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CARTA A JULIUS EDUARD HITZIG, DE FOUQUÉ

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QUERIDO EDUARD:

Debemos proteger el relato del pobre Schlemihl, y hacerlo de tal manera que permanezca oculto a ojos que no lo entiendan. Tarea difícil, porque ¡hay tantos ojos de esos! ¿Y qué mortal puede asegurar el destino de un manuscrito, una cosa casi más difícil de guardar que algo hablado? Así que voy a hacer como uno que tiene vértigo y, por miedo, prefiere tirarse al abismo. Voy a imprimir el relato.

Pero hay más serios y mejores motivos para mi comportamiento, Eduard. O mucho me engaño, o en nuestra querida Alemania laten muchos corazones dignos y merecedores de comprender al pobre Schlemihl, y en el rostro de más de un buen compatriota aparecerá una conmovida sonrisa por su candidez y la amarga broma que le jugó la vida. Y cuando veas este sincero libro, Eduard, y pienses que a muchos desconocidos que sienten como tú pueda gustarles, es posible que caigan unas gotas de bálsamo en la honda herida que en ti y en todos los que te aman ha causado la muerte.4

Finalmente, no hay ningún duende (de ello estoy convencido por múltiples experiencias), no hay ningún duende que ponga un libro impreso en las debidas manos, pero sí que lo mantenga apartado de las indebidas, si no siempre, por lo menos muchas veces. Y además pone una cortina invisible delante de cada auténtica obra con espíritu y humor, y sabe descorrerla y correrla con tino infalible.

A este duende, mi muy querido Schlemihl, confío tus sonrisas y tus lágrimas, y sea lo que Dios quiera.

FOUQUÉ

Nennhausen, finales de mayo de 1814

4 La mujer de Hitzig había muerto recientemente. [N. de la T.]

El hombre que perdió su sombra

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