Читать книгу Asesino de sicarios - Adrián Emilio Núñez - Страница 11

Оглавление

La redada

Cada uno de los tres había buscado por sus propios medios conseguir una cantidad considerable de dinero. Bueno, ellos creían que era mucho. Se miraron entre sí, poniendo al descubierto con sus sonrisas ansiosas que su cometido estaba casi cumplido. Su deseo por adentrarse en el mundo del narcomenudeo obedecía, más que a su razón, a la intensa necesidad de pertenecer a un grupo social, el cual ignoraban profundamente. Su razón no les dejaba entender que estaban siendo seducidos por las sirenas del mar de las drogas y el vandalismo.

Cruzando la esquina, se hallaría en un Cavalier morado. Él sería su dealer. El plan estaba claro: tomaban la mercancía, luego ellos revenderían la droga en su barrio. Así de fácil. Pero había una regla que siempre salía en todas las series y películas de narcos: jamás consumir de su propio producto. Dentro de poco se tornarían ricos.

La edad no les daba para comprender. Solo eran mocosos, chamacos imberbes que, para la sociedad, se merecían estar donde estaban; constituían esa sarna que, una vez penetrada, era difícil de quitar; su mera presencia impregnaba el medio ambiente de un olor putrefacto. La sociedad misma veía, como con visión de rayos X, un futuro siniestro lleno de enfermedades, dolor y muerte para ellos y, al mismo tiempo, lograba distinguir con aquellos súper poderes un pasado de un padre golpeador, una madre prostituta o, como mínimo, un abuso infantil. Eso significaban aquellos jóvenes, sin saberlo, ante los ojos de una élite social que juzgaba hasta el más mínimo error, pero que difícilmente apreciaba lo bueno que podían conceder. Pero, al final, todos terminaban formando parte de la misma fauna bacteriana.

A varios metros de ahí, dos unidades policíacas, posicionadas estratégicamente, observaban desde lo lejos la acción de los tres jóvenes. El objetivo de la misión: detener al vendedor y a los compradores de la droga; sencillo, tratándose solo de mocosos, menores de edad que, sin ellos imaginarlo, serían juzgados como narcomenudistas, con poca posibilidad de amnistía. A saber cuántos años tendrían que pasar tras las rejas gracias a su aventurita. Pero habrían adquirido su fama de ser los malos del barrio, aquellos de los que otros dirían: «Ese güey estuvo en el bote. Cuidado con ese cabrón». De esos estaban llenas las cárceles y no de los que merecían encontrarse ahí: los verdaderos mafiosos, que portaban traje y todos los ciudadanos sabían quiénes eran; pero nadie se atrevía a hacer algo al respecto. Esos jamás tocarían la cárcel. Por si fuera poco, había que atrapar únicamente a los del cártel contrario.

Uno de los agentes captó un Cavalier morado estacionando una cuadra más atrás de donde estaban los tres adolescentes. No se movía, el conductor solo miraba atento. Pretendía no ser observado por nadie. Pero no era listo ni muy cuidadoso. Se trataba de una misión simple, pero siempre había que tener mucho cuidado, ya que solían enviar cebos y entonces se iniciaba una balacera. Aquello mantenía una tensión latente, como de costumbre.

—¡Ey! ¿Santiago? —la agente Perea, con su imprudencia continua, abrió la boca en un momento de concentración indispensable—. ¿Ya escuchaste lo que andan diciendo varios en la fiscalía?

Santiago apretó con fuerza sus binoculares, como creyendo no haber oído aquello. Sintió un pequeño escalofrío. ¿Sería acaso lo que él imaginaba? ¿Se habría corrido ya la voz de que el anciano lo acusaba del asesinato de un jefe de sicarios?

—No. No me ha llegado ningún chisme.

—Pensé que ya lo sabías. —Su compañera dio rodeos antes de soltarlo.

Santiago disimuló, haciendo su trabajo con naturalidad. Temía que el asunto estuviera saliendo a la luz.

—Pues comentan —por fin comenzó la agente Perea— que el ingeniero Ramírez (¿sabes cuál, no? El de balística. ¿Ves que lo despidieron?) estaba teniendo intimidades con Teresita, la secretaria.

—No veo cuál es el problema, agente Perea.

—¡Ah! Pues dicen las malas lenguas que era la amante del fiscal general. Y, pues, eso le prendió muchísimo, así que prefirió despedirlo. ¿Puedes creerlo? Ese es el motivo por el cual aún no tenemos a alguien en el departamento de balística.

De una, soltó el aire que había retenido en los pulmones al descubrir que el chisme no estaba relacionado con él.

—No lo sabía, Perea —confesó con mucha más tranquilidad—. Ahora resulta que el cabrón del fiscal tiene derechos de exclusividad sobre las secretarias.

En ese momento, Santiago notó que, al otro lado, los tres jóvenes se volteaban hacia ambos lados de la calle, preparados para la acción. Pronto agarrarían su mercancía. Sería más fácil de lo que habían pensado, así que se permitió regresar a sus pensamientos. «¿Por qué habría que atrapar a los mocosos y no a los de alto perfil?».

El Cavalier morado avanzó lento y los tres chicos caminaron hasta él. El sujeto que estaba dentro del coche bajó la ventana hasta la mitad. Dos camionetas de la Policía observaban en detalle la acción. Esperaron hasta que se ejecutara la transacción. El dealer sacó un paquete del tamaño de una caja de zapatos. Santiago, que estaba al mando de aquella mediocre misión, dio la señal por radio:

—¡Ahora! ¡A ellos! ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya!

Las dos unidades rodearon en un parpadeo el Cavalier y a los jóvenes compradores. Inmediatamente, bajaron de las trocas y apuntaron sus pistolas al vehículo. El conductor puso las manos sobre el volante. Los otros tres chicos las levantaron, dejando caer las drogas. Pero cuál fue la sorpresa que uno de ellos emprendió una carrera a toda velocidad. Santiago salió tras él. El mocoso era rápido. Santiago, ni tan joven ni tan ágil; además, resultaba mayor la urgencia del joven de escapar que la de Santiago de capturarlo.

Sabía que podía lograrlo. Huiría y luego lo contaría. Eso sí que le daría fama. Sonrió. Pero no le duró mucho porque resbaló y, mientras intentaba levantarse, Santiago lo tomó por la espalda para tumbarlo y esposarlo.

—¡Ey! ¡Déjame! No he hecho nada.

—Cállate.

—Ya verás, tengo conocidos que te harán pagar.

—¡Que te calles!

—Yo no hice nada —se lamentó.

Santiago lo agarró con ambas manos de la playera para acercarlo a su rostro y decirle:

—Vuelves a hablar y te parto la cara. ¿Entendiste?

En respuesta, el joven afirmó al tiempo que apretaba fuerte los labios.

Caminaron de vuelta a las unidades policíacas, pero entonces Santiago tuvo la atinada idea de preguntarse los motivos. Algo debía de estar de tras de estos mocosos.

—¿Quién te ha mandado a comprar la droga?

Abrió ampliamente los ojos y conservó apretando sus labios en señal de que no le estaba permitido decir ni una sola palabra.

—Está bien. Puedes contestar a lo que yo te pregunte, pero solo lo que yo te pregunte. Ahora contesta.

Tomó una bocanada enorme, como si hubiera aguantado la respiración.

—No, nadie, jefe. Fui yo mero. Yo y mi mente emprendedora quisimos iniciarnos en el negocio —respondió orgulloso.

Santiago soltó una carcajada burlona.

—¡Mente emprendedora! —Reía con fuerzas.

—¡¿Qué?! No es mi culpa que usted no tenga una… Por eso terminó siendo poli.

Un coscorrón directo en la cabeza lo escarmentó.

—Te dije que contestaras únicamente a mis preguntas.

Pero el chamaco sufría como si en verdad padeciera una hemorragia cerebral. Santiago se dio cuenta de que no era más que un payaso ridículo.

—¿Cómo te llamas?

—Gera, mi jefe, a la orden, para servirle a usted y a Diosito santo, que está en los Cielos, cuidándonos y prote…

—Ya basta, no seas exagerado. Di solo lo necesario… Además, ya podrás darte cuenta de que no te cuida ni te protege tanto como tú crees. —Luego hizo una pequeña pausa—. ¿Qué edad tienes, Gerardo?

—Diecisiete años, señor.

Santiago meditó la situación. Si llevaba a esos niños a la cárcel, la saturaría de jóvenes que perderían la oportunidad de redimir sus errores. La fiscalía estaba controlada por la mafia y el mismo Gobierno, por tal motivo todo el tiempo caían chiquillos como esos en el bote, los cuales eran presentados ante los medios de comunicación como sicarios o narcotraficantes. Todo con el fin de hacer creer al pueblo que su Gobierno atrapaba a los malos. Pero lo que realmente realizaban era entrenarlos como delincuentes; la cárcel constituía la mejor escuela para eso y, cuando por fin salían, si sucedía, entonces habría un criminal profesional en las calles. Pero no hoy. Hoy estaba Santiago a cargo de la misión y tendría otros planes para él: la oportunidad de redimirse.

—Te propongo algo. Tú no lo sabes aún, pero un juez te condenará a varios años por esto. Dirán que eres un sicario, te usarán como chivo expiatorio y te acusarán de haber matado a varias personas. Puede que digan que eres el jefe de una banda secuestradora y, por si eso fuera poco, también que vendes grandes cantidades de drogas. Si te va bien, te condenarán a unos veinte años, sin mencionar que en la cárcel te violarán, te golpearán y te torturarán, entre otras cosas que pasan ahí.

Gerardo se volteó para observar a Santiago, quien caminaba en dirección al resto de los agentes.

—¡Nahhh! No lo creo, jefe —soltó Gerardo, incrédulo—. Si mucho, me dan una semana.

—¿Eso crees? Entonces no quieres escuchar mi oferta.

—A ver, pues, jefe, échela. Pero solo por pura curiosidad. ¡Eh! No vaya a creer que voy a ceder tan fácil.

—Antes que nada, te incluirás en servicio social de manera voluntaria y asistirás a un centro de rehabilitación de drogas.

—¡Noooo! Jefe, pide mucho; me quedo con mi semana en el bote.

Santiago se lamentó.

—Como desees, entonces.

Gera le daba vueltas a aquello. Estar en el bote una semana lo haría famoso. Encargarse del servicio social lo convertiría en un total perdedor entre la gente de su barrio. «¿Pero y si el policía está diciendo la verdad? ¿Qué tal si es así?». Existían varias historias de otros que habían ingresado al bote y eran famosos por eso, pero sus delitos no habían resultado tan graves y aún no habían salido. A uno lo habían matado allí adentro. «Chale. Este policía podría estar diciendo la verdad».

—¿Me permite hablar, señor?

—No. Lo siento, perdiste tu oportunidad. No estoy jugando.

Gerardo tragó saliva.

—Deme una oportunidad, jefe, todos nos equivocamos, ¿usted nunca se ha equivocado? ¿Acaso todo en su vida ha sido perfecto?

—¡A ver, a ver! Pareces guacamaya. Por Dios —se lamentó de tener que escucharlo—. Comienza a hablar, pero sé convincente antes de que lleguemos con los otros.

—A la orden, mi jefe. Pues mire: la pura neta, yo fui el que puso este plan en marcha. Quería vender algo de drogas. Yo he visto que hay otros en el barrio a los que les va chido haciendo eso, tienen una tele grande. Todos los días comen chido, ya sabe, jefe. Me inspiré, más que nadie, en el Jenrics.

—¿Quién es ese?

—Pues él es así como... Digamos que el mero machín del barrio, el que más distribuye. Y las patrullas que andan por el rumbo jamás le hacen nada. De hecho, hasta lo conocen.

—Muy bien. Ya veo hacia dónde va todo esto —Santiago lo detuvo y le empezó a hablar de frente—. Te propongo lo siguiente: yo no te meto a la cárcel, pero tú aceptas entrar a un centro de rehabilitación y hacer servicio social; a cambio, me das información de la gente de tu barrio.

—Mire, jefe, acá entre nos, jamás me aceptarían en el barrio si hago servicio social voluntario. ¡La neta!

Santiago meditó un segundo. Tenía razón, nadie quería en su banda a un rehabilitado.

—De acuerdo. Mira entonces, este será el plan.

La agente Perea y los demás habían esposado a los otros dos y al vendedor, un hombre de unos veintiocho años, de esos que van y vienen todo el tiempo, justo en lo que aquellos jóvenes aspiraban a convertirse. Solo quedaba esperar a Santiago y al otro escuincle pendejo que había intentado escapar, pero ya venían en camino. Era cosa de subirlos y llevarlos a la fiscalía, donde los tres serían, primero, juzgados y, posteriormente, pasarían a la grande, como le decían, varios años de su vida. Un enorme éxito para el gobernador por haber atrapado a cuatro delincuentes.

Pero, de un momento a otro, el joven golpeó con la cabeza y muchísima fuerza el estómago de Santiago. Este cayó sofocado. El chamaco aprovechó para robar las llaves de las esposas y salió corriendo en la misma dirección en la que había intentado huir en un principio. Los agentes socorrieron a Santiago, lo que le dio a Gerardo una gran brecha de tiempo y distancia.

—¡Santiago! —gritó uno de los compañeros—. ¿Cómo te encuentras? ¿Qué hacemos? ¿Vamos a por él?

Se palpó el estómago mientras veía el polvo; evidentemente, ya había escapado.

—No, está bien, déjenlo. Estoy seguro de que caerá tarde o temprano.

El plan había salido a la perfección. Ahora solo esperaba que Gerardo cumpliera su palabra y fuera un aliado útil para acceder a los verdaderos delincuentes.

Santiago, Perea y el resto de sus compañeros llegaron a la fiscalía para continuar con la tediosa burocracia detrás de cada encarcelamiento. Mientras caminaban por los pasillos, notaron que tanto administrativos como otros agentes los miraban con recelo a la vez que se susurraban al oído. No había resultado una gran misión, solo eran unos mocosos comprando drogas. «¿Por qué el asombro?», se preguntó Santiago.

—¡Ey! ¡Santiago! —le gritó uno de los agentes—. ¿Qué, acaso no te importa tu familia?

Quedó confundido ante aquel interrogante.

—¡Oye! No te hagas el que no escucha —continuó Amparan—. ¿Qué, acaso no te importan tu esposa y tu hijo?

«¿Qué chingados tiene que ver?».

El agente comenzó a acaparar la atención de todos.

—A nosotros sí nos interesan nuestras familias, Santiago.

Este, que llevaba custodiado al vendedor de drogas, lo arrojó hacia un lado para atender al que no paraba de lanzarle indirectas. Lo tomó con ambas manos de la camisa, levantándolo centímetros sobre el suelo por un segundo.

—¿Qué chingados te pasa, Amparan? ¿Eh? ¿Qué me estas tratando de decir con eso de que si me importa mi familia?

Amparan no se cohibió. Y mucho menos porque tenía el apoyo moral de varios presentes.

—¿Crees que me intimidas? Te crees muy chingón porque el comandante te protege.

—¿De qué chingados estás hablando? —le preguntó, ejerciendo más fuerza y llevándolo hasta la pared.

—Ya todos sabemos, Santiago. Ya sabemos que eres una rata infiltrada y que eres tú quien asesinó al Pochis para crear conflicto entre nosotros y ellos.

—¿Quién te dijo tal estupidez? No tienes motivos de sospechar eso —luego se dirigió a todos los testigos, que no hacían más que mirar—. ¡Ninguno de ustedes tiene un solo motivo para sospechar eso! ¡¿Queda claro?!

Pero su conducta agresiva causó más sospechas.

—Más vale que te cuides, Santiago, porque te estamos vigilando. Nosotros no queremos una guerra.

Varios agentes lo observaban amenazantes.

La furia le hizo querer regresar hacia el agente Amparan y golpearlo, pero eso sí le ocasionaría un conflicto. Se contuvo e hirvió de coraje.

—Vamos, Santiago —dijo la agente Perea—. No todos creemos eso. Tranquilo.

—¿Tú sabías de esto?

—No importa, yo no lo creo —contestó, poniendo una mano consoladora sobre el hombro de Santiago.

Se la quitó de encima para continuar su camino. Se trataba solo del principio.

No tardó mucho para que el rumor corriera dentro de la fiscalía. Ahora sus mismos compañeros pensaban que él era un infiltrado del cártel contrario que buscaba causar rupturas en la alianza entre policías y el Cártel de la Línea. Lo peor estaba por venir; seguramente esta también se encontraría al tanto y no se detendría a preguntar si era verdad o no.

Asesino de sicarios

Подняться наверх