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Peter

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–¿Cuál es su nombre, señorita?

–Wendy Darling –respondió ella, inclinándose hacia un costado para intentar ver al chico que seguía inconsciente mientras otro paramédico lo acomodaba en la camilla.

–¿Sabe en dónde está?

–Estoy a un kilómetro de mi casa, sentada aquí, contigo –Wendy alejó su mano cuando el hombre intentó medir su pulso.

–Soy Dallas, soy paramédico.

Wendy le echó un vistazo a la placa brillante en su uniforme azul marino, el parche bordado en su manga decía astoria, departamento de bomberos de orgón - paramédico.

–Eso veo.

–Solo haré un par de pruebas más para asegurarme de que esté bien –continuó.

Después de que Wendy llamara al 911, los bomberos llegaron al lugar seguidos por una ambulancia. Se dirigieron directamente al chico antes de apartarla a un costado para hacerle preguntas.

–Estoy bien, Dallas, el paramédico –dijo y empujó el bolígrafo con linterna que estaba apuntando hacia su rostro. Al ser voluntaria en el hospital, sin mencionar que su madre trabajaba en la sala de emergencias, Wendy conocía a todos los trabajadores médicos de emergencias en Astoria, Oregón. Dallas, el paramédico, era nuevo. Si Wendy tuviera que adivinar, basada en que sus preguntas eran idénticas al manual, diría que probablemente seguía cumpliendo sus horas de voluntario.

–¿Algún dolor?

–Solo mi trasero por estar sentada al costado de la carretera –le respondió y volvió a estirar el cuello para observar a la ambulancia. La camilla repiqueteaba mientras los paramédicos subían al chico en el vehículo. Wendy quería pedirles que fueran más cuidadosos.

–¿Se ha golpeado la cabeza en el accidente?

–No fue un accidente. Estoy bien, mi camioneta está bien –inhaló profundamente–. No hubo un accidente.

–Está bien, señorita –dijo, se puso de pie y guardó el estetoscopio en su bolso. Las puertas de la ambulancia se cerraron con fuerza.

Estaban llevándoselo. Wendy sintió una ola de pánico. Necesitaba verlo, hablar con él. Necesitaba descubrir quién era, probarse a ella misma que no era Peter Pan sino solo un chico. Un muchacho muy perdido que, de alguna manera, había terminado en el medio de la carretera.

–Quiero ir al hospital –soltó y Dallas la miró perplejo.

–¿Qué?

–Al hospital. Quiero ir al hospital. ¿Puedo seguirlos? Como dije, mi camioneta está bien y allí, junto a la carretera. –La necesidad imperante de seguirlo solo creció cuando la ambulancia empezó a alejarse.

–No creo que sea buena idea que conduzca –Dallas frunció el ceño–. Si cree que necesita atención hospitalaria…

–No –la frustración de Wendy estalló–, mi madre trabaja allí. Quiero verla, es enfermera –explicó. Las luces de la ambulancia desaparecieron tras la curva.

–Ah –Dallas volvió a parpadear–. Está bien.

Vaciló y le echó un vistazo a su sargento, que estaba en la autobomba hablando por la radio.

–¡Ey, Marshall! –gritó–. Diles a los oficiales que nos busquen en la sala de emergencias del hospital.

Oficiales. Genial. Tendría que hablar con la policía. Se le erizó el vello de los brazos y pudo sentir el sudor atravesando su camiseta.

Dallas volvió a mirarla con una expresión contrariada.

–¿Está segura de que puede conducir?

–Poseo todas mis facultades mentales y me niego a recibir cuidados y transporte –recitó Wendy mirándolo directo a los ojos.

Las cejas del paramédico se arrugaron, pero después de un instante suspiró y tomó su sujetapapeles de metal.

–Firme aquí reconociendo que… –Wendy le arrebató el formulario de la mano y rápidamente garabateó su nombre en la última línea antes de devolvérselo con fuerza. Dallas lo tomó con torpeza.

El paramédico escudriñó la licencia antes de devolvérsela.

–Por cierto, feliz cumpleaños.

–Sí, gracias –Wendy trotó hasta su camioneta. Encendió el motor, se alejó de la maraña de ramas y se dirigió al pueblo. El bosque desapareció tras ella, desvaneciéndose en la noche.


Wendy ingresó el código para colarse en la sala de emergencias por la puerta lateral de la sala de espera. La sala de emergencias era pequeña y anticuada, en tonos azules y verdes. Las cubiertas de plástico de las terribles luces fluorescentes estaban pintadas de azul con nubes, como si eso de alguna manera suavizara el fuerte brillo. La estación de las enfermeras estaba ubicada en el centro y las seis divisiones para pacientes de urgencias la rodeaban en forma de U; con cortinas y puertas de vidrio corredizas. Wendy caminó directo hacia uno de los dispensadores de sanitizante en una de las paredes, colocó tres cargas en su mano y las frotó vigorosamente. Hizo que ardieran las grietas en sus dedos.

Nadie le prestó mucha atención. La sala de emergencias estaba repleta y siempre faltaba personal. No había suficiente espacio de almacenamiento, así que las paredes tenían estanterías con ruedas repletas de suministros médicos que podían ser transportados entre las habitaciones.

Por lo menos aquí todos estaban demasiado ocupados para detenerse en ella. Solo logró ver brevemente al chico que yacía en la camilla en una sala más alejada, antes de que una enfermera cerrara la cortina.

Wendy se acomodó en un asiento de plástico acolchonado contra una pared, observó los pies de las enfermeras y los doctores amontonarse alrededor de la cama. Se repetía que solo era un chico que se había perdido en el medio del bosque. La carretera estaba oscura y no lo había podido ver bien. Una vez que pudiera probarse a sí misma de que solo era un desconocido, podría ir a casa y dormir un poco.

Pero no se marcharía sin verlo.

–¿Ya regresaste? –la voz familiar de la enfermera Judy llamó su atención. Estaba parada detrás del escritorio de las enfermeras y sostenía una bandeja con jeringas mientras miraba a Wendy por encima de sus gafas. La enfermera le proporcionó una excusa antes de que pudiera inventar una–. Ah, ¿estás esperando a tu madre? –Su expresión se relajó–. Está en la sala de descanso, debería salir en un momento.

–Gracias.

Aquello pareció ser suficiente para satisfacer a la enfermera Judy, quien regresó a su trabajo. A veces, Wendy y su madre volvían a casa juntas cuando trabajaban el mismo turno. Wendy se aferró al dobladillo de su camiseta.

Solo necesitaba ver al chico una vez más. Luego podría marcharse antes de que alguien reparara en ella, antes de que alguien la notara y empezara a hacer preguntas.

Pero, por supuesto, eso era pedir demasiado.

Las puertas de la sala de emergencias se abrieron de par en par y entraron Dallas, Marshall, el oficial Smith y otro policía que no reconocía. El estómago de Wendy se retorció, subió sus pies a la silla y abrazó sus rodillas cerca de su pecho. Tal vez no la verían.

Dallas le entregó al oficial Smith unos papeles y señaló con la cabeza en dirección a Wendy. El oficial Smith le lanzó una mirada dura y los ojos de Wendy salieron disparados hacia las cortinas cerradas.

Genial.

A Wendy no le gustaban los policías. Después de lo que le había sucedido en el bosque, ya no confiaba en ellos. No habían hecho nada más que asustarla y hacerle las mismas preguntas una y otra vez. Nunca le creyeron cuando dijo que no podía recordar nada.

Y fallaron en encontrar a sus hermanos. El oficial Smith había sido uno de esos policías.

Wendy escuchó los sonidos de sus cinturones cargados y el chillido de sus botas sobre el linóleo. Se detuvieron delante de ella. Wendy intentó relajar los músculos de su rostro e invocar una expresión de aburrimiento mientras miraba firmemente hacia adelante. Su corazón se agitaba de manera traicionera en su pecho.

–¿Señorita Darling? –El oficial que no reconocía habló primero. Su voz era demasiado gentil, como si hubiera elegido la profesión equivocada.

Ella asintió sin emitir sonido.

–Solo tenemos un par de preguntas –dijo. Las hojas de su anotador crujieron cuando lo tomó.

–Ya hablé con los paramédicos –respondió inexpresiva.

–Sí, por supuesto. –El oficial Smith dio un paso hacia adelante, sus esposas brillaban en su cinturón–. Pero tenemos algunas preguntas más.

Una resistencia furiosa se encendió en Wendy.

–¿No deberían estar buscando a esos niños perdidos en vez de molestándome? –Se arrepintió de sus palabras casi tan pronto como salieron de sus labios.

–Sí, deberíamos, Wendy.

La chica alzó la mirada ante su tono duro. El oficial Smith fruncía el ceño pronunciadamente y sus puños descansaban en sus caderas. El otro policía, joven y con cabello corto y prolijo, lucía incómodo. El nombre en su uniforme decía cecco. Wendy conocía ese nombre. Iba a la secundaria con una chica cuyo apellido era Cecco. Este debía ser su hermano mayor.

Los ojos del oficial Cecco iban de Wendy a Smith.

–Por eso deberías cooperar con nosotros para que podamos determinar si este chico fue otra víctima –añadió el oficial Smith.

–¿Y bien? –Wendy tragó con fuerza, pero alzó una ceja impaciente y Cecco se aclaró la garganta.

–¿Dijiste que algo cayó en el capó de tu auto?

–Sí.

–¿Como la rama de un árbol? –sugirió.

–No… no como la rama de un árbol, fue como… –Wendy pensó en la cosa negra extraña que había visto. No era lo suficientemente sólida como para ser una rama. Era nebulosa y, lo que fuera que haya sido, giraba y se movía como si, si intentaras tocarlo, simplemente se escurriría entre tus dedos.

Pero ¿cómo demonios iba describirle eso a la policía?

–Abolló mi capó y rayó mi parabrisas.

–Como la rama de un árbol –insistió Smith y se movió en su lugar de mal humor. Wendy alzó su mentón e intentó sonar firme.

–No. –Por supuesto que no le creía–. No sé qué era, pero no era una rama.

–Los médicos dicen que no hay señales de que la víctima –Wendy hizo una mueca ante la palabra– haya sido atropellada –siguió Cecco–. Y dijiste que habló contigo. ¿Te contó qué sucedió?

–No.

–Dijiste que sabía tu nombre –su voz volvió a suavizarse–. ¿Lo conoces?

Abrió la boca para decir “no”, pero la palabra se atascó en su garganta. Vaciló.

Los ojos de Wendy se posaron en el escritorio de las enfermeras.

La enfermera Judy, alarmada, observaba a los oficiales que hablaban con ella. Su rostro estaba rojo y, por un momento, Wendy pensó que marcharía hacia ellos y echaría a los policías. En cambio, avanzó a paso ligero en dirección a la sala de descanso.

Wendy sostuvo sus piernas con más fuerza y se aceleró su respiración. Esperaba que Smith y Cecco no lo notaran.

–No. –Pero no sonó tan segura como antes. No podía decirles que creía que casi atropella a un chico que solo conocía de cuentos inventados. La cabeza de Wendy emitió un latido doloroso.

–¿Estás segura?

–Sí.

Los fríos ojos grises de Smith se entrecerraron.

–¿Cómo terminó en el medio del camino? –preguntó–. ¿Vino de las carreteras internas del bosque?

Finalmente Wendy miro a los rostros de los dos oficiales. Sonrió y entrecerró los ojos.

–¿Tal vez cayó del cielo?

Los labios de Smith formaron una línea recta, el músculo de su mandíbula estaba tenso. Wendy sintió una pequeña sensación de satisfacción. Cecco frotaba su nuca incómodo. Después de lanzarle una mirada nerviosa a Smith, volvió a concentrarse en Wendy.

–¿Cómo es que él sabe tu…?

–¿Qué está sucediendo aquí? –la voz era tranquila, pero severa.

–Mamá –Wendy susurró.

Su madre apareció entre los dos oficiales. Mary Darling vestía ropa quirúrgica de tono azul desgastado, su cabello castaño claro estaba peinado en un rodete descontracturado. Sus manos estaban inquietas mientras sus ojos filosos castaños saltaban entre los oficiales. La autoridad severa que alguna vez tuvo se escondía detrás de sus hombros caídos y de las ojeras debajo de sus ojos.

Wendy se puso de pie, se abrió camino entre Smith y Cecco para llegar a su lado.

–¿Estás bien? –preguntó la señora Darling y le echó un vistazo de reojo a Wendy–. ¿Qué sucedió? ¿Tu padre…?

–No, estoy bien –respondió Wendy rápidamente. Su madre podría solucionar esto, ella podría darle sentido–. Había un chico…

–Señora Darling, necesitamos hablar con su hija –la interrumpió Smith.

–¿Por qué, oficial Smith?

El policía se quitó el sombrero, claramente listo para dar una explicación.

–¡Wendy!

Todos se voltearon. Las cortinas azules alrededor de la cama del chico se agitaron y enfermeras corrían detrás de ellas.

–¡WENDY!

Wendy no podía distinguir qué era lo que decían los doctores sobre los gritos frenéticos de su nombre. Se escucharon dos golpes fuertes cuando cayeron al suelo dos bandejas de metal.

Todos la estaban mirando fijo. Las enfermeras, los doctores, los policías, su madre.

–¡WENDY!

Giró la cabeza. Todos los demás sonidos se tornaron incoherentes y amortiguados, salvo por esos gritos penetrantes.

Se sentía como una pesadilla. Su pecho subía y bajaba con dificultad y sus manos se cerraron en puños. Caminó hacia la cama con cortinas.

–Wendy. –Esta vez fue su madre, colocó una mano sobre su hombro, pero la chica se liberó. Pasó por al lado de unas enfermeras, quienes la miraban sin disimulo y salieron de su camino.

–¡WENDY!

Estaba lo suficientemente cerca para estirarse y tomar la tela de algodón. Vaciló, notó la intensidad con la que temblaba su mano. Wendy jaló de la cortina.

Varias enfermeras giraron en su lugar. Hombres en ropa quirúrgica azul a cada lado del chico intentaban sujetar sus brazos. Sus piernas se retorcían debajo de la manta tejida. Había un doctor con una aguja y una pequeña botella de vidrio.

Pero luego todo se detuvo y Wendy se encontró mirándolo, y él le devolvía la mirada. Ahora podía ver que su cabello era castaño rojizo, los destellos de rojo se veían hasta debajo de la luz mortecina del hospital. El color de las hojas cuando termina el otoño. Al parecer, le habían quitado lo que llevaba puesto.

–¿Wendy? –Ya no estaba gritando. Inclinó la cabeza hacia un costado mientras la miraba entrecerrando sus ojos azules brillantes.

Wendy no podía encontrar su voz. No tenía idea de qué decir. Su boca estaba abierta, pero no salía nada.

El chico esbozó una amplia sonrisa que reveló unos hoyuelos profundos y un pequeño quiebre en su diente delantero. Los ojos llenos de estrellas se le iluminaron, esos ojos que ella nunca había podido capturar en sus decenas de dibujos. Pero eso no era posible…

–Te encontré –dijo él, triunfal. Siguió luchando con los dos hombres que lo sostenían, la sonrisa nunca abandonó su rostro. Esa mirada hizo que las mejillas de Wendy se encendieran y sintiera un vacío en el estómago.

El doctor insertó la aguja en su brazo y presionó el émbolo.

–¡No! ¡No lo hagas! –Las palabras salieron volando de su boca, pero era demasiado tarde. El chico se retorció, pero no pudo alejarse. Casi inmediatamente, esos ojos brillantes se tornaron vidriosos.

Meció su cabeza y se hundió en la cama del hospital.

–Sabía que te encontraría –arrastraba las palabras y sus ojos comenzaron a merodear por la habitación en trance, pero estaba tan feliz… tan aliviado.

Wendy se deslizó por al lado de una enfermera y se paró junto a él.

–¿Quién eres? –preguntó aferrándose a la baranda de la cama.

El chico frunció el ceño y sus cejas se elevaron, intentaba mantenerse despierto.

–¿Te has olvidado de mí? –Sus ojos se movieron hacia arriba y abajo buscando a Wendy. El corazón de la chica latía a toda velocidad. No sabía qué hacer y estaba agudamente consciente de que todos la estaban observando. Tenía tantas preguntas, pero el sedante estaba haciendo efecto a toda velocidad.

–¿Cómo te llamas? –preguntó con urgencia.

Sus ojos somnolientos encontraron los de Wendy al fin.

–Peter. –Parpadeó lentamente y su cabeza volvió a caer sobre las almohadas. Soltó una pequeña risa que sonó como la de un ebrio–. Estás tan vieja… –Sus ojos se cerraron y se quedó inmóvil, salvo por su pecho que subía y bajaba.

Peter.

Se reanudó el movimiento alrededor de Wendy. La gente le hacía preguntas, pero no podía oírlos. Personal del hospital la alejó de Peter con suavidad. De repente, Wendy sentía que iba a vomitar. La saliva se acumuló en su boca mientras la habitación se mecía a su alrededor.

“¿Te has olvidado de mí?”.

Wendy hundió su rostro entre las manos. Su corazón palpitaba. Todavía podía oler la tierra y la hierba húmeda de su piel. Cerró sus ojos con fuerza y vio ráfagas de imágenes de árboles y atardeceres entre hojas.

Unas manos frotaron su espalda y la guiaron hacia un asiento en donde hundió la cabeza entre sus rodillas, entrelazó sus manos detrás del cuello sudoroso y presionó los antebrazos contra sus orejas.

¿Cómo la conocía? ¿Por qué la estaba buscando? ¿Y quién era? No podía ser Peter Pan, su Peter. Él no era real, solo era una historia inventada. ¿Verdad?

“¿Te has olvidado de mí?”.

Había olvidado tantas cosas, grandes lapsos de tiempo simplemente habían desaparecido de su memoria. ¿Y si él era uno de ellos? ¿Y si él sabía qué había sucedido?

De repente, la idea de que el chico se despertara la aterraba.

Todos los cuerpos a su alrededor se alejaron y sintió la leve presión de lo que solo podía ser el mano de su madre sobre su cabeza. Wendy alzó la mirada hacia ella.

–Te llevaré a casa, ¿sí?

Las enfermeras detrás de la señora Darling seguían observándola, pero la señora Darling miraba el cabello de Wendy, envolvió un dedo con un mechón y jaló con gentileza.

Wendy asintió.

–Señora Darling –Smith todavía estaba allí–. Tenemos más preguntas para su hija. –Las sospechas que había mostrado antes fueron reemplazadas con una mirada de aprensión mientras le echaba un vistazo a Wendy.

–Nada de eso sucederá esta noche. –La señora Darling cruzó los brazos–. Mi hija ya tuvo bastante para un día, pero estaremos felices de hablar con ustedes mañana.

El oficial Cecco retrocedió y habló rápidamente por su radio.

–Lo lamento, señora, pero… –Wendy dejó de escuchar. Inclinó su mejilla contra su rodilla y volvió a mirar hacia la cama de Peter.

Habían levantado la bandeja del suelo y solo podía ver una de sus manos; su muñeca estaba amarrada a una esposa de cuero. Lo habían encadenado a la cama.

Wendy recordaba cómo se habían sentido esas esposas contra sus propias muñecas cuando la encontraron en el bosque el día que cumplió trece años.

Al principio, solo estaba en el hospital para que revisaran sus heridas menores, pero como Wendy no dejaba de llorar y seguía despertándose en el medio de la noche gritando y retorciéndose, comenzaron a amarrar sus muñecas y tobillos. Habían dicho que era para protegerla. No podía recordar mucho, salvo por la marea constante de doctores, trabajadores sociales y psicólogos.

Sus hermanos seguían desaparecidos y todo era su culpa.

Una enfermera se paró junto a Peter y registró sus signos vitales. Su madre y el oficial Smith estaban inmersos en una conversación profunda. El rostro del oficial se había tornado rojo ciruela y el mentón de su madre estaba inclinado tercamente. El otro oficial ahora estaba hablando por un teléfono celular y les daba la espalda.

Cuando la enfermera se marchó, Wendy se escabulló de su asiento.

Volvió a caminar hacia el costado de la cama. Sus ojos recorrieron el contorno de la mandíbula del joven, sus orejas, su cabello. Wendy buscaba algún signo que probara que no era Peter Pan. Definitivamente era más grande que el chico de sus historias y dibujos. El Peter Pan que ella conocía era un niño que nunca envejecía. El chico en la cama de hospital definitivamente era un adolescente. Era tonto aferrarse a la idea de que no podía ser Peter Pan porque Peter Pan nunca envejecía, pero al menos era algo.

El chico tenía pómulos definidos e, incluso bajo la luz pálida fluorescente, su piel lucía bronceada. Sus pecas sobresalían entre la suciedad de su rostro como las manchitas en las hojas de otoño.

Había una pequeña arruga entre sus cejas. Wendy se inclinó hacia él. Estaba frunciendo el ceño mientras dormía, como si estuviera teniendo una pesadilla.

Wendy pasó su pulgar sobre la arruga, una y otra vez, hasta que la frente del chico se relajó y su rostro se transformó en suaves pendientes y llanos.

Bajó la mirada hacia su muñeca esposada otra vez, sus ojos siguieron por la palma de su mano hacia sus largos y finos dedos. Tenía las uñas mordidas casi por completo y las lúnulas estaban cubiertas de tierra.

La invadió la imagen de sus propias uñas el día que la encontraron: sucias, quebradas, con rastros rojos.

Wendy se tambaleó hacia atrás, un temblor avanzó por su columna. Colocó sanitizante en la palma de su mano del dispensador de la pared y lo frotó vigorosamente entre sus manos. El olor punzante y ácido ardió en su nariz.

–Wendy.

Se sobresaltó, giró y vio a su madre en la otra punta del pasillo haciéndole gestos para que se acercara.

–Vamos a casa –le dijo, sus manos se aferraban con fuerza a su bolsa. Wendy pensó que, de repente, su madre lucía mucho mayor. Como si algo estuviera presionando sus hombros, arqueando su cabeza y curvando su espalda.

Wendy limpió el dorso de su mano sobre su frente sudorosa.

–¿Y mi camioneta?

–Puedes recogerla mañana –respondió buscando sus llaves en su bolsa.

–Está bien –asintió Wendy.

La señora Darling se alejó a paso ligero y Wendy la siguió. Cuando atravesaron las puertas corredizas de vidrio, entraron dos personas en traje.

Cuando las puertas se cerraron, Wendy pensó en Peter acostado en la cama y en esa sonrisa estampada en sus labios.

Perdidos en Nunca Jamás

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