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MODERNIDAD, COLONIALIDAD DEL PODER Y LA INVENCIÓN DE “RAZAS” Y “RACISMOS”

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¿Qué entendemos por colonialidad del poder y cuál es su importancia como categoría de interpretación histórica y social? ¿Cuál es su valor crítico tanto en términos epistémicos como ético-políticos? Quijano define la colonialidad como “un patrón de poder”, es decir un entramado de relaciones que articula de manera compleja una multiplicidad de formas de dominación, explotación y conflicto en relación con la organización y apropiación de seis ámbitos fundamentales de la vida social: autoridad, comunicación, naturaleza, sexo, subjetividad y trabajo. Dichos elementos están entrelazados a la vez que representan dimensiones particulares del espacio y proceso social. Otra estrategia de representación conceptual de la colonialidad del poder es como el entrelace de cuatro regímenes de dominación, explotación y conflicto: capitalismo, racismo, imperialismo y patriarcado. Una tercera manera de representar la colonialidad del poder es como tres ejes intersectados: el eje de explotación del trabajo por el capital, el eje de dominación etno-racial y cultural, y el eje de dominación sexual y de género.

Denominamos las formas modernas de la dominación usando el sustantivo colonialidad para significar y acentuar no solo su origen colonial, sino sobre todo la continuidad de estas jerarquías de poder y formas de desigualdad y opresión –económicas, geopolíticas, epistémicas, étnico-raciales, sexuales, éticas, estéticas, religiosas, lingüísticas– en la larga duración de la historia de la Modernidad capitalista116. Es en este sentido que esgrimimos el concepto de colonialidad del poder y del saber.

La colonialidad del poder/saber se entiende como un proceso histórico-mundial constitutivo de la Modernidad capitalista que caracteriza fundamentalmente el camino de globalización que surge en el largo siglo XVI, constituido por la conquista de las Américas, el comercio esclavista trans-Atlántico y la institucionalización del sistema de plantaciones, la emergencia de imperios europeos modernos y, eventualmente, un orden geopolítico basado en un sistema de Estados naciones, y la emergencia de la ideología de Occidente como marco discursivo para dar sentido a las nuevas formas de dominación tanto religiosas y lingüísticas como culturales y epistémicas, lo cual implicó la emergencia de nuevos modos de identificación e inter-subjetividad. Es en esta coyuntura cuando emerge el capitalismo centrado en el Atlántico como modo de producción dominante, junto a las invenciones simultáneas de las Américas, África y Europa, en cuanto categorías geohistóricas de civilización y región que corresponden con constructos raciales117. Se crean las formas de clasificación y estratificación racial junto a los nuevos modos de explotación del trabajo subyugados a las dinámicas de acumulación de capital en el naciente mercado mundial. Con la redefinición del poder patriarcal, se origina el patrón de colonialidad del poder que continúa dominando mundialmente hasta el día de hoy.

Esta madeja de relaciones, procesos y estructuras, lo representamos como el entrelace de cuatro regímenes de dominación –capitalismo, patriarcado, racismo e imperialismo–, que componen la matriz principal de poder y saber que configura la modernidad/colonialidad. Estas cuatro formas de dominación constituyen un intricado ensamblaje, en vista de que el capitalismo tiene dimensiones patriarcales y raciales, como la división y estratificación sexual y étnico-racial del trabajo a escala mundial; y el imperialismo contiene discursos y políticas patriarcales y raciales de dominio del hombre blanco sobre territorios y cuerpos feminizados, racializados, infantilizados y erotizados, para ser apropiados y explotados118.

La otra estrategia de representación de la colonialidad es como tres ejes intersectados de poder y conocimiento. Comenzamos con la relación entre capital y trabajo, pero no porque tenga primacía, ya sea temporal o causal, ya que como hemos indicado, la matriz de poder moderna/colonial que deslindamos es un conjunto complejo en el que todas las partes tienen su especificidad, a la vez que se refieren necesariamente y recíprocamente unas a otras. Aquí el argumento es que en dicho patrón todas las formas históricas de organización y explotación del trabajo social (reciprocidad, esclavitud, servidumbre, pequeña producción mercantil y salario) se articulan en subordinación al capital global. Este planteamiento supone e implica un análisis del capital como una relación social de explotación no solo del trabajo asalariado (como en concepciones eurocéntricas), pero de una pluralidad de formas laborales que convergen en el mercado mundial guiadas por la búsqueda de ganancias a través del proceso global de acumulación de capital119.

Pero este proceso, que nos sirve de entrada para entender las desigualdades en la distribución de riqueza en el mundo, no se explica simplemente con base en las categorías de la economía política. La división desigual de la economía mundial capitalista en tres estratos (centro, semiperiferia y periferia) que surge a partir del largo siglo XVI y de gran manera permanece hasta hoy día, se establece con base en la institucionalización de regímenes raciales de explotación del trabajo, en los que el trabajo asalariado se concentró en las centros occidentales y las formas más coercitivas (como la esclavitud y las servidumbres) en los espacios subalternos periféricos, incluyendo las periferias situadas en los territorios del centro. Esta correlación entre la desigualdad laboral y racial permanece hasta hoy día. Dichas formaciones que Santiago-Valles denomina “regímenes globales-raciales”, integran la estratificación étnico-racial en la explotación del trabajo con la desvalorización de los cuerpos, culturas, conocimientos, historias y territorios de los sujetos racializados negativamente como no-blancos y no-occidentales120.

Estas jerarquías en la distribución global de la riqueza también se corresponde con las divisiones geopolíticas que se han establecido dentro del patrón de poder moderno/colonial. El surgimiento del primer Estado absolutista en 1492, con la mal llamada reconquista de la península ibérica por los castellanos, fecha que marca la configuración de un nuevo espacio global a partir de la colonización del denominado Nuevo Mundo, a la vez dio inicio a la era de los imperios y Estados modernos. Esto implicó una redefinición de los espacios institucionales de poder y de los cuerpos políticos que desembocó primero en la organización de un sistema inter-estatal que se institucionalizó con el Tratado de Westphalia, bajo la hegemonía holandesa en el siglo XVII, llegando después de la Segunda Guerra Mundial hasta las Naciones Unidas bajo la hegemonía estadounidense121. En este escenario, la convergencia de la competencia entre Estados imperiales persiguiendo la dominación político-militar, la hegemonía diplomática e intelectual, y la primacía económica en el sistema-mundo moderno/colonial capitalista, es uno de los entramados principales de la larga duración del proceso que hoy llamamos globalización. En este drama histórico, la gran mayoría de los Estados envueltos en la geopolítica de la matriz de poder moderna/colonial, han sido en algún momento Estados imperiales o Estados coloniales y todos están imbricados en las jerarquías de poder político y económico que establecen las divisiones de riqueza, poder y reconocimiento en el mundo. En este sentido, además de ser Estados capitalistas, son Estados raciales y Estados patriarcales, en la medida que son ensamblajes institucionales que consagran y reproducen la dominación racial y patriarcal122.

El segundo eje de la colonialidad del poder es el de la dominación patriarcal definida por jerarquías de género y sexualidad. A diferencia de la dominación étnico-racial, el patriarcado es anterior a la Modernidad capitalista. El poder patriarcal se redefine una vez articulado al capital en relación con las jerarquías étnico-raciales123, con el orden geopolítico global y las nuevas formas de subjetividad y colonialidad del saber que emergen con el patrón de poder moderno/colonial. Es importante analizar fenómenos como la división sexual capitalista del trabajo a escala mundial, a la vez que es necesario entender cómo los discursos de género y sexualidad configuran el Estado, los imperios y las estructuras moderno/coloniales de conocimiento124.

El analizar la división sexual del trabajo hoy día implica mirar procesos de feminización de proletariados periféricos, como es el caso de las maquiladoras en México, mientras leer las lógicas imperiales de género apunta hacia ver las celebradas conquistas de guerra como un modo de afirmación de la supuesta superioridad de la masculinidad blanca eurodescendiente, representada en los Estados imperiales y sus agentes ejecutivos125. La proliferación de feminicidios en lugares habitados mayormente por mujeres negras de sectores subalternos como Buenaventura en Colombia y por indígenas-mestizas de la clase trabajadora como en Ciudad Juárez, en México, son muestras dramáticas de la concatenación de la violencia étnico-racial con la violencia sexual.

Si miramos la imagen ideal del sujeto soberano occidental veremos un hombre blanco, europeo o eurodescendiente, propietario, letrado, padre y marido heterosexual. La soberanía de dicho sujeto, al cual podríamos añadir el adjetivo imperial, radica precisamente en el entrecruce de su definición étnica y racial, su carácter de clase, su género y sexualidad, con el capital simbólico y cultural devengado por su posesión y maestría de la civilización occidental. Esa concepción de la subjetividad, expresa en las categorías del sujeto trascendental de Kant, el sujeto histórico de Hegel y la figura del ciudadano en el discurso democrático de la Revolución francesa, es sustentada, sin así reconocerlo, por la ideología de la inferioridad de las supuestas razas menores, que se enlaza con la supuesta superioridad de hombres sobre mujeres.

En las jerarquías universales del ser inventadas en los discursos eurocéntricos y occidentalistas, un hombre negro de las clases subalternas se localiza en un lugar de mayor subordinación que una mujer blanca de las burguesías. Mas no se trata de establecer un orden preferencial de determinación o una vara para medir la opresión, sino de analizar las formas históricas de articulación de los diferentes ejes, formas y mediaciones de la colonialidad del poder, es decir, se trata de mapear las cadenas de la colonialidad. Al discurso crítico de la matriz de poder moderna/colonial en todas sus facetas que corresponde con una praxis de acción colectiva que constituye una política de liberación contra las cadenas de colonialidad y opresión, se le llama feminismo descolonial como veremos a través de todo este volumen.

El tercer eje que postulamos de manera heurística para explicar la colonialidad del poder es el de la dominación étnico-racial y cultural. Cabe reiterar que no se puede entender la diferenciación y estratificación de la explotación del trabajo y la apropiación de la riqueza a nivel global, sin verlo como un proceso a largo plazo de racialización del planeta, lo que implica un proceso de largo arco, de inversión de sentidos y estratificación racial, de sus cuerpos, culturas, historias, sujetos, saberes y territorios126. ¿Cuál es la importancia de la identificación, clasificación y estratificación racial dentro del patrón de poder moderno/colonial que discutimos? La idea misma de raza y, por ende, el discurso racial y los regímenes racistas son principalmente un producto histórico de la colonización de las Américas y un elemento central en la constitución del sistema Atlántico como centro nodal del sistema-mundo moderno/colonial capitalista. Aquí el argumento principal es que la creación europea de categorías de clasificación racial en conjunto con la emergencia de jerarquías raciales ligadas a la explotación del trabajo, la apropiación de la tierra y la desvalorización de la memoria y la cultura de los sujetos racializados y colonizados son pilares fundamentales del nuevo patrón de poder127.

Quijano argumenta que la diferentia específica de la colonialidad es la invención de la idea de raza como principio de clasificación que orienta las relaciones de poder en la Modernidad capitalista. En este sentido, el concepto de colonialidad enfoca en la centralidad de los discursos raciales en la formación de la economía-mundo capitalista, en la hegemonía occidental (en lo geopolítico y en el liderato moral e intelectual) y en los modos de identificación e intersubjetividad que en conjunto constituyen las constelaciones modernas de poder y saber. La colonialidad en este sentido también significa la división entre Occidente y sus otredades (la africanía, lo amerindio, Oriente, el Caribe, etcétera)128 como un sustrato material y discursivo que corresponde a los modos de dominación, los regímenes de explotación del trabajo, las estrategias de gobierno, las pretensiones civilizatorias, las formas culturales, las lógicas y categorías de conocimiento que priman en el sistema-mundo moderno/colonial capitalista.

La “conciencia planetaria” y el alegado cosmopolitismo universalista (en realidad un particularismo europeo con pretensiones universales) del discurso occidental de la Modernidad, produjo y se sustentó en la clasificación jerarquizada de geografías, memorias, culturas y cuerpos. En la Modernidad temprana, en el llamado Renacimiento, este proceso se ha catalogado como “la colonización del imaginario”, es decir, la colonización de las concepciones hegemónicas de tiempo, espacio y subjetividad129. En la denominada Ilustración europea se generalizó el aparejamiento de la voluntad imperial del poder con la voluntad occidental del saber, lo que dio pie a las clasificaciones universales de las especies humanas, de fauna y flora, que fundamentaron la formación cognitiva que llamamos racismo científico como pilar de lo que David Goldberg caracteriza como las culturas racistas de la Modernidad. Uno de los hitos de este logos imperial es lo que el filósofo africano Emmanuel Chukwi Eze define como el color de la razón, para analizar tanto los enunciados llanamente racistas de filósofos como Kant y Hegel, como las lógicas raciales de las concepciones de ciencia, razón, ética, estética, gobierno y espiritualidad que definieron la supuesta civilización occidental como superior al resto del planeta.

Estas epistemes (en el sentido de cosmovisión vinculada a una estructura de dominación) occidentalistas, se fundamentan en una concepción del Hombre que, como bien argumenta Sylvia Wynter, constituye un sujeto imperial, concebido como superior a un entramado de otredades-sujetos coloniales, mujeres, homosexuales, campesinos, trabajadores, niños. Dicha estructura mental correspondiente con procesos de expansión del capitalismo eurocentrado y con el nacimiento de los imperios europeos con la pretensión de ser “los señores de todo el mundo”, fue la fuente histórica de los discursos raciales y de las culturas racistas modernas que articulan jerarquías de color o pigmentocracia con valorizaciones desiguales de cultura, civilización, religión, geografía, conocimiento e idioma.

En resumen, la categoría raza, las formas jerarquizadas de clasificación racial, y los regímenes de dominación racista que le acompañan, son pilares fundamentales de la colonialidad del poder y el saber. Las jerarquías raciales son definidas de forma ambigua e inestable, a partir de criterios múltiples que pueden ser fenotípicos, culturales, religiosos, ecológicos, gnoseológicos y lingüísticos. Es así que esquemas universales occidentalistas como “la gran cadena del ser” (del Medioevo a la Modernidad) comenzaron a dividir las poblaciones del planeta en razas-civilizaciones como “caucásicas”, “asiáticas”, “etíopes” y “amerindias”, deslindando jerarquías en la evaluación de las supuestas etapas evolutivas, los niveles o carencia de humanidad. En la significación de los discursos raciales, el referente universal que sirve como denominador común es el criterio de blanquitud, que es fundamental en la economía de sentidos que define el sujeto moderno occidental como varón, letrado, propietario y heterosexual. En la economía racial moderna, la blanquitud es el equivalente universal, el referente universal que sirve de punto cero, absoluta positividad frente al cual se mide el resto de las designaciones de civilización, cultura e identidad.

La emergencia del discurso racial implicó la primera clasificación universal de los seres humanos, el establecimiento de regímenes raciales de explotación del trabajo y apropiación de poblaciones y territorios, además de la hegemonía de estructuras de conocimiento eurocéntricas basadas en la supuesta superioridad de los saberes imperiales de los colonizadores en detrimento de la memoria y las culturas de las otredades de Occidente. La colonización de la vida material y los imaginarios sociales también implicó la emergencia de nuevas formas de identidad e intersubjetividad y, por ende, también de nuevos modos de lucha y construcción de comunidad que se evidenciaron elocuentemente en los discursos antirracistas y libertarios del siglo XVIII expresos en las revueltas de Túpac Amaru, Túpac Khatari y la Revolución haitiana.

La mentalidad raciológica y la opresión racial se establecieron en el contexto de la conquista de las Américas y la institucionalización de los modos modernos de esclavitud y servidumbre bajo el liderato de los emergentes imperios europeos y sus clases dominantes, aunque tenían precedentes en la península ibérica, como veremos más adelante130.

La primera modernidad que trazamos al largo siglo XVI, cuando se creó la figura del hombre-moderno occidental a partir del principio “conquisto y luego existo” y la Modernidad como “gerencia de la centralidad”, como plantea el filósofo Enrique Dussel (2000), tuvo como uno de sus elementos fundamentales un nuevo universalismo planetario cuya voluntad de saber estuvo ligada a la voluntad de dominar el mundo. En concordancia con los discursos occidentalistas hegemónicos apócales sobre sujeto, historia, civilización y cultura –el humanismo renancentista del siglo XVI, la revolución científica del siglo XVII, la Ilustración en el siglo XVIII, el positivismo en el siglo XIX– se inicia una práctica de clasificación jerarquizada y naturalizada de los poblaciones, los territorios, las culturas y los cuerpos del planeta, a partir de una racionalidad raciológica131.

A estos procesos de jerarquización y de inversión de significación racial a sujetos, relaciones, instituciones y estructuras, los denominamos como de racialización (más tarde también llegaron a ser de etnicización). A las ideologías, prácticas y regímenes de poder que le corresponden los significamos y analizamos con la categoría “racismo”, como veremos.

Las geografías, las identidades, los cuerpos (físicos y políticos), las economías, los discursos de civilización y las formas culturales y cognitivas que componen los procesos de globalización en su larga duración, emergieron y se desarrollaron en relación con dichos procesos de racialización (Bonilla-Silva, 1997). En este curso se crearon y transformaron categorías y jerarquías raciales que han sido claves desde aquel momento hasta ahora en la configuración de las instituciones principales (economía mundial capitalista, Estado moderno, universidad, Iglesia) y procesos centrales (dominación y resistencia política, producción cultural, estructuras de conocimiento) del sistema-mundo moderno/colonial capitalista132.

En el contexto de la transformación histórico-mundial significada en la fecha 1492, que marca el doble desarrollo de construcción moderna de Estado e imperio (el primer Estado absolutista y el primer imperio de la Modernidad), se revela la racialización en estos procesos con la expulsión de los judíos sefarditas y los moros como sujetos racializados de la península ibérica junto con el mal llamado “descubrimiento del nuevo mundo”. En el contexto de la conquista y colonización del nuevo continente llamado América surgió un imaginario racial de acuerdo con el cual se crearon nuevas categorías de identidad que le fueron de importancia crucial a la naciente matriz de poder moderna/colonial. Así se crearon categorías globales como “indio”, que agrupó singularmente a una gran variedad de identidades locales a través de todo el llamado “hemisferio occidental”, como por ejemplo “Aymara”, “Navajo”, “Guaraní”, “Apache”, “Mapuche”, “Zapoteca” y “Quiché”. También se creó la noción de “negro”, que condensó violentamente una inmensa pluralidad de identidades grupales como “Ashanti”, “Kongo”, “Yoruba”, “Carabalí”,Dingo” y “Mandingo”, que emergieron del continente africano, el cual a su vez vino a ser definido como la zona negra al sur del Sahara. Estas categorías raciales se crearon a partir de una violencia epistémica de agrupamiento y supresión de las diferencias que se correspondió con una avalancha violenta de apropiación de territorios, explotación del trabajo, violación de cuerpos y desvalorización de memorias, culturas y conocimientos.

En las nuevas tierras de conquista equivocadamente llamadas las Américas133, la compleja interacción de culturas y genes fue codificada en la lógica racialista por constructos de hibridez étnico-racial que, para el siglo XVII y XVIII, se articularon en categorías como “mestiza”, “mulata” y “zambo”, que comenzaron a establecer, en el mundo hispanoamericano, lo que denominamos como un sistema de castas. La mentalidad racialista y los procesos de clasificación/estratificación racial que constituyeron los regímenes racistas que son claves en las constelaciones de poder, las categorías de identidad y alteridad, y las instituciones principales de la modernidad/colonialidad –Estado, corporaciones, universidades, familia nuclear, territorio, espacios culturales–, se configuraron en una lógica eurocéntrica de supremacía blanca, en la que el hombre blanco se asume como equivalente universal de racionalidad, belleza, ética y buen gobierno.

Esta suerte de arqueología que da cuenta de las condiciones de emergencia de la categoría misma de raza, los discursos raciales y las dimensiones raciales del poder/saber, requiere de una analítica para investigar y analizar los procesos de racialización, las prácticas de dominación racial, las luchas contra la opresión racial y su incidencia en las políticas de liberación en general, lo que implica un quehacer genealógico, como hemos dicho. En lo que resta del capítulo, nos concentraremos en presentar un marco categorial y unos lineamientos metodológicos en aras de historiar las dimensiones raciales del sistema-mundo moderno/colonial capitalista, en toda su complejidad e historicidad.

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