Читать книгу Asesino de sicarios - Adrián Emilio Núñez - Страница 17

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El espía

Yolanda había trabajado toda la semana y estaba exhausta. Solo le quedaban los domingos para dedicarse a las labores del hogar; aprovechaba para lavar ropa, trastes, barrer, trapeaba, y claro, esperaba como mínimo que sus hijos la apoyaran, ya que hasta ese día la casa era un completo desastre.

Se encontraba preocupada. ¿Qué pasaría con sus hijos si ella ya no estuviera? Eran jóvenes y, a esa edad, irresponsables, pero aquella irresponsabilidad los podía meter en lugares peligrosos. Yolanda sentía particular preocupación por su hijo mayor, Gerardo. Se trataba de un buen chico, pero últimamente había estado involucrado con personas poco sensatas, para ser más precisos, con ese del que todas las vecinas del barrio se quejaban. Un malandro que reclutaba jóvenes en busca de adrenalina, los más vulnerables de todos.

Aunque había que reconocer que Gerardo había cambiado su actitud, ahora ayudaba más en la casa, a su madre y también a su hermana. Buscaba que ambas estuvieran alejadas del círculo donde él rondaba, no porque no quisiera ser molestado, sino porque sabía que podría resultar peligroso para cualquiera de las dos. Aun así, Yolanda rezaba todas las noches por que sus dos hijos se alejaran del camino del mal y que algún día encontraran un trabajo mucho mejor que el que ella tenía: obrera en la maquila.

Gerardo había despertado temprano para ir a comprar al mercado, como se lo había solicitado su joven madre. Mientras tanto, su hija Gisela la ayudaba a limpiar la casa, vieja, con paredes de adobe y tuberías que merecían ser cambiadas cuanto antes. Resultaba un buen día. Su hijo actuaba de forma muy positiva. Preveía cosas buenas para él. Inclusive había mencionado su creciente anhelo de entrar a la prepa. Su sueño era terminarla mientras conseguía trabajo en algún restaurante como mesero y abrir un lavadero de carros. Él soñaba con que llegarían cien coches diarios a su autolavado y que por cada uno cobraría cien pesos, así que no tardaría en volverse rico. Y todo sin la necesidad de convertirse en un mafioso. Solo había que ser emprendedor.

Después de la comida familiar, evento poco frecuente, Gisela se arregló para salir con su novio, casi diez años mayor que ella. Aunque su madre se negaba rotundamente a esa relación, en el fondo sabía que no había nada que pudiera hacer al respecto. Gerardo se reunió con algunos de sus nuevos amigos. Yolanda rezaba por ellos.

Lo típico era ir a la casa de Jenrics, ahí se juntaban todos, siempre con las puertas abiertas a quien buscara algo de drogas. Empezaron a liar un churro de marihuana. El plan del día consistía en ver qué pasaba, lo que implicaba en gran medida obedecer a Jenrics y, mientras tanto, había que permanecer ahí, sin hacer gran cosa más que drogarse.

Los rumores decían que Pavel acababa de comprar una motocicleta y justo venía para presumir. No era una gran moto, algo así como un intento, con un motor chico. Pero los ahí presentes la observaban como creyendo saber del arte del motociclismo. Se referían a ella como si tuviera uno de gran cilindraje, que hacía un ruido excepcional. Pero el suyo era muy débil y el estruendo se debía más bien al esfuerzo que realizaba.

Gerardo sabía manejar bien las motos, su tío le había enseñado. Pobre tío. ¿Qué le habría pasado? No lo había visto desde que lo metieron en la cárcel en Estados Unidos, cuando fue descubierto intentando cruzar treinta kilos de marihuana. Solo le faltaban dos años y después regresaría. Estaba feliz de reencontrarse con él; era como su padre, ya que el biológico jamás se había hecho cargo de él o de su hermana, por no decir que, simplemente, los había abandonado.

La noche había caído y todo parecía transcurrir como siempre, hasta que de pronto la Roca apareció por sorpresa. Al parecer, después de que traicionaran a Jordi, la Roca u otro matón iban y daban rondines para vigilar a sus burros, como ellos les decían.

«Eso es el Jenrics, un burro, y nosotros quedamos… ¿en burritos?», pensó Gerardo.

De inmediato Jenrics ofreció algo de droga a la Roca, pero él estaba bien adiestrado y no consumía nada, a menos que el jefe lo permitiera. Mientras tanto, eran horas de trabajo. Sin embargo, la Roca parecía el más allegado a Jordi y desobedecía de vez en cuando, así que le prendieron un foco para fumar algo de crack.

Gerardo observaba, callaba y procuraba ser cauteloso.

—¡Ey! Pinche Pavel —dijo Gerardo—. Préstame tu moto para darme una vuelta.

—Nel, ni madres. Ni has de saber manejarla.

—Sé más que tú, pendejo.

—Ta´ bueno, güey, pero la quiero intacta —amenazó Pavel—. Y te quiero en cinco minutos aquí. Si no, voy y te busco.

Gerardo prendió la moto y, efectivamente, no se sentía como si tuviera un gran motor. Se quedó un tiempo acelerándola para montar faramalla. Pero en realidad pretendía ganar tiempo en espera de que la Roca saliera.

Por fin se retiró y se subió a una troca RAM de modelo mucho más viejo que la de Jordi. Parecía que les gustaban a aquellos mafiosos. Gerardo comenzó a seguirlo lo más imperceptible posible. Mantenía una distancia considerable para que no pudiera reconocerlo. Mientras avanzaba por una avenida, la Roca hizo una parada en una tienda de autoservicio. Actuaba bastante normal. Compró algunas cosas e inclusive dio propina al niño que empacaba. Regresó a su troca, arrancó y Gerardo realizó lo mismo, tomando su distancia.

En la guarida del Jenrics, Pavel estaba loco porque Gerardo no regresaba. Seguro que quería su moto de vuelta, pero para Gerardo era más importante saber a dónde lo llevaría la Roca. No podía desaprovechar esa oportunidad de oro.

Después de tanto rodeo, la Roca llegó a una colonia bastante buena para las posibilidades de Gera. Paró en una casa común de dos pisos y color crema. Parecía la de cualquier familia. Ahí se encontraban la RAM negra de Jordi y otras trocas más. La Roca bajó y entró, cargando todas las cosas que había comprado. Gerardo sacó su celular e intentó acercarse lo más que pudo para enviar la dirección a Santiago. Sonaba música banda dentro. «Típica de narcos», pensó. Además, se oían las risas de varios hombres.

Sigiloso, se escabulló entre las trocas para obtener mejor ubicación. Estaba nervioso. Internet iba lento. Por fin logró abrir la aplicación. Ahora tenía que cargarse. Entre más tiempo permaneciera ahí, mayor riesgo sufría de ser descubierto. Después de un rato se cargó y, finalmente, la envió.

Pero Gerardo era curioso. Deseaba indagar más. Jamás había escuchado que la curiosidad mató al gato. Se asomó por una de las ventanas, pero no se veía nada, las cortinas permanecían cerradas. Alucó por otra a un costado de la casa. Ahí estaban varios hombres, entre ellos Jordi. Discutían. Seguramente el lugar funcionaría como el centro de reunión de esos sujetos.

Era momento de regresar, ya había enviado la ubicación y, además, se había dado el lujo de poner en riesgo su seguridad para confirmar que Jordi se hallaba ahí. Se dirigió presuroso a la moto de Pavel. Trepó en ella y, justo antes de encenderla, sintió que lo tomaban por detrás.

—¡Ey, Jordi! —gritó la Roca desde afuera de la casa, mientras traía consigo a un muy espantado Gerardo—. Mira lo que me acabo de encontrar afuera. El muy pendejo me venía siguiendo —luego se permitió dirigirse hacia Gerardo—: ¿Crees que no me di cuenta?

La Roca lo arrastró hasta la sala, donde se situaban Jordi y cuatro hombres más, todos matones y mayores de treinta años. Quizás el más joven tendría la edad de Jenrics. Vestían bastante similar: jeans de mezclilla, tenis o botas, polos; tres de ellos, a pesar de ser de noche, traían cachucha. Cada uno cargaba con un arma larga. Jordi era el mayor. Lucía igual que ellos, con la excepción de que calzaba sus horribles botas de piel de armadillo, color rosa fosforescente.

—¡Mira, mira, nomás! —empezó a decir Jordi mientras caminaba alrededor de él, como un león que saborea a su presa—. ¿A quién tenemos aquí? Nada más y nada menos que al famoso escapapolicías. ¿Qué chingados hacías persiguiendo a la Roca?

—Lo caché haciendo algo en su celular —se adelantó este, mientras le entregaba el teléfono a Jordi.

—Muy bien, jovencito, por favor, desbloquéamelo —exigió Jordi con el tono amable que solía usar justo antes de arremeter contra alguien.

Gerardo, que permanecía hincado y rodeado por los matones, escribió la contraseña de desbloqueo, a sabiendas de que le podía costar bastante caro. Pero no tenía otra alternativa. Temblaba mientras lo hacía. Luego devolvió el celular a Jordi, quien accedió a las últimas llamadas.

—Última llamada… Mamá a las 11:34 a. m. —con tono sereno—. ¿Para qué le hablaste a esas horas?

—Fui al mercado y le pregunté si quería tomate o tomatillo.

—Ajá, muy bien. Veamos entonces. Último mensaje. —Jordi navegó en el móvil.

Gerardo observaba su rostro, quería saber a través de sus expresiones si encontraba algo que lo delatase. El resto de los presentes permanecían callados, rodeando al joven, amenazantes con sus cuernos de chivo. Gera jamás había visto uno solo y esos hombres los portaban.

—Último mensaje… a las 3:12 p. m., Andrés, «¿ónde tas, wey? Voy por ti» —Jordi leía en voz alta—. Bien. Nada sospechoso aún. Comprobemos tu WhatsApp.

Evidentemente, se había hecho a la tecnología a pesar de su edad.

Gerardo tembló al escuchar aquello y Jordi lo notó. Esbozó una pequeña sonrisa.

—Último WhatsApp, hoy a las 11:41, p. m. Contacto…, hermana… Ubicación. Aquí es donde vivo. —Echó una mirada cargada de furia a Gerardo, quien no paraba de temblar del miedo.

Jordi logró calmarse antes de continuar:

—¿Sabes algo, escapapolicías? Pa´ mí que puro pedo eso de que te escapaste de un policía. Pa´ mí que el pinche poli te dejó escapar con la condición de que fueras su informante.

Gerardo guardaba silencio. Teniendo la evidencia, parecía fácil deducir aquello.

—Pa´ mí que este no es el número de tu hermanita. ¿O ustedes qué creen? —preguntó al resto—. ¿Le hacemos una llamada?

Gerardo levantó el rostro, abriendo los ojos como platos en solicitud de piedad.

—¡Empieza a hablar, pinche mocoso! —le gritó Jordi con todas sus fuerzas, mientras escupía al abrir la boca.

—Está bien, jefe, por favor, perdóneme. Le diré todo.

—¡Pues habla ya! —Jordi se había vuelto por la AK-47 recargada sobre su sofá favorito y le apuntó directo a la cara.

—Sí, efectivamente, usted es muy inteligente, jefe. El poli me dejó escapar con la condición de que yo le informara, pero le juro por la Virgencita que no le he dicho nada más que esto.

—Sabes que la traición a mi persona o mi organización se paga con la muerte, chamaco pendejo. Tú mismo ahogaste a un hijo de la chingada, ¿y aun así no aprendiste?

—Deberíamos matarlo, Jordi, así daríamos un mensaje —opinó la Roca.

—¡Por favor, no! ¡Puedo hacer lo que sea! ¡Por favor! —rogó Gerardo.

—¿Que no ves que ya matamos a uno enfrente de ellos y no funcionó, imbécil? —contestó Jordi—. Además, este mocoso fue reclutado por el imbécil de Jenrics. Ese cabrón también merece ser castigado.

—¿Entonces los mato a los dos? —La Roca apuntó con su arma a Gerardo.

—¡Que no, imbécil! Así no motivaríamos, debemos profesar el perdón a quienes decidan ser fieles a nosotros —dijo Jordi a regañadientes.

Gerardo sintió una pizca de alivio. Quería salir de aquello. Pensaba en mudarse de ciudad. ¿Dónde se había metido? Aquello era horrible, la vida se le iba a cada enojo de cualquiera de esos locos. Solo deseaba escapar de allí y jamás volver. Jamás. Se mudaría con su mamá y su hermana a otra ciudad. Sí. Esa era la solución, pero jamás se involucraría con cualquier cosa que tuviera que ver con las mafias.

—¿Cómo se llama el policía?

—Santiago, señor. Se llama Santiago —contestó Gerardo a toda prisa, procurando mostrarse lo más complaciente posible.

Jordi hiló los cabos sueltos:

«Entonces era Santiago, el mismo que muchos creían que había matado al Pochis y lo había tirado en el basurero. Ese pinche policía seguramente es un infiltrado del cártel contrario. La Policía Ministerial no puede ser tan pendeja y estar incumpliendo su tratado de no agresión. Pero, entre que son peras o manzanas, no resulta posible matarlo…, por desgracia; si no, rompería el pacto con la fiscalía; tampoco sería algo inteligente de mi parte, mis superiores no me lo perdonarían. Además, ¿qué tal si no mató al Pochis? Varios lo acusan, incluso varios policías ministeriales lo tachan de rebelde. Por el otro lado de la moneda, algunos otros lo describen como una persona que siempre busca hacer las cosas bien y socialmente correctas, es decir, policía mata a mafioso. Tal vez se trate de uno de esos cabrones con la moral elevada que le dice por las noches a su hijito que él atrapará a los malos y que lo cuidará. De cualquier forma, estaría cabrón saber cuál de las versiones es la correcta. Lo que solo da lugar a que yo, Ezequiel Velasco, tendré que hacer la chamba e investigar a este cabrón policía desde las entrañas».

Ya varios de sus hombres habían identificado a Santiago y a su familia desde que sospecharon de él. Pero ahora resultaba el momento para que el mismísimo Jordi entrara al juego.

Aquello lo emocionaba, las cosas se ponían cada vez mejor. El imbécil de Santiago quería jugar a ser el policía bueno, pues Jordi podía jugar a ser el mafioso malo.

—Lo he decidido, matemos a este mocoso…

Pero antes de continuar, se vio interrumpido por el llanto de Gerardo, quien pedía a lamentos su perdón al mismo tiempo que dedicaba plegarias a la Virgen.

—¡Cállate, por el amor de Dios!

—¿Lo mato ya? —sugirió la Roca.

—¡No, idiota! ¡En mi casa no! —luego bajó el tono—. No quiero ensuciar la alfombra.

Gerardo no podía creer lo que escuchaba. ¿Tal cual ganado? Esperando a que muriera en un lugar donde no ensuciara la alfombra de la sala de Jordi. Todo debía de tratarse de un sueño. Un sueño donde él comenzaba a gritar, pero no despertaba, así que chillaba más fuerte, más fuerte y cada vez más fuerte.

—¡Maldita sea! ¡Chingada madre, mocoso! —Jordi tomó su rifle, apuntó a la cabeza y disparó—. ¡Puta madre! Lo que me obliga a hacer este mocoso pendejo. Ahora tendremos que hablar a los de limpieza para que laven mi alfombra y los muebles. Chingada madre, mocoso chillón, lo que me haces hacer. ¿Te das cuenta de lo que me haces hacer? —exclamó al cadáver del joven, que hasta hacía unos segundos pensaba que aquello era una pesadilla de la cual podría despertar si gritaba con fuerzas, que sentía mil emociones y aún emitía calor; sin embargo, dentro de poco estaría frío, como todos los muertos—. Ni pedo, cabrones —continuó Jordi—. Tenemos que ser contundentes, necesitamos dar un mensaje a todos los que trabajan para mí. Solo con miedo entienden esta bola de pendejos. Así que vamos a ir a casa del imbécil de Jenrics ahora mismo y vamos a matar a todos sus malditos seguidores. ¿Escucharon? ¡A todos! Quiero empezar de nuevo en aquella zona. Échense a todos los que estén ahí y me traen el cuerpo del cabrón del Jenrics, el de otros dos más y el de este pinche escapapolicías.

—¿Para qué quieres los cuerpos, Jordi?

Pero este se tomó unos segundos antes de contestar. Parecía estar visualizando algo en su mente, algo verdaderamente siniestro. Su mirada se sumió en Gerardo y una sonrisa se empezó a dibujar en su rostro, mostrando todos sus dientes amarillos.

—Le voy a dejar un regalito a aquel pendejo policía para que no se ande creyendo más inteligente que yo. Estoy seguro de que con esto se arrepentirá de reclutar gente en contra mía. Él y todos en esta puta ciudad tienen que tener muy claro que no se puede traicionar a Jordi ni al Cártel de la Línea.

Asesino de sicarios

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