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La carretera que atraviesa el barrio es una recta de kilómetro y medio. El pavimento está repleto de manchas de aceite, huellas de frenazos y calcomanías de animales.

El asfalto cuarteado dibuja una raspa de pescado deforme, donde decenas de socavones esperan hambrientos llantas y guardabarros. Hace unos años, un tipo de fuera, con más visión que la que le proporcionan sus gafas de culo de vaso, montó un taller junto a la carretera. Tiene a varios del barrio trabajando en el taller, y él solo va al final del día a hacer caja. Siempre viste de traje y corbata, como advirtiendo, por si acaso surge la duda, que él no va a mancharse las manos. El tío cae bien porque a la gente del barrio les cobra la mitad en las reparaciones. ¿Por qué siempre tiene que venir alguien de fuera a decirnos, «¡Eh, chicos, así es como se hace!»?

En las temporadas de lluvia las cunetas de la carretera se inundan y el agua arrastra todo tipo de objetos: envoltorios de comida, botellas vacías, mecheros sin chispa, animales sin vida, compresas, preservativos, pelucas... Hace dos inviernos tropecé con lo mejor que he encontrado hasta ahora: una Biblia.

La Biblia tiene una encuadernación en piel marrón oscuro. El cuero está muy desgastado, lo único que está bien conservado son los cantos dorados. Se ve el cosido de las hojas por la ausencia del lomo. En la portada se lee con dificultad Sagrada Biblia, The Holy Bible, La Sankta Biblio. El interior está adornado con grabados grotescos: ángeles con alas de murciélago y caras demoníacas, serpientes marinas saliendo del agua, un hipopótamo con lengua de serpiente, esqueletos que caminan hacia un agujero. Todo muy romántico. Pero las hojas son las que hacen que la Biblia sea un verdadero tesoro: son muy finas, como de papel cebolla. Con ellas hago librillos de papel para liar y los vendo a cincuenta pesetas. No es que no me interese la Biblia, pero necesito el dinero para poder sacarme el carnet de conducir. Ya no vale con llevar zapatillas extranjeras como en la adolescencia, ahora se necesitan al menos cuatro ruedas para ligar.

El año pasado encontramos un calendario en la cuneta con la fotografía de una tía a la que le cae un chorro de agua sobre un bañador, al tiempo que da un trago a una cerveza. Convencimos a mi abuelo para colgarlo en el bar, y comenzamos a marcar en el calendario los días que había un accidente: marcamos en total sesenta y dos días. Además decidimos darles nombre, como si fuese un santoral, pero del barrio: a un accidente en el que murió una pareja, en donde los labios de él quedaron pegados a la mejilla de ella, lo titulamos El último beso; al de un hombre que quedó encajonado en el golpe frontal de dos Talbot lo llamamos La vida entre dos Horizontes; llamamos La santa recta al de una monja que tuvo un grave accidente y salió ilesa; Cuando los cerdos vuelen fue el de un camión cargado de gorrinos que se salió de la carretera y uno de los cerdos salió disparado y se coló en la terraza de un vecino; pero el más ingenioso fue el que titulamos Por los pelos, uno en el que salieron ilesos los seis ocupantes de los dos coches, todos calvos.

Este año el calendario de la tía en bañador continúa colgado de la pared del bar de mi abuelo, aunque solo con la hoja de diciembre.

La carretera es nuestro Rubicón de alquitrán y asfalto. Un Rubicón que Chico B ahora está cruzando.

La última vez que fue ayer

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