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En la parte derecha del descampado hay un colegio en el que estudia la gente del barrio, y es al que fuimos Chico A y yo. Chico A era un gran estudiante, «Uno de los mejores estudiantes que ha tenido el colegio», decían los profesores a mis padres. Y como yo era el hermano menor, estaba obligado a sacar tan buenas notas como Chico A –nunca me importó ser un seguidor–. Aunque lo que nadie decía es que Chico A repitió segundo porque hablaba como Tarzán, «Ir colegio no», «Tripa... mmm... dolor», «No recreo», «Hijoputa tú». Un psiquiatra, de los que se sanan ellos mismos escuchando las desgracias de los demás, recomendó a mis padres que lo mejor era que repitiese, «Así se igualará a los de su curso, cogerá confianza y evolucionará del trastorno poco a poco». A mí también me hicieron repetir curso, tal vez por continuar la tradición familiar.

Lo mejor del colegio es que fue el lugar donde sucedieron muchas de esas primeras veces: mi primera firma en forma de grafiti, mi primera pelea, mis primeros pinchazos de ruedas, mi primera calada, mi primera cerveza, mi primer beso con lengua, mi primer desamor que inspiró mi primer poema a la señora de la limpieza.

También me expulsaron por primera vez al delatar a mi compañero de pupitre, que se había limpiado en mi abrigo después de haberse masturbado durante la clase: un día de expulsión para los dos. No comprendí por qué, aunque en realidad fue por la bronca que me echaron mis padres por lo que al volver al colegio le zurré al pajillero. Eso supuso una segunda expulsión: una semana sin clases. «Uno no puede tomarse la justicia por su cuenta», me dijo el director al expulsarme. «Y uno no puede mirar a las chicas de cierta manera», le contesté yo. Mi venganza verbal me costó una venganza en forma de bofetada y mi tercera expulsión: un mes fuera y lo que quedaba de curso sin recreo –y aún estábamos en octubre–. Me sentí como un delincuente al que se le van acumulando penas.

Detrás del colegio hay una iglesia de Testigos de Jehová. Nunca he conocido a nadie que pertenezca a la congregación, ni a nadie que conozca a alguien que pertenezca a ella, ni siquiera a nadie que conozca a alguien que conozca a alguien. Si no fuera por las veces que llaman a las puertas llevando la palabra de Dios, y porque cada domingo se concentran decenas de ellos junto a la iglesia, pensaría que los Testigos de Jehová son solo una leyenda. Se reúnen con sus trajes limpios y sus corbatas serias. Los más jóvenes parecen sacados de familias burguesas de la Francia del siglo XIX: los niños van trajeados con camisa blanca, en el cuello un pañuelo de seda, pantalón por debajo de las rodillas, calcetines con encajes y calzado brillante; las niñas llevan vestido color pastel a la altura de las rodillas, con bordados laberínticos, camisa color blanco hueso, guantes de seda, medias de punto y zapatos de charol.

Una vez me contaron que el primo de un amigo del hermano de uno del barrio murió porque sus padres eran Testigos de Jehová y no permitieron a los médicos que le hicieran una transfusión de sangre.

Junto al colegio hay una gran valla publicitaria que nunca anuncia nada, solo quedan los restos de campañas olvidadas. Algunos la utilizan para ahorcar galgos.

En medio del descampado, a modo de oasis, hay dos pinos gigantes, sus troncos sirven como tablón de aventuras sentimentales: Chico V corazón Chica W, Chico W corazón Chica X. Chico X corazón Chica Y (tachado). Te quiero Chica Z. Te odio Chico Z.

El resto del descampado es un solar de tierra compacta donde se sobrebebe, donde la lluvia cae sobrecogida y el sol decolora los futuros desechados, donde se estacionan coches y se aparcan problemas, donde el balón de los niños y la comba de la niñas levantan polvo, jeringas y heces, donde el papel de plata tiene precio de oro, donde una caja de cartón y algunas malas hierbas son un chalet adosado con jardín, donde follar es fe de erratas de quererse, y donde roedores y cucarachas son los animales de compañía del barrio. El descampado es un límite rebasado que tiende a infinito con resultado de nada, donde se aprende que la realidad no es más que un continuo de los sueños de otros. El descampado es un mundo de mierda, pero esa mierda es Nuestro Mundo.

La última vez que fue ayer

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