Читать книгу El hombre que perdió su sombra - Adelbert von Chamisso - Страница 12

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II


AL FIN VOLVÍ EN MÍ y me apresuré a abandonar aquel lugar, donde seguramente ya no tenía nada que hacer. Primero llené mis bolsillos de dinero, después me até los cordones de la bolsa al cuello, ocultándola en mi pecho. Atravesé el parque sin que nadie se fijara en mí, llegué a la carretera y me puse en camino hacia la ciudad. Cuando, sumido en mis pensamientos, me dirigía a la puerta, oí gritar detrás de mí:

—¡Oiga, joven! ¡Oiga, señor!

Miré y era una vieja que decía:

—¡Tenga cuidado, señor! ¡Ha perdido su sombra!

—Gracias, abuela.

Le arrojé una pieza de oro por el bienintencionado consejo y me metí debajo de los árboles.


Ya en la puerta tuve que oír otra vez, del centinela:

—¿Dónde ha dejado el señor su sombra?

Y enseguida, a unas mujeres:

—¡Jesús, María y José! ¡Ese pobre hombre no tiene sombra!

La cosa empezó a molestarme y evité cuidadosamente caminar por el sol. Pero no podía ser así en todas partes, por ejemplo, en la calle Ancha, que tenía que atravesar y, para mi desgracia, precisamente en el momento en que unos muchachos salían de la escuela. Un condenado tunante jorobado —lo estoy viendo todavía— se dio cuenta enseguida de que me faltaba la sombra. Me delató a grandes gritos delante de toda la chiquillería callejera del arrabal, que empezó a criticarme y a arrojarme basuras.

—La gente decente se preocupa de llevar su sombra cuando sale al sol.

Para quitármelos de encima, les arrojé oro a manos llenas y salté a un coche de alquiler con el que almas compasivas me habían auxiliado.

En cuanto me encontré rodando en el coche, solo, me eché a llorar amargamente. Iba surgiendo en mí la idea de que lo mismo que en este mundo el oro vale más que la virtud y el mérito, la sombra vale mucho más que el oro. Y, si yo antes había sacrificado la riqueza a mi conciencia, ahora había dado la sombra por el oro. ¿Qué iba a ser en este mundo de mí?

Estaba todavía completamente trastornado cuando el coche paró delante de mi vieja casa de huéspedes. Me horrorizó el hecho de pensar poner un pie en aquella mala buhardilla. Hice que me bajaran mis cosas, recibí desdeñosamente mi pobre equipaje, arrojé unas monedas de oro y ordené seguir hasta el más elegante hotel. El edificio estaba orientado al norte, así que no tenía que temer al sol. Despedí con oro al cochero, hice que me enseñaran la mejor habitación exterior y me encerré en ella en cuanto pude.


¿Y qué piensas que hice? ¡Ay, querido Chamisso! Me da vergüenza decírtelo incluso a ti. Saqué de mi pecho la desdichada bolsa y con una especie de furia, que como un incendio aumentaba cada vez más dentro de mí, saqué oro, y más oro, y más oro, y siempre más oro y lo esparcí por el suelo y anduve por encima haciéndolo sonar, y arrojé siempre más metal sobre el metal, alimentando mi pobre corazón con su brillo y su sonido, hasta que, cansado, me hundí en el rico lecho y gocé regaladamente y me revolqué en él. Así pasó el día y la tarde, no abrí las puertas; la noche me encontró tendido sobre el oro y al fin el sueño me venció.

Entonces soñé contigo. Yo estaba detrás de la puerta de cristales de tu pequeña habitación y te veía a ti en tu mesa de trabajo, entre el esqueleto y un manojo de plantas secas. Haller, Humboldt y Linneo16 estaban abiertos delante de ti, y encima del sofá había un tomo de Goethe y otro de El anillo mágico.17 Te contemplé un largo rato a ti y a todas las cosas de tu cuarto, y luego otra vez a ti, pero tú no te movías, no respirabas siquiera, estabas muerto.

Me desperté. Parecía que era todavía muy temprano. Mi reloj se había parado. Me sentía como si me hubieran dado una paliza y tenía hambre y sed, pues no había comido desde la mañana anterior. Aparté con desgana y asco aquel oro con el que hacía poco había saciado mi corazón. Me incomodaba, no sabía qué hacer con él, no podía dejarlo allí tirado. Intenté volver a meterlo en la bolsa… Nada. Ninguna de mis ventanas daba al mar. Tuve que arreglármelas como pude para meterlo, con mucho trabajo y amargo sudor, en un gran armario que había en la habitación y dejarlo apilado allí. Sólo quedaron algunos puñados por el suelo. Después de terminar mi trabajo, me tumbé agotado en un sillón y esperé a que comenzara a sentirse gente por la casa. En cuanto me fue posible, pedí que me llevaran comida y que viniera a verme el dueño del hotel.


Estuve tratando con aquel hombre de la futura organización de mi casa. Me recomendó para mi servicio personal a un cierto Bendel,18 cuya fiel y comprensiva fisonomía me cautivó al instante. Él, desde entonces, me acompañó con su lealtad, consolándome en todas las desgracias de mi vida, y me ayudó a soportar mi negra suerte. Pasé todo el día en mi habitación ocupado con criados sin dueño, zapateros, sastres y comerciantes, comprando muchas cosas caras y piedras preciosas para librarme de algo del dinero que tenía almacenado, pero parecía no haber nada capaz de disminuir el montón.

Entretanto, estaba lleno de dudas por mi situación. No me atrevía a dar un paso fuera de la puerta y por la tarde encendía cuarenta velas en la sala antes de salir de la oscuridad. Pensaba con horror en la terrible escena con aquellos escolares. Decidí, haciendo acopio de valor, afrontar la opinión pública. Las noches eran entonces de luna clara. Ya bastante tarde me envolví en una amplia capa, me hundí el sombrero hasta los ojos y me deslicé, temblando como un malhechor, fuera del edificio. En una plaza apartada salí de la sombra de las casas (bajo cuya protección había llegado hasta allí) a la luz de la luna, decidido a escuchar mi destino de la boca de los que pasaban.

Ahórrame, querido amigo, la dolorosa repetición de todo lo que tuve que sufrir. Las mujeres demostraron frecuentemente la profunda compasión que yo les provocaba; expresiones que traspasaban mi alma no menos que la burla de los jóvenes y el orgulloso desprecio de los hombres, sobre todo de los gordos y corpulentos, que proyectaban una sombra espléndida. Una bella y graciosa muchacha que, según parecía, acompañaba a sus padres, mientras ellos iban mirando pensativos al suelo, levantó por casualidad sus brillantes ojos hacia mí, se asustó visiblemente y, en cuanto notó mi falta de sombra, ocultó el bello rostro con su velo, bajó la cabeza y pasó silenciosa de largo.

No pude soportar más. Saladas corrientes salieron de mis ojos y, con el corazón partido, volví tambaleándome a la oscuridad. Tuve que agarrarme a las paredes para no caer y llegué despacio y tarde a mi habitación.

Pasé la noche sin dormir. Al día siguiente, mi primera preocupación fue buscar por todas partes al hombre del abrigo gris. Quizá me fuera posible encontrarlo, y qué suerte si él se hubiera arrepentido, como yo, de aquel loco negocio. Hice venir a Bendel, que parecía inteligente y hábil, y le describí exactamente al hombre que poseía un tesoro sin el que la vida era un tormento para mí. Le dije la hora y el lugar donde lo había visto, le describí a todos los que allí estaban y añadí todavía este dato: debía informarse cuidadosamente sobre un catalejo Dollond, una alfombra turca tejida en oro, una magnífica tienda de campaña y los caballos negros, cosas todas que, sin decirle cómo, tenían que ver con el misterioso hombre del que no se preocupaba nadie, pero cuya aparición había destrozado la paz y la felicidad de mi vida.

Cuando terminé de hablar, saqué tanto oro que no podía con el peso, y añadí encima piedras preciosas y joyas por más valor todavía.

—Bendel —le dije—, esto allana muchos caminos y hace fáciles muchas cosas que parecen imposibles. No seas tacaño, como tampoco lo soy yo, sino vete y alegra a tu señor con noticias de las que depende su única esperanza.

Se fue. Volvió tarde y triste. Había preguntado a todos, pero nadie en casa del señor John, ninguno de sus invitados podía acordarse sino vagamente del hombre del abrigo gris. El telescopio nuevo estaba allí y nadie sabía de dónde había venido. La alfombra y la tienda estaban allí todavía en la misma colina, una extendida y otra armada; los criados ensalzaban la riqueza de su señor, pero ninguno sabía de dónde habían llegado aquellas preciosidades. Al señor John le gustaban mucho, pero no le preocupaba en absoluto desconocer cómo habían llegado hasta allí. Los caballos se guarecían en sus establos al cuidado de los jóvenes que los montaban y alababan la magnificencia del señor John, que se los había regalado aquel día. Esto fue lo que saqué en claro de la detallada narración de Bendel, cuyo rápido celo y sensata conducta recibieron mis elogios a pesar de un resultado tan infructuoso. Sumido en melancolía, le hice un gesto de que me dejara solo.

—Le he dado cuenta —añadió presuroso— de lo más importante. Sin embargo, tengo todavía que darle un recado de una persona que me encontré esta mañana a la puerta, cuando salía para el asunto en que he tenido tan mala suerte. Éstas fueron sus propias palabras: “Dígale al señor Peter Schlemihl que ya no me verá más por aquí, porque me voy al mar y un viento propicio me llama al muelle. Pero de hoy en un año tendré el honor de visitarlo y proponerle otro negocio que quizás acepte. Dele mis más rendidos saludos y asegúrele mi agradecimiento.” Le pregunté que quién era, pero me dijo que usted ya lo conocía.

—¿Cómo era ese hombre? —bramé con un presentimiento.

Y Bendel me describió a detalle al hombre del abrigo gris, palabra por palabra, con la misma fidelidad que lo había hecho en su anterior relato al hablar del hombre por el que preguntaba.

—¡Desgraciado! —exclamé retorciéndome las manos—. ¡Era él!

Y se le cayeron las escamas de los ojos.

—¡Sí, era él, es verdad! —gritó espantado—. ¡Y yo, ciego, imbécil de mí, no lo he conocido y he fallado a mi señor!

Prorrumpió en los más amargos denuestos contra sí mismo, llorando amargamente, y estaba tan desesperado que me inspiró compasión. Lo consolé, le aseguré repetidamente que no tenía duda alguna de su fidelidad y lo envié rápidamente al muelle para seguir las huellas, si era posible, del extraño hombre. Pero aquella misma mañana habían salido muchos barcos, retenidos hasta entonces en el puerto por el viento contrario, cada uno a una costa distinta y a distintas partes del mundo, y el hombre gris había desaparecido como una sombra, sin dejar rastro.


16 Albrecht von Haller (1708-1777), médico suizo, poeta y botánico, padre de la fisiología moderna. Alexander von Humboldt (1769-1859), naturalista y famoso geógrafo prusiano que viajó por Europa, América y Siberia, y escribió en 35 volúmenes Viajes a las regiones equinocciales del Nuevo Continente y Cosmos, su obra más conocida. Carlos Linneo (1707-1778), naturalista sueco, médico y botánico, creó la nomenclatura en géneros y especies para las plantas y los animales. Escribió Systema naturae (Sistema natural) y Genera plantarum (Los géneros de las plantas). [N. de la T.]

17 La novela del barón De la Motte Fouqué, recién aparecida entonces (1813). [N. de la T.]

18 Bendel era el nombre del ayudante que tenía Von Chamisso cuando era oficial en el ejército del rey de Prusia. [N. de la T.]

El hombre que perdió su sombra

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