Читать книгу Asesino de sicarios - Adrián Emilio Núñez - Страница 12

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Alegría en la mañana

El aceite brincaba al contacto con el pedazo de tocino que Omar puso con cautela sobre la sartén. En el piso de arriba, su esposa alistaba a las niñas para ir a la escuela. Se trataba de una mañana soleada. La luz entraba por las amplias ventanas de la cocina, donde Omar solía pasar su tiempo libre. Era un gran aficionado de cocinar. Sus utensilios resultaban productos caros, principalmente traídos de Estados Unidos; además, contaba con un enorme horno donde acostumbraba a preparar los pavos de Navidad, y claro, no podía faltar un amplio refrigerador con acabados de madera para que combinara con la pared.

No se mostraba ostentoso, pero le empezaba a ir cada vez mejor en su despacho de contaduría, así que se permitía lujos antes impensables. Viajaba más. Recientemente había ido a Dubái con su esposa y las niñas. A ellas no les había gustado tanto, hubieran preferido Disney World, los Estudios Universales o cualquier cosa; en fin, aún niñas. Pero su padre ganaba mucho y sentía que se volvería viejo antes de poder gastarlo todo, así que no escatimaba.

Vivía en una casa que supondría menos dinero del que en realidad tenía, en una colonia residencial, con entrada restringida y seguridad las veinticuatro horas. Lo valía. Además, con su creciente economía, si en algo no había que ahorrar era en seguridad y pensar en las chiquillas; para ellas el mejor colegio, la mejor ropa, clases de música, danza, lo que fuera, pero sin dejar de lado su seguridad personal, así que había que traerlas con muchísimo cuidado. Quizá seguridad privada, aunque Omar se resistía a contratar guardaespaldas; eso resultaba demasiado llamativo.

Por otra parte, su esposa no se preocupaba, era ingenua y disfrutaba de los frutos que él cosechaba. Además, siempre había vivido bien. No alcanzaba a ver la diferencia entre la riqueza de su marido o la de su padre, para ella se trataba de una vida normal.

Había dejado la sartén a un lado y ahora preparaba los jugos de naranja que tanto gustaban a sus hijas.

Cuando se encontraba en la cocina, usaba el mandil que sus pequeñas le habían regalado el Día del Padre, el cual tenía una inscripción que decía: «El mejor chef del mundo».

Tarareaba lo que suponía que era una canción conocida, pero realmente no atinaba a recordarla. No importaba, él se sentía feliz haciendo el desayuno a sus hijas y a su amada esposa. Había ya acomodado los platos, servido los huevos con tocino y los jugos de naranja. Pero faltaba algo.

—¡Ah, sí! —dijo en voz alta ante su entusiasmo.

Abrió la enorme puerta principal de una bella madera de roble rojo, miró hacia el cielo y tomó una enorme bocanada. Se aproximó a su amplio jardín frontal para cortar una rosa. Podía sentir el sol ardiente en la cabeza, que se veía cada vez con menos cabello. A pesar de ser de mañana, hacía bastante calor. Eligió la más fresca y la llevó al centro de la mesa para que sus hijas y esposa se sentaran a desayunar. Todos en familia.

—¡Princesas! —gritó, asomándose por las escaleras—. ¡El desayuno está listo y no querrán que se enfríe!

Aunque con ese calor difícilmente sucedería.

—¡Bajamos en un momento! —le regresó el llamado su esposa.

Las niñas podían llegar a ser bastante juguetonas, lo que hacía que se demoraran más de lo previsto.

—Muy bien, quiero ver a mis niñas más hermosas que ayer. —Y ambas nenas rieron al escuchar el halago de su cariñoso padre.

—No tardamos, cariño —le contestó su esposa a la distancia.

Continuó colocando los platos y los cubiertos, cuando de pronto alguien presionó el timbre de la casa. Omar se quitó el mandil y se puso sus lentes. No había parado de tararear aquella canción que le alegraba la mañana. Al abrir la puerta, lo primero que vio fue el cañón de un revólver, apuntándole a cinco centímetros de su entrecejo.

—Hola, Omar. Te traigo un recado.

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