo hacerlo es asunto mío. A cambio, como prueba de mi reconocimiento al señor, le dejo escoger entre todos estos tesoros que llevo en el bolsillo: la auténtica mandrágora, la hierba de Glauco, los cinco céntimos del judío, la moneda robada, el tapete de Rolando, un genio embotellado…,14 al precio que quiera. Pero ya veo que no le interesa. Mejor el sombrerito de los deseos de Fortunato,15 nuevo y fuerte, recién restaurado. También una bolsa de la suerte, como la que él tuvo…


—¡La bolsa de Fortunato! —exclamé interrumpiéndolo.

Había ganado mis cinco sentidos (a pesar del miedo que tenía) con esas palabras. Me dio una especie de mareo y vi brillar delante de mis ojos dobles ducados.

—El señor puede examinar y poner a prueba esta bolsita cuando lo desee.

Metió la mano en el bolsillo y sacó una bolsa de tamaño medio, de cordobán fuerte, bien cosida a dos firmes cordones de cuero, y me la dio. Metí la mano dentro y saqué diez piezas de oro y luego otras diez, y otras diez, y otras diez. Le tendí rápidamente la mano.

—¡De acuerdo! Trato hecho. Llévese mi sombra por la bolsa.

Me estrechó la mano. Inmediatamente se arrodilló delante de mí y lo vi cómo despegaba suavemente del suelo mi sombra, de los pies a la cabeza, con una habilidad admirable: cómo la levantó, la enrolló, la dobló y finalmente se la guardó. Se puso de pie, me hizo una vez más una inclinación y se volvió a los rosales. Me dio la impresión de que se iba riendo, bajo, para sí. Pero yo sujeté la bolsa fuertemente por los cordones, a mi alrededor estaba la tierra brillante de sol y yo seguía sin saber lo que me pasaba.


10 Es la puerta Norte de Hamburgo. [N. de la T.]

11 Utiliza el nombre de Fanny por Fanny Hertz, mujer del banquero hamburgués Jacob Moses Hertz, amigo de Von Chamisso y Varnhagen, profesor en casa del banquero de 1804 a 1805. [N. de la T.]

12 Franconia, comarca de Baviera (Alemania), situada entre Turingia, Sajonia y Bohemia. [N. de la T.]

13 John Dollond (1706-1761), inventor del catalejo que lleva su nombre. [N. de la T.]

14 Son objetos habituales en los cuentos populares. En la edición francesa (una traducción del hermano de Von Chamisso, Hippolyte), Adelbert explica esos objetos. La mandrágora es una planta que sirve para encontrar tesoros. La hierba de Glauco hace saltar las cerraduras y abre así todas las puertas; la conoce el martín pescador y hace con ella su nido. Los cinco céntimos del judío son monedas de cobre que, cada vez que se cambian, traen con ellas una moneda de oro. La moneda robada arrastra para su poseedor toda moneda que toca. El tapete de Rolando es un mantel sobre el que aparecen todos los alimentos que se desean. El genio embotellado hace todo lo que se le pida. [N. de la T.]

15 Fortunato es un personaje conocido por una novela caballeresca del barón De la Motte Fouqué (1777-1843), Der Zauberring (El anillo mágico). Fortunato tenía un sombrero con el que se conseguía todo lo que se deseaba y una bolsa de la que salía continuamente dinero siempre que se quería. Von Chamisso escribió una obra de teatro sobre el tema: La bolsa de la suerte y el sombrerito de los deseos de Fortunato. [N. de la T.]

El hombre que perdió su sombra

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