Читать книгу La última vez que fue ayer - Agustín Márquez - Страница 10
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ОглавлениеChico B es tan bajo que la cabeza le huele a pies. Nunca faltan en su vestimenta una camiseta de las que le regalan a su padre en el estanco con el tabaco y su par de cangrejeras. Sus sandalias de goma no solo son abiertas, también son viejas: las hebillas están oxidadas y las tiras tiñosas. En invierno perdemos de vista sus pies, los oculta bajo unos calcetines deportivos blancos, pero el resto del año tienen aspecto de sufrir gangrena. Huelen como recién sacados de un montón de estiércol. Los perros huyen quejicosos con las orejas gachas y el rabo entre las piernas cuando husmean los pies de Chico B.
En los últimos meses hemos estado yendo diariamente a los salones recreativos, llevamos un tiempo estudiando las máquinas tragaperras; nosotros solo jugamos los viernes, hemos llegado a la conclusión de que es el día que más premios entregan. Al dueño de los recreativos se le tuerce el gesto cada vez que nos llevamos un premio, pero lo disimula y hace como si no le importara. Aunque lo que de verdad no soporta el dueño son los pies de Chico B, le dice que no puede acceder al local con calzado abierto, «Produce rechazo en los clientes». El mandamás de los recreativos no se escucha, si lo hiciese se daría cuenta de las estupideces que dice: nos llama clientes y se dirige a nosotros de usted. El jefe de los recreativos es un ricachón venido a menos, por eso conserva aún algunos aires de grandeza. Viene de una familia bien, su padre se dedicaba a la compraventa de inmuebles. A él le regaló un local en el barrio donde abrió un puticlub de lujo. Tenía un rótulo luminoso no apto para epilépticos, con colores que cambiaban del morado al rojo. El logotipo era el frontón de una iglesia, y en medio rezaba: La Capilla. El nombre no estaba mal pensado, al fin y al cabo no dejaba de ser un lugar de culto, un sitio donde desahogarse. Tenía mucho éxito, se veían entrar y salir a muchas personalidades: alcaldes, concejales, negociantes, y otros que tenían que conformase con tomar una copa, mirar y masturbarse en los baños.
Por entonces, el mandamás tenía una mujer que en los reconocimientos médicos debían medirla en metros cúbicos y pesarla en quintales. Si los camellos guardan las reservas de grasa en sus jorobas ella lo hacía en sus nalgas. Vestía ropa de marca, aunque en ella la ropa se ajustaba hasta convertirse en una segunda epidermis que dejaba entrever una piel ciruela en proceso de putrefacción. El logotipo de la prenda quedaba muchas veces oculto entre los pliegues de su cuerpo acordeón. Nunca la vimos sonreír, suponíamos que la fuerza gravitatoria que generaba la enorme papada, que le temblaba cada vez que respiraba a través de ese agujero negro que tenía por boca, le impedía alzar las comisuras de los labios. Hablaba arrastrando las eses y miraba por encima de unas gafas con molduras doradas, y patillas y cordón con piedras brillantes. Era la mujer que todo suicida habría querido tener.
Sabíamos cuando el mandamás discutía con su mujer. Esos días se lamentaba que cuando se casó con ella era una mujer diez.
El día que nos dijo en secreto que se había enamorado de una de las prostitutas del puticlub no nos extrañó demasiado. Hay que reconocer que tuvo buen gusto, la prostituta tenía labios color miel, ojos redondos y respingones, culo largo y esbelto, piernas voluminosas sin estridencias, y acento de revolución. El dueño de los recreativos cerró el puticlub y se marchó a la aventura con su negrita.
Tampoco nos sorprendió cuando a los pocos meses volvió solo, nos contó que había conseguido montar un negocio de tráfico de habanos, pero después de un tiempo la de labios color miel, ojos redondos y respingones, culo largo y esbelto, piernas voluminosas sin estridencias, y acento de revolución, lo delató y tuvo que dar casi todo el dinero de la herencia de su padre para poder salir a salvo de la isla.
Con lo poco que le quedó montó en el antiguo local del puticlub los salones recreativos.
Siempre ha sido un tipo educado, pero nos jode mucho que nos hable con ese lenguaje tan pomposo: «Produce rechazo», «Me reservo el derecho de admisión», «No perturbe la tranquilidad del local», «No pague su frustración con las máquinas recreativas», «No puedo dispensarle cambio», «Si desea quejarse por algo disponemos de hojas de reclamación». Aun así, el mandamás tiene algo de razón en quejarse de los pies de Chico B.
Tres operaciones quirúrgicas han marcado con tres cicatrices los tobillos de Chico B: una en el izquierdo y dos en el derecho, una encima de la otra, como si llevase tatuadas las vías de un tren. Las tres se las hizo hace años, cuando el acné comenzaba a hacer acto de presencia. La del pie izquierdo fue huyendo de su padre cuando lo perseguía con el antirrobo del coche. Su padre decía que le había robado quinientas pesetas de la cartera. Chico B me contó que en otras ocasiones sí lo había hecho, pero no esa vez. Creí a Chico B, no porque nunca me hubiese mentido, sino porque perder dinero en timbas de póquer es parecido a que tu hijo te lo robe. Chico B corría entre los yerbajos y cascotes del descampado para escapar de los golpes, mientras nosotros le animábamos a gritos desde un montículo de escombros. Para Chico B estas persecuciones –no era la primera vez que su padre lo perseguía– no tenían nada de divertido, pero para nosotros eran un entretenimiento más del barrio. En un momento dado, cuando Chico B cruzaba un matorral, lo dejamos de ver, fue como si el matorral lo hubiese absorbido. A los pocos segundos su cabeza emergió, pero de nuevo volvió a desaparecer. Corrimos hacia el matorral y vimos que tenía el pie metido en un hoyo, la cangrejera se le había salido y la planta del pie miraba hacia nuestros rostros distorsionados por lo desagradable de la imagen. Su padre lo llevó a urgencias después de darle una buena tunda. Diagnóstico: fractura del tobillo, algunos moratones y quinientas pesetas a devolver.
No recuerdo haber visto nunca sin sus cangrejeras a Chico B, ni siquiera en la época en la que nos empezaban a gustar las chicas y en la que si se quería destacar había que llevar deportivas de marca. El problema era que nuestras familias no tenían para otras que no fuesen zapatillas nacionales, las extranjeras costaban el triple.
Para poder hacernos con unas zapatillas de las buenas se nos ocurrió vender hojas de tilos como si fueran hojas de morera. Por entonces había una fiebre por los gusanos de seda. Todo el mundo –niños, adolescentes, adultos y viejos– criaba en cajas de zapatos estos bichos como si fueran mascotas, supongo que contemplar cómo se transformaban aquellas orugas en mariposas para la mayoría era un juego; sin embargo, para otros era el último destello de esperanza en sus vidas.
Vendíamos la bolsa de las falsas moreras a cien pesetas. Nos repartíamos las ganancias como viejos ricos entre risas y palmadas cómplices en la espalda. Pero pronto las palmadas se convirtieron en moratones, las carcajadas en silencios y los beneficios en devoluciones: los gusanos que la gente alimentaba con nuestras hojas se morían. Tuve que aprender a conjugar el verbo perdonar, y a saber que una vez que se pierde la confianza es casi imposible recuperarla. Suplicamos perdón –la dignidad era más barata que las deportivas extranjeras– y prometimos a los estafados regalarles una bolsa de morera extra si volvían a comprarnos el alimento de las malditas orugas.
El problema era que el único sitio donde había moreras era en el barrio de Los Frailes, y ya se sabe que lo que hay en el barrio es de los que viven en él. «Nos dais la mitad del dinero y os dejamos coger las hojas que queráis», nos propusieron; pero nosotros, como todo buen negociante, los mandamos a la mierda. Así que decidimos ir cada día en grupo a Los Frailes y, mientras uno vigilaba, los demás subían a los árboles a llenar bolsas con hojas de morera. Chico B venía con nosotros, aunque él no quería zapatillas extranjeras, porque prefería sus cangrejeras, pero le divertía subirse a los árboles y sobre todo andarse por las ramas.
«¡Corred, corred!», gritó Chico C cuando los de Los Frailes ya estaban encima. Todo porque Chico C, cuando tendría que haber estado vigilando, se había dedicado a torturar a unas crías de pájaro, que se habían caído de un nido, quemándoles el plumón. Huimos, pero a Chico B se le quedó encajado el pie derecho entre dos ramas, cayó cabeza abajo y acabó colgado del árbol como una piñata de cumpleaños. Y así fue como lo trataron los cabrones de Los Frailes.
Le operaron dos veces de ese pie. La primera vez le operó un cirujano que acababa de terminar las prácticas y el tobillo no le quedó bien, caminaba como una rapero del Bronx a causa de los dolores.
Los médicos le han dicho que puede hacer vida normal, pero tiene que tener cuidado con los deportes que practica. Él no hace caso, «Me da igual, si se me vuelven a joder ya me los arreglarán los médicos otra vez. Y si no, pues como Cervantes, el cojo de Lepanto», me dijo una vez orgulloso de su saber literario.
En el pecho, encima del pezón derecho, tiene grabada una esvástica. Sus abuelos maternos son alemanes, fueron seguidores de las juventudes hitlerianas. Su madre es seguidora de los abuelos por ser sus padres. Y el padre de Chico B es seguidor de la madre por ser su mujer. Hace unos años, el padre de Chico B, después de perder todo el dinero que tenía para el regalo del cumpleaños de la madre al blackjack, le tatuó con una cuchilla de afeitar el símbolo nazi en el pecho, «Como regalo sorpresa para mamá», le dijo. Chico B es un chico sencillo, tanto que dice que su color preferido es el blanco y su número favorito el cero; sin embargo, cuando nos enseñó el tatuaje intentó hacer de su pecho un lienzo que contiene una obra maestra, aunque lo único que consiguió fue hacernos sentir lástima al ver marcadas sus costillas sobre aquel torso consumido. Chico A comenzó a reírse a carcajadas, los ojos le lloraban y señalaba con el índice el símbolo nazi. «De qué coño te ríes, gilipollas», le dijo Chico B. Cuando Chico A paró de reír nos explicó que su padre le había tatuado la esvástica al revés, con los brazos apuntando hacia la izquierda.