Читать книгу Asesino de sicarios - Adrián Emilio Núñez - Страница 16

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La fiesta

Persistía algo similar a una neblina que no era otra cosa más que el humo de marihuana y tabaco, pero no se trataba de la única droga que rondaba el lugar. Cada quien tenía sus preferencias, aunque realmente no existían muchas opciones, porque al final había que consumir de todo. Si querías pertenecer a la Manada, debías probar de todo. Era, por así decirlo, el tique de entrada. A diferencia de la típica música que acostumbraban a escuchar los fanáticos del narcotráfico, entre la Manada se oía rap o hip-hop, en realidad, distintos ritmos hablando de la misma mierda. Las letras reverenciaban al que traía una pistola y mataba al del bando contrario.

El lugar era una casa vieja con unos cuantos sillones rotos, ladrillos y botes que ejercían la función de sillas. Los vecinos llevaban mucho tiempo sin quejarse. Reconocían que Jenrics dominaba el barrio y nada podía hacerse, ni siquiera contactar a la Policía. Cuando eso llegó a suceder, tiempo atrás, se ponían de acuerdo con la patrulla, le daban un poco de dinero, no más de doscientos pesos, y terminaba yéndose feliz.

En ocasiones, las fiestas duraban hasta al amanecer con la música a todo volumen. Cuando no, eran los gritos de alguna pelea entre los miembros de la Manada o de un ingenuo que se atrevía a provocar conflicto. Entre tantas drogas, las tundas se volvían algo cotidiano. Todos los fines de semana había una fiesta. Siempre surgía una buena excusa para festejar algo. Muchas veces ni siquiera se necesitaba una. Ese era su estilo de vida, drogas y fiesta. ¿Había algo más? Claro que no. Eso era vida. Aunque esa noche sí existía un motivo: cada mes, Jenrics se reunía con su jefe, quien le entregaba el surtido de drogas para el siguiente, lo que significaba dinero.

—¿Le vas a chingar o qué pedo, cabrón? —amenazó Jenrics al nuevo integrante de la Manada, Gera el Escapista. Se había ganado aquel apodo—. Pásese una línea, pinche puto, y aprovéchela porque las primeras son gratis, pero luego usted tendrá que hacerse de las suyas con su propia lana.

Se trataba de un negocio redondo. Tenía sus achichincles, a los cuales manipulaba a voluntad y, al mismo tiempo, eran sus clientes. Gera había ingresado a la Manada después de haber adquirido fama por haberse escapado de la Policía en una venta de drogas, lo que de inmediato llamó la atención de Jenrics. Este se creía todo un profesional en el negocio del narcotráfico y veía en Gerardo un potencial miembro de su Manada.

Con el pulgar, tapó su fosa nasal derecha y, con la izquierda, aspiró el polvo blanco que le habían servido en una tarjeta. Un rush comenzó a surgir casi al instante, aunque lo siguió una pizca de remordimiento. Había escuchado en más de una ocasión que consumir cocaína te volvería adicto a ella en muy poco tiempo. No deseaba ser un drogadicto, ya lo había vivido con su padre durante la infancia. De hecho, sus ansias de convertirse en un afamado narcotraficante disminuían ahora que conocía a Jenrics y a su Manada. Tenía la impresión de que, si no te asesinaba otro, terminabas matándote tú mismo con las drogas y aquel estilo de vida. Una especie de suicidio a largo plazo y con intereses que se cobraban tu familia. En este caso, los principales afectados serían su madre y su hermana menor.

Su progenitora sufría de un creciente estrés al saber que ahora se juntaba con la escoria del barrio. La pobre mujer se despertaba a las cinco de la mañana para preparar la comida para sus hijos y después ir a la maquila y trabajar diez horas, con la única esperanza de que estos tuvieran un futuro promisorio, algo que ofrecerse a ellos mismos. Aquello empezaba a dolerle a Gerardo, una madre entregada a sus hijos, y ellos, unos malagradecidos. Lo que ella más anhelaba era que poseyeran valores morales, no dinero. Se trataba de una madre estricta que la mayor parte del tiempo parecía enojada y de mal humor, pero ¿cómo no entenderla si trabajaba seis días a la semana jornadas completas por un miserable sueldo? Pobre Yolanda, jamás le quedaron horas libres para estar con sus hijos, ni siquiera para vivir su vida; había engendrado a Gerardo a los quince años y a Gisela a los dieciséis. A pesar de ser soltera y joven, sabía que los alimentos antecedían al tiempo de calidad. Al parecer, su hijo no comprendía lo que quería mostrarle con su arduo esfuerzo. Ya resultaba muy tarde, pertenecía a una mafia de la que no podría retirarse con desearlo.

Había como cuarenta personas en la fiesta del Jenrics, la mayoría drogadas; otros cuantos practicaban sexo en las partes oscuras de la casa. Cada cuarto estaba ocupado por gente que solo buscaba sexo, drogas y aceptación.

Gerardo sintió su celular vibrar. Le había llegado un mensaje, pero un segundo antes de poder verlo, Jenrics se apresuró y se lo arrebató.

—¡Eah! ¿Quién es esa tal Gisela, Gerita? —se burló.

—Es mi hermana, Jenrics —contestó. Si no le seguía el juego, no le devolvería el teléfono.

—Preséntala, güey. A ver, saca una foto de ella.

—Tiene dieciséis años.

—¿Y eso qué tiene, güey? ¿Cuántas de las que andan aquí no tienen esa edad? ¿O no, vato? —dijo, buscando la aprobación del resto, que asintió tal cual fieles ovejitas—. Ya, morrillo, no se agüite, tenga su pinche celular. Lo quiero aquí de vuelta, acuérdese de que estamos festejando nuestro nuevo lote de candys.

Después del incómodo momento, Gerardo tomó su celular y revisó el mensaje: «¿Dónde estás, hermano?». A lo que él escribió: «Voy en camino».

Aquella era la señal con la que tiempo atrás habían quedado él y Santiago para encontrarse. Se veían a unas cuadras de la casa de Gerardo, y ya que la troca de agente ministerial que manejaba Santiago no traía ninguna imagen que pusiera al descubierto su identidad como policía; no había que preocuparse por generar sospechas.

Gerardo la vio y subió. Los vidrios estaban polarizados y no se captaba nada dentro.

—¿Qué has averiguado, ya sabes quién es el jefe del Jenrics? —preguntó Santiago sin detenerse a saludar.

—Sí, mi poli. De hecho, ayer me tocó conocerlo, y créame, es posiblemente la persona más desagradable que haya conocido en mi vida.

Gerardo comenzó a platicar sobre aquel apabullante momento, uno que le haría arrepentirse de continuar en aquel ecosistema de mafiosos:

—Jenrics nos había pedido que fuéramos a hacer un surtido de drogas. Por eso, la party de hoy. Con cada nuevo lote de drogas o candys, como él dice, hace una party para empezar a venderla. A mí no me habían comentado con quién íbamos, ni me atreví a preguntar. Jenrics llevaba consigo una mochila llena hasta el tope de dinero. Jamás había visto tanto. Nos subimos los cinco al carro de Andrés; él manejaba, Jenrics iba de copiloto; también iban el Randy, el Pavel y yo.

»Pasaban de las doce de la madrugada. Yo esperaba que fuera algo rápido: llegar, pagar, tomar la nueva mercancía y fuga. Pero nel. No fue así. Nos habían citado en la presa. Nos estacionamos y tuvimos que caminar en lo oscuro de la noche hasta la orilla, allá por la entrada más lejana. Cuando ya llegamos, estaban dos señores con verdadero aspecto de matones, no chingaderas como los pendejos estos que solo son cholos. Uno de ellos era el jefe. Me llamó la atención que le faltaba la oreja derecha, y en su lugar se tenía una cicatriz que me causo asco. Por si fuera poco, usaba unas horribles botas de avestruz color azul cielo. Estaba rucón, tendría más de cuarenta años, yo creo. El otro era un poco más chavo. Venían en un Ram negro. En cuanto aparecieron, se le quebró la voz al Jenrics.

»Caminamos hasta donde estaban, a dos metros del agua de la presa. Estaban recargados en la troca. Yo solo veía y actuaba como los demás. Nadie saludó de mano a nadie. «¿Traes el dinero?», preguntó el jefe a Jenrics. Y el otro que no era el jefe abrió la maleta para verificar que todo estuviera ahí. Jenrics era más mansito que un cachorro. Hasta sentí pena por él. Luego, el mismo sujeto que había tomado la mochila con el dinero sacó un paquete de la RAM. Ni siquiera vi qué tipo de drogas traía. Recuerdo bien que el jefe estaba muy serio. Sacó un cigarro y lo prendió. Hacía preguntas muy cautelosas: «¿Cómo va el negocio en tu zona? ¿Has visto algo extraño? ¿Sospechas de alguien?». Cuando soltó aquello último, neta, no manche, poli, temblé gacho. Lo primero que pensé fue: «Ya valí verga. Me van a matar aquí mismo». Y lo peor fue el que el jefe se volteó a mirarme y luego me preguntó quién era yo. Jenrics justificó mi presencia, diciendo que había atacado a un policía y escapado. Eso tranquilizó al jefe y a mí. ¡No manche! En verdad se lo juro, poli, sentí que moría en ese momento.

»Después de la transacción, pensé que ya nos íbamos y todo chido…, pero no hacíamos nada; supongo que Jenrics esperaba la orden. Todo estaba súper tenso y, de pronto, el jefe empezó a reír como loco y nos pidió que nos relajáramos, que éramos parte de su gente. Nos dijo que solo teníamos que ser fiel a él y no pasaría nada. Jenrics solo comentaba cosas así como: «Sí, jefe, te soy fiel solo a ti, solo a ti, lo juro, jefe». Los otros idiotas lo repetían. No podía creer que estos cholos que amenazaban a niños, viejitas y jóvenes actuaran tan cobardemente. O sea, dese cuenta de que éramos cinco contra dos. Pero total...

»El jefe alzó la mano, haciendo una seña, y el otro güey fue a la caja de la troca y levantó a un sujeto amordazado. ¡Ay, cabrón! No lo vi venir. Cargó a un güey y lo tiró enfrente de nosotros como si fuera una simple bolsa de basura. Hasta a mí me dolió cuando cayó al suelo. El pobre se retorcía del dolor. Le vi el rostro y él me vio a mí. Se sintió bien gacho, en verdad, poli. Se volteó a mirarme, ¿sabe? Sus ojos gritaban piedad, pero ¿qué podía hacer yo? Era el más chico de ahí, el nuevo.

»Luego el jefe se apoyó sobre el pobre vato, como si le fuera a bolear su horrible bota, y muy tranquilo se puso a fumar. Luego nos miró a cada uno de nosotros, como analizándonos. ¿Sabe cómo? Como serpiente que está a punto de saltar sobre su presa. Daba miedo aquella mirada; todos tenían la cabeza gacha como si nos estuvieran regañando. Hasta que empezó a decir: «Este cabrón de aquí», y luego puso la bota sobre su cabeza, aplastándola contra el fango. «Este culero de aquí es el distribuidor de otra de mis zonas, pero ¿qué creen?», y luego Jenrics, todo dócil, preguntó: «¿Qué, jefe?». El otro lo arremedó con voz burlona y se le acercó, olvidándose del pobre que estaba en el fango: «¡Hable con huevos, pinche jotito!», le gritó a centímetros del rostro. Jenrics era incapaz de levantar la mirada. Le siguió gritando que era un pinche débil jodido, que por eso jamás llegaría a formar parte de su equipo cercano y no sería más que un pinche burrero. Yo pensaba muchas cosas, que yo quería ser como Jenrics y ahora veía que no era sino lo más gacho de todo. Que lo chido era ser de la banda del jefe. «¡Pinche bola de cholos, culeros, no valen madre, putos!». Y ya después de gritarnos e insultarnos por unos minutos, volvió con el otro güey que estaba en el fango. «El maldito trabajaba para mí, pero el muy desgraciado decidió pasarse de listo y comprar drogas a alguien que no soy yo. ¿Saben lo que eso significa?». Luego se quedó como pensando, como si quisiera hacernos escarmentar, hasta que le dijo al otro que venía con él: «Roca, bajas los blocks». Pero deje usted, poli, lo que pasó después.

»Nos pidió que le amarráramos los blocks a sus manos y pies. Los otros obedecieron, pero yo me quise hacer el pendejo. Luego el jefe me miró directo y me dijo: «Tú, el nuevo, átale uno al cuello». Se lo juro, poli, temblaba. El pobre vato me observaba a los ojos, pidiendo piedad. No lo conocía, ni él a mí, pero si no lo hacía, ¿quién sabe qué pasaría? Así que lo realicé, intentando no verle el rostro, pero luego el jefe me tomó de los cabellos y me puso la cara frente a la de él. Sentía el sudor del güey y él el mío, seguramente. Cerré los ojos, pero el jefe me gritó que los abriera. No me quedaba más que obedecer. Era él o era yo, poli. «¡Amárrale el puto block y mírale a los ojos!». Pero no acabó ahí.

»Nos hicieron cargarlo hasta la pared de la presa y, mientras reía como un loco demente, nos obligó a lanzarlo a lo más profundo de la presa… Salían burbujas; casi se escuchaban los gritos en cada una que se reventaba al llegar a la superficie. ¿Se imagina? Estar amarrado mientras te hundes en una presa en la noche, con el agua completamente helada. Fue una experiencia horrible. La peor que he tenido en mi vida.

Debió de haber resultado traumático para cualquiera, pero sobre todo para alguien que jamás había visto morir a una persona. La mirada del joven ya no era la misma de antes, la de aquel emprendedor con ilusiones y sueños. Semejaba, honestamente, arrepentido. «¿Adónde lo he metido?», pensó Santiago, pero luego recordó que el mocoso ya estaba en aquel camino.

—¿Sabes cómo se llama el jefe?

—¿Cómo olvidarlo? Jordi. Lo sé porque el otro, la Roca, lo mencionó varias veces. Jenrics siempre se refería a él como «el jefe».

Los jefes de zona eran lo máximo a lo que se podía aspirar a encarcelar. No había facultad para enjuiciar a alguien superior, ya que seguían las verdaderas cabezas: gobernantes, políticos o empresarios. La estrategia común de estos señores poderosos consistía en reuniones paulatinas para elegir por sector a un jefe de zona, luego este administraba el área sin meterse con la de sus colegas. En una ciudad como esta, había cuatro. Se encargaban de la parte oeste, la más rica y poderosa, donde vivían la mayoría de los políticos. Cada jefe de zona se administraba como mejor le pareciera.

Jordi hacía lo mismo. Agarraba a un malandro, le daba algo de poder en su barrio y este otro buscaba sus propios achichincles, lo que era Gerardo. Además, cada jefe de zona tenía un equipo de matones o sicarios que limpiaban mafias rivales y policías molestos, así como extorsionaban negocios o asesinaban a la persona que se le solicitara. La mayor ganancia para ellos era monetaria, pero la verdadera iba para los que estaban arriba; ellos poseían el control completo de la ciudad.

—¿Oye, poli? —Gera solicitó permiso para hablar.

—¿Qué sucede?

—Quisiera salir de esto, pero ahora sé que, si lo intento, me van a buscar, y sepa qué me hagan.

Había una clara decepción en el rostro del joven. Estaba arrepentido de haberse convertido en cómplice de un asesinato.

—¿Qué tiene que pasar para que todo esto se termine? —preguntó, buscando un rayito de esperanza.

Santiago meditó. Resultaría muy difícil que pudiera abandonar aquel embrollo justo ahora. ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que rehiciera su vida?

—Lo que tiene que suceder es que tus jefes, Jordi y Jenrics, terminen muertos o en la cárcel y entonces tú rehagas tu vida, estudiando o trabajando honestamente.

Gerardo miró a Santiago. Intentó planear cómo colaborar para conseguirlo.

—Entonces, ¿si yo te ayudo a matar a Jordi, esto se acabará para mí?

Santiago no estaba seguro, pero constituía una posibilidad. El problema consistía en que Jordi era intocable. No se podía asesinar a un jefe de la mafia a menos, claro, que formes parte de la contraria o, en su defecto, seas el loco que se atrevió a matar al otro jefe de zona encontrado en el relleno sanitario. Pero eso resultaba, básicamente, impensable.

—Buscaré la forma de sacarte de esto, pero por lo pronto quiero que intentes ser el mejor hijo y hermano. ¿Queda claro, chico?

—Gracias, poli. Solo dígame una cosa. ¿Qué hace falta para que usted esté más cerca de matar al Jordi?

No había nada que Gerardo pudiera realizar para que Santiago se atreviera a tal cosa, por más que lo deseara.

—Nada, hijo. Lo siento.

Gerardo no quedó convencido. Algo se le ocurriría, si no, él mismo se cargaría al maldito de Jenrics y, de ser necesario, hasta al mismísimo Jordi.

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