Читать книгу Asesino de sicarios - Adrián Emilio Núñez - Страница 7

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Prólogo

El poderoso traqueteo del tren andando solitario se había vuelto el protagonista del momento. Tomando la debida precaución, detuvo su troca ante la inminente avanzada de la mole de hierro. Miró a su alrededor. Lo oscuro de la noche en combinación de la espesa neblina no le permitía ver el último vagón.

Normalmente, la gente al ver lo largo del tren solían apagar su coche, pero debido a los últimos acontecimientos, el comandante le había advertido que podría estar siendo vigilado por los del cartel de la línea. Mas valía estar prevenido, así que dejó el motor encendido.

A la espera, decidió bajarse de su troca y caminar al frente de ella para mirar a ambos lados de la bestia, como solían decirle los inmigrantes que lo trepaban sin pagar peaje.

Uno que otro inmigrante centroamericano se asomaba para intentar dilucidar hasta donde habían llegado ya.

Desconfiaba de aquella situación: solo, en la oscuridad de la madrugada, sabiendo de antemano que el enemigo andaba fuera, cazándolo. En el noticiero de la mañana habían evidenciado el asesinato de uno más. Lo encontraron a las afueras de la ciudad, pero lo más relevante era que, tenía un reloj en la boca. Días atrás había sido otro, también tenía un reloj dentro de su boca cuando lo encontraron. Ambos eran jefes de sicarios del cartel de la «línea».

Aquella reporteara empezaba a insinuar que había algún tipo de vengador que hacía justicia de mano propia. Era peligroso decir eso. Pero el cartel contrario no se adjudicaba ninguno de los asesinatos, y el móvil no era el típico de un sicario. Eso lo ponía nervioso, y pese a ello, disfrutaba que aquellos desgraciados fueran asesinados.

Andar encubierto no era necesariamente una ventaja en una ciudad donde los mismos enemigos estaban infiltrados en lo más profundo de las entrañas de cada uno de los departamentos policiacos. Pero él era consciente de aquella situación. Tenía muy presente que debía realizar su labor con total profesionalismo para intentar jamás hundirse en las arenas movedizas de la corrupción, que eran el cáncer del día al día en aquella ciudad. Sabía bien que detener ese cáncer era labor de alguien más, no estaba seguro de quién, quizás gente como el comandante Homero Romero, y aún él tenía hartas limitante. Y es que, en un mundo de lobos rabiosos, él sólo era una liebre moribunda que jugaba junto con otras liebres a ser policía. Quizá sí, se encontraba en la base de la cadena alimenticia pero, aun así, la labor de aquel minúsculo animalito tenía su función en aquel ecosistema, y la suya, era atrapar a los pequeños chicos malos, intentar más significaría embriagarse de una soberbia irreversible que lo llevaría al sufrimiento de él y sus seres queridos que culminaría con la muerte de cada uno de ellos. Estaba completamente seguro que esa y, ninguna otra, era su realidad.

«¿Qué loco se atrevería hacer aquello? ¿Cuánto tiempo más podría durar?»

Una sonrisita se dibujó en su rostro. Sabía que se encontraba envuelto en una institución donde se jugaba chueco y se pagaba con machete en cuello si intentara correr un poco más deprisa. Más valía seguir siendo parte del ecosistema, procurando ser lo más honesto posible y esperando que aquello no llegara a ofender a nadie porque, de ser así, poco podría costar aquel valor que parecía estar en extinción, y que fuera aquel loco que algunos comenzaban a nombrar el justiciero, quien se encargara de hacer el trabajo duro.

Asesino de sicarios

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