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Estrellas fugaces
ОглавлениеCuando Wendy Darling atravesó la puerta, la conversación cesó y todos los ojos se posaron en ella. Susurros comenzaron a sonar por lo bajo mientras estaba allí de pie, con archivos apilados en sus brazos. Los cabellos de la nuca se le erizaron. Como humilde voluntaria en el único hospital del pueblo, Wendy pasaba su día en el sótano copiando archivos. Esa parte de su trabajo era aburrida, pero ella deseaba ser enfermera. Probablemente para el adolescente promedio aquella no fuera la forma ideal de celebrar su cumpleaños número dieciocho, pero Wendy quería pasar desapercibida y evitar recibir atención.
Estaba fallando espectacularmente.
La estación de las enfermeras estaba repleta de gente en prendas quirúrgicas y oficiales de policía uniformados, y todos la observaban titubear en la puerta mientras intentaba no dejar caer la pila de papeles.
Sus manos sudorosas estaban haciendo que las carpetas de plástico fueran difíciles de sostener, así que, aunque su cabeza le decía que se marchara de allí, Wendy cruzó la habitación apresuradamente y dejó los archivos detrás del escritorio. La siguieron ojos curiosos y el chisporroteo incoherente proveniente de las radios de los policías.
–Dios, ¿ya terminaste?
Wendy se sorprendió por la repentina aparición de la enfermera Judy cerca de su codo.
–Eh... sí. –Dio un paso hacia atrás rápidamente y pasó sus manos por su cabello corto y recto. Le enfermera Judy era una mujer pequeña de gran presencia, vestida en ropa quirúrgica de Snoopy. Tenía una voz resonante que era perfecta para hablar sobre el murmullo de una sala de espera concurrida, y una risa fuerte y desvergonzada que solía usar cuando bromeada con los médicos.
–¡Rayos, niña! ¡Nos haces ver mal a los demás! –No toleraba tonterías y generalmente decía lo que pensaba, por eso mismo su sonrisa tensa y manos inquietas hacían que el estómago de Wendy se retorciera.
Wendy forzó una pequeña risa que murió en su garganta. Detrás de la enfermera Judy, del otro lado del escritorio con forma de U, estaba el oficial Smith. Las pálidas luces fluorescentes rebotaban en su cabeza calva, mientras descansaba de pie inflando el pecho y con sus pulgares acomodados dentro de las tiras de su chaleco de Kevlar. Miró fijo a Wendy, su boca formaba una línea recta mientras su mandíbula se entretenía con una goma de mascar. Sin importar qué época del año fuera, el oficial Smith siempre tenía un bronceado y llevaba la marca de las gafas de sol alrededor de sus ojos. Tenía una forma de mirar que te hacía sentir culpable, incluso si no habías hecho nada malo. Era una mirada que Wendy había recibido varias veces durante los últimos cinco años.
–Wendy. –Su nombre siempre sonaba áspero cuando él lo decía, era como si le molestara su mera mención.
La cabeza de Wendy osciló de arriba abajo en un incómodo saludo. Quería preguntar qué estaba sucediendo, pero la manera en que todos la estaban mirando…
–¡Allí estás! –Un fuerte tirón en el brazo la hizo girar hacia el rostro radiante de Jordan–. ¡Te he estado buscando por todos lados!
Jordan Arroyo había sido su mejor amiga desde la primaria. Si Wendy alguna vez hacía algo fuera de su zona de confort era porque Jordan la estaba alentando y, a veces, empujando. Fue Jordan quien la convenció de postularse a universidades importantes y festejó bailando y a los gritos cuando ambas fueron admitidas en la Universidad de Oregón. Cuando a Wendy le preocupaba estar muy lejos de Astoria y sus padres, Jordan le prometía que, cada vez que lo deseara, harían el viaje de cuatro horas en coche juntas.
Wendy sintió un pequeño alivio.
–Yo…
–¿Ya terminaste? –Los ojos de Jordan se clavaron en la pila de archivos. Era alta, su tez cálida y oscura nunca tenía espinillas y su cabello oscuro solía enmarcar su rostro con pequeños rizos, pero ahora estaba peinado en una cola de caballo.
–Sí…
–¡Genial! –Antes de que Wendy pudiera objetar, Jordan tomó sus mochilas con una mano y empujó a Wendy por el pasillo con la otra–. ¡Vamos!
Wendy casi esperaba que uno de los tres policías la detuviera, pero a pesar de que las observaron mientras se marchaban, especialmente el oficial Smith, nadie dijo nada.
Cuando la puerta se cerró detrás de ellas y quedaron solas en la recepción, Wendy inhaló profundamente.
–¿Qué rayos era eso? –preguntó y echó un vistazo rápido sobre su hombro para ver si alguien las seguía.
–¿Qué fue qué? –replicó Jordan. Wendy tenía que caminar rápido para seguir el ritmo de sus largos pasos determinados.
–Los policías y todo los demás.
–Pff, ¡quién sabe! –Jordan encogió los hombros torpemente mientras ingresaba el código de seguridad en la puerta de la sala de descanso de las enfermeras.
Wendy frunció el ceño. Su amiga nunca se perdía la oportunidad de chismosear. Cada vez que sucedía algo interesante en el hospital –como cuando un chico del pueblo le disparó al dedo del pie de su amigo mientras cazaban en el bosque o cuando un médico hacía llorar a un asistente– Jordan estaba al tanto de todo. Iba de persona en persona, buscaba detalles e insistía hasta conseguir información, y luego iba por Wendy y divulgaba todo lo que había descubierto.
Estaba escondiendo algo.
–Ey, un minuto –dijo Wendy mientras la tensión se aferraba a sus hombros.
–¡Siéntate! –Jordan la empujó sobre una silla junto a la mesa destartalada repleta de platos y cubiertos descartables–. Okey, sé que no te gusta celebrar tu cumpleaños… –Recorrió la habitación, tomó un par de tenedores de plástico y un contenedor del viejo refrigerador–. ¡Pero cumples dieciocho! Así que tenía que hacer algo.
–Jordan.
–¡Preparé tu preferido! –La chica casi ni levantó la mirada mientras sus manos luchaban con torpeza para quitar la tapa del contenedor–. ¿Ves? –Le dedicó una sonrisa temblorosa, en el mejor de los casos, mientras ubicaba un cupcake amarillo en un pequeño plato delante de Wendy. Una parte de la cobertura de chocolate se estaba escurriendo por un lateral del papel–. No quedó perfecto, pero sabes que soy pésima cocinera.
El corazón de Wendy palpitaba en su garganta. ¿Por qué Jordan no la miraba?
–Jordan.
–Pero mi padre se comió tres y no apareció en la sala de emergencias –bromeó mientras hundía una vela violeta en el cupcake y tomaba un encendedor amarillo–. ¡Así que no puede ser tan malo!
–Jordan –Wendy presionó con insistencia, pero su amiga empujó el plato hacia ella con una sonrisa amplia que se parecía más a una mueca.
–¡Pide un deseo!
–¡JORDAN!
La chica se encogió y hasta Wendy se sorprendió por el volumen de su propia voz. Finalmente, Jordan alzó la mirada, sus cejas estaban caídas y presionaba los labios entre sus dientes.
–¿Qué está sucediendo? –repitió Wendy, sus palabras sonaron mucho más inestables mientras se inclinaba hacia adelante. El calor de la vela rozó su mentón–. ¿Por qué hay tantos policías? ¿Qué ha ocurrido?
–Ashley Ford desapareció –explicó la otra con voz suave.
Fue como si una mano gigante le quitara todo el aire de los pulmones.
–¿Desapareció? –Wendy automáticamente tomó su teléfono. No había recibido la alerta AMBER que se emite cuando desaparece un niño, pero la habitación de los archivos tenía muros de hormigón y no había señal.
–Hoy más temprano –continuó Jordan. Observaba a Wendy con cuidado mientras hablaba.
La habitación se tambaleó. Wendy se aferró al borde de la mesa con palmas sudorosas para equilibrarse.
–Pero la vi esta mañana.
–Al parecer estaba jugando en su jardín delantero. Su madre entró a la casa para buscar algo y, cuando volvió a salir, Ashley ya no estaba.
Wendy conocía bien a Ashley. Cuando no estaba haciendo trabajo administrativo, pasaba casi todo su tiempo en el área de pediatría del hospital leyéndoles a los niños o haciendo artesanías con ellos. La señora Ford era paciente del hospital, necesitaba tratamiento de diálisis regularmente y, cuando tenía una cita, dejaba a Ashley en la sala de niños con Wendy. Ashley solo tenía ocho años, pero era inteligente y tenía conocimiento enciclopédico de árboles. Esa misma mañana, la niña había estado sentada en un puf gigante, que prácticamente devoraba su pequeña figura, enunciando los nombres de los árboles que podía ver a través de los ventanales.
–¿No pueden encontrarla? –preguntó Wendy y Jordan sacudió la cabeza. Con razón todos la estaban mirando–. ¿Y a Benjamin Lane?
–Tampoco lo encontraron. –Jordan mordió su labio inferior mientras la observaba–. Dos niños desaparecidos en las últimas veinticuatro horas… aunque tienen a muchas personas buscándolos –se apresuró a agregar, pero su voz sonaba ahogada, como si Wendy estuviera escuchándola desde abajo del agua–. Por eso está aquí la policía, les están preguntando a las personas que la vieron por última vez si notaron algo sospechoso…
No terminó la oración, pero Wendy sabía qué estaba pensando.
Su cabeza daba vueltas. Benjamin Lane era un chico del pueblo que había desaparecido el día anterior por la tarde. Solo tenía diez años, pero había atravesado una época de rebeldía. Benjamin había huido una vez antes y parecía que todos asumían que se estaba escondiendo en la casa de un amigo. Todos en el pueblo aceptaron rápidamente esa explicación, chasqueaban la lengua y hablaban de malos padres y de “los chicos de hoy en día”.
Porque en Astoria, Oregón, el crimen era prácticamente inexistente. En especial, del tipo siniestro. En especial, los niños desaparecidos. Con la excepción, por supuesto, de…
–Mis hermanos. –Los hombros de Wendy se hundieron y tragó saliva con fuerza–. ¿Creen que…?
Jordan sacudió la cabeza vigorosamente y estrujó su hombro.
–No hay chance de que esto tenga que ver contigo. Probablemente Ashley fue a la casa de una amiga o algo por el estilo. O quizá la encontrarán ilesa en un parque de juegos –dijo intentando sonar segura, pero eso no funcionaba con Wendy.
La cubrió el terror ante la idea de ser interrogada por la policía otra vez. Ante la imagen de Ashley perdida y sola, o algo todavía peor.
Dejó caer la cabeza entre sus manos, pero sintió un dolor repentino en el mentón. Se alejó de la llama de la vela gruñendo, Jordan la apagó al instante. Cera violeta cayó sobre el chocolate. Jordan maldijo por lo bajo y rápidamente tomó una servilleta, la humedeció y se la entregó a Wendy.
–¿Estás bien?
Wendy presionó la servilleta fresca sobre la pequeña marca en su mentón.
–Sí –hizo una mueca–. Es solo una pequeña quemadura.
–No me refería a eso –replicó Jordan y Wendy evitó mirarla a los ojos.
–Quiero ir a casa.
Las cabezas se voltearon para seguirlas mientras cruzaban el vestíbulo y atravesaban la puerta principal. Jordan llenaba el silencio de Wendy con sus horrorosas aventuras horneando los cupcakes y con como la primera tanda, de alguna manera, había salido del horno más líquida de lo que había entrado.
En el estacionamiento, el sol acababa de ponerse detrás de la dentada línea de árboles sobre las colinas al oeste. Wendy observó cómo los últimos rayos teñían al bosque distante de un tono bermellón profundo mientras Jordan la acompañaba a su camioneta. No tenía intención de quedarse hasta tan tarde, pero estar en un sótano sin ventanas durante tantas horas había hecho que perdiera noción del tiempo.
La camioneta de Wendy era vieja y estaba venida a menos. En algún momento, había sido de color azul pálido, pero ahora estaba casi desteñida por completo y se asomaban algunos manchones naranjas de óxido. Era más vieja que ella, pero todavía funcionaba gracias a Jordan y a su padre.
El señor Arroyo tenía uno de los dos talleres mecánicos del pueblo y Jordan era su aprendiz. Al parecer, Jordan siempre cuidaba de Wendy de una manera u otra.
Wendy se movió para abrir la puerta, pero su amiga se recostó sobre ella.
–¿Estás bien para conducir hasta casa? –preguntó, la miraba con ojos castaños entrecerrados bajo los últimos rayos del sol.
–Sí, estaré bien –afirmó, tanto para Jordan como para ella.
–Desearía no tener que trabajar esta noche –replicó su amiga con sus cejas perfectamente simétricas fruncidas.
–No te preocupes –dijo Wendy. Sus ojos se posaron en la luz tenue.
–Aunque, ¿sabes? Definitivamente podría faltar a mi turno –añadió Jordan. Hablaba rápido, como cada vez que quería convencerse de hacer algo–. ¿Quieres que nos encontremos con Tyler? Están haciendo trucos en las calles secundarias. O podemos ir a ver una película al Gateway.
–No, está bien, en serio.
A Wendy le agradaba el novio de Jordan, Tyler, pero no tenía ganas de dar vueltas con él y sus amigos. Tyler conducía una camioneta Toyota con ruedas gigantes, a la que a Wendy siempre le costaba subirse. Doblaba por las calles sinuosas demasiado rápido y las voces gritonas y el olor a cerveza la descomponían. Cuando se trataba de películas, Jordan siempre quería ver la última de terror y, aunque Wendy sabía que su amiga haría el sacrificio por ella de ver un documental independiente sobre cocodrilos en el Amazonas, estaba demasiado cansada para actuar de manera recíproca.
–Realmente no tengo muchas ganas de celebrar.
Jordan no pareció satisfecha con esa respuesta, pero para el alivio de Wendy, cambió de tema:
–Entonces que llegues bien a casa –Jordan se alejó de la puerta y tironeó cariñosamente de uno de los rizos rubio oscuro de Wendy–. Y envíame un mensaje si necesitas algo, ¿sí?
–Lo haré –respondió, pasó una mano por su cabello mientras abría la puerta y se subía a su camioneta.
–¡Y será mejor que te comas esto y me cuentes si está bueno! –ordenó mientras le daba el recipiente con el cupcake sin tocar–. ¡Ah! ¡Casi lo olvido! –Hundió la mano en su mochila y sacó un regalo rectangular envuelto torpemente en papel azul marino brillante–. ¡Ábrelo! ¡Ábrelo!
Wendy no pudo evitar reírse ante la emoción de Jordan y sus pequeños saltos. Arrancó el papel de regalo y encontró un cuaderno de dibujo. La cubierta tenía la ilustración de un ave volando y Jordan había pegado una caja de lápices de dibujo sobre la tapa.
–¿Un cuaderno de dibujo? –preguntó sorprendida y un poco confundida.
–¡Sí, un cuaderno de dibujo! –anunció Jordan de manera triunfante–. Noté que has estado dibujando mucho últimamente –replicó e inclinó su mejilla en un ángulo orgulloso mientras cruzaba sus brazos.
–¿Los has visto? –preguntó Wendy.
–Eh, sí, ¡por supuesto que sí! –dijo resoplando antes de sonreír–. Solo pretendía que no lo notaba para que te extrasorprendieras al darte tu regalo. Pensé que un cuaderno de dibujo sería mejor que retazos de papel al azar, ¿no te parece?
Wendy soltó una risa extraña mientras pasaba un dedo por las páginas gruesas.
–Sí, definitivamente.
–Muchos árboles, ¿verdad? –Era claro, por la sonrisa en su rostro, que Jordan estaba intentando probar cuánto había notado–. ¿Y quién es el chico?
–¿Chico? –Los ojos de Wendy se ensancharon.
–Sí, el chico que siempre dibujas… –Jordan se estiró y tomó un retazo de papel de la consola del auto–. Sí, ¡este chico! ¿Lo ves? –Lo extendió para que Wendy lo viera. Era el dibujo de un muchacho sentado en un árbol, una pierna se balanceaba sobre una rama, tenía un leve indicio de hoyuelos en sus mejillas. Su cabello despeinado caía sobre sus ojos y oscurecía algunos de sus rasgos faciales. En la esquina había un dibujo sin terminar de un viejo árbol con raíces retorcidas y sin hojas.
Una ola de calor cubrió las mejillas de Wendy.
–¡No es nadie! –Le arrebató el papel de las manos a Jordan y lo hizo una bolita.
–Oh, por Dios. –El rostro de Jordan se iluminó–. Wendy Darling, ¿estás sonrojándote?
–¡No! –Wendy negó. Ahora su rostro estaba en llamas.
Jordan lanzó su cabeza hacia atrás con una carcajada.
–Okey, ¡ahora tienes que contarme! ¿Quién es el chico, Wendy? –Alzó un dedo–. ¡Y no te atrevas a mentirme!
Wendy dejó caer su cabeza contra el asiento y soltó un gruñido. Si mentía, Jordan se daría cuenta y seguiría insistiendo. Pero la verdad se sentía tan vergonzosa. Miró a su amiga, quien arqueó una ceja expectante.
–¡Ugh! –suspiró–. Es Peter Pan –murmuró por lo bajo.
–¿Peter Pan? –Jordan repitió frunciendo el ceño–. Peter… espera, ¿te refieres al tipo de los cuentos de tu madre?
–Sí –admitió Wendy.
Cuando Michael nació, John tenía tres años y Wendy cinco. Su madre les contaba cuentos sobre Peter Pan todas las noches antes de dormir. Sobre sus aventuras con piratas, sirenas y su pandilla de Niños Perdidos. Wendy, John y Michael pasaban sus días en el bosque detrás de su casa corriendo y pretendiendo que luchaban contra osos y lobos junto a Peter Pan; y sus noches amontonados debajo de una manta con una linterna mientras Wendy les contaba cuentos sobre hadas y Peter. Él era un chico mágico que vivía en una isla de fantasía en el cielo y, lo más importante, Peter Pan podía volar y nunca envejecía.
Cuando Wendy creció, ocupó el lugar de narradora de cuentos a la hora de dormir. Reciclaba las historias de su madre, pero también inventaba sus propias aventuras de Peter Pan para sus hermanos.
Después de lo que sucedió con John y Michael, Wendy solo hablaba de Peter cuando contaba cuentos en el hospital. Cuando trabajaban como voluntarias con los niños, Jordan solía compartir juegos de mesa con los más grandes, pero a veces escuchaba los cuentos de Wendy.
–También he estado soñando con él –confesó Wendy y alisó el papel sobre el volante para estudiar el dibujo sin terminar–. O algo así. Siempre olvido los sueños cuando despierto, pero recuerdo algunas cosas como selvas húmedas, playas de arena blanca y bellotas. –Se movió en su lugar incómoda–. Y hace un par de noches comencé a dibujar cómo imagino que luciría.
–¿Y los árboles? –preguntó Jordan. Una intensidad silenciosa la envolvió mientras escuchaba a Wendy.
–No tengo idea. Supongo que solo son árboles.
Jordan se quedó callada por un momento. Wendy odiaba cuando hacía eso. Sentía que su amiga siempre podía darse cuenta cuando escondía algo. Pero, luego, Jordan encogió los hombros.
–Quizá te estás sintiendo vieja y solo quieres ser joven para siempre, como este Peter Pan –sugirió–. ¿Quizá quieres huir con él al país de Nunca Jamás?
Una sonrisa se asomó en sus labios. Wendy puso los ojos en blanco y rio.
De repente, Jordan se inclinó hacia la camioneta, envolvió un brazo alrededor de Wendy y le dio un fuerte abrazo. Antes de que pudiera hacer algo más que tensarse como respuesta, Jordan la soltó y dio un paso hacia atrás. Wendy no solía dar abrazos. Siempre los sentía extraños y forzados. En algún punto de los últimos cinco años, había olvidado cómo hacerlo. Se burlaban mucho de ella por eso. Era dolorosamente evidente cuán incómoda se sentía ante el contacto físico, pero Jordan nunca se rio de ella. Y si alguien iba a darle un abrazo, Wendy prefería que fuera su mejor amiga.
Jordan le dio un golpe al techo de la camioneta con su puño.
–¡Feliz cumpleaños, amiga! –gritó antes de dirigirse a su propio auto en la otra punta del estacionamiento. Wendy esperó hasta que se marchara y la saludó con la mano una vez más mientras doblaba en la esquina.
Wendy se desplomó en su asiento y soltó una exhalación prolongada. Sin nadie a su alrededor, se inclinó hacia adelante y apoyó el cuaderno de dibujo en el asiento del acompañante. Debajo de él, el suelo estaba repleto de retazos de papel. Algunos estaban doblados, otros arrugados, algunos hasta estaban rasgados. Sí, Wendy había comenzado a dibujar imágenes, pero era más que eso.
No podía detenerse.
Todo había empezado de manera inocente. Se distraía en el hospital y cuando miraba hacia abajo encontraba un par de ojos dibujado en la esquina de un archivo. A veces, Jordan y ella estaban almorzando y, cuando se concentraba en las conversaciones sobre el último chisme de sus amigos, de repente Wendy se daba cuenta de que había dibujado un árbol en el recibo que debería haber firmado. Estaba sucediendo con más frecuencia y Wendy nunca notaba que lo estaba haciendo hasta que bajaba la mirada y encontraba el rostro del chico mirándola.
El rostro de Peter. O algo parecido. Sabía que se suponía que era él, pero siempre había algo que no encajaba. Algo en sus ojos que no salía bien.
Y tampoco eran solo árboles. Era un árbol. Un árbol específico.
Wendy no sabía qué era. No recordaba haber visto algo así antes y lucía casi como de otro mundo. Mientras que los dibujos de Peter Pan eran bastante realistas –mucho más de lo que Wendy sabía que era capaz de dibujar–, había algo en el árbol que no encajaba. Algo imposible en la manera que se retorcía y en lo puntiagudo que era. Por algún motivo, le causaba escalofríos, pero no sabía por qué.
Y no podía explicar por qué seguía haciéndolo o cómo podía ser que nunca se diera cuenta de que lo estaba haciendo hasta que terminaba. Y ahora tenía montones de dibujos en servilletas, recibos y hasta en su correo basura. No quería que nadie los encontrara, así que los lanzaba en su cajuela, pero aparentemente Jordan los había visto.
El estómago de Wendy se retorció. No le gustaba que su cerebro y sus manos fueran capaces de conjurar cosas sin que ella lo notara. Tomó su sudadera y la lanzó sobre los dibujos para no tener que verlos de reojo. Cuando llegara a casa, los tiraría a la basura. Lo último que necesitaba era que la gente pensara que era extraña. Que ella era un mal presagio o que tenía una maldición.
Wendy empezaba a pensar que tal vez tenían razón.
Astoria solo era un pequeño afloramiento rocoso rodeado de agua y el bosque era un gran manchón verde desparramado en el mapa que los aislaba de los pueblos vecinos. La carretera Williamsport –o Carretera Basura, como la llamaban los locales– se retorcía justo a través del bosque hacia el borde más alejado del pueblo, en donde vivía Wendy.
Acurrucada contra las colinas, era una carretera por la que solo circulaban los locales. Varios caminos desgastados por el paso de los coches se desprendían de la calle de concreto. Rodeaban a los árboles y regresaban al punto de inicio, algunos solo terminaban en el medio del bosque. Los turistas se perdían constantemente en ellos y los padres siempre les advertían a sus hijos que se mantuvieran alejados, pero nunca los escuchaban. Si bien odiaba conducir a través del bosque, especialmente de noche, ese camino la llevaba a casa más rápido que las calles principales.
Desde que Wendy tenía memoria, todos los niños en Astoria recibían la advertencia de no acercarse a esos caminos. Les decían que el bosque era peligroso y que se mantuvieran alejados. Los padres de Wendy les habían prohibido a ella y a sus hermanos explorar las calles secundarias incluso a pesar de que pasaban por el bosque detrás de su casa.
Después de lo que sucedió, Wendy se convirtió en una historia de advertencia.
El motor de la camioneta rugía mientras la chica aceleraba todo lo que se atrevía. Cuánto más rápido avanzara, más rápido saldría del bosque. Sobresalían ramas crecidas de los árboles y arbustos, ocasionalmente rozaban la ventana del acompañante, aunque Wendy se mantenía sobre la línea amarilla central. Sus ojos grises, bien abiertos y en alerta, les lanzaban miradas furtivas a los árboles. Sus dedos, secos y agrietados, estaban fijos en el volante con nudillos pálidos. El llavero que colgaba del encendido se golpeaba rítmicamente contra el tablero.
Solo quería llegar a casa, tal vez leer un libro un rato y luego irse a dormir para que su cumpleaños terminara. Le echó un vistazo a su mochila en el asiento del acompañante que rebotaba con el movimiento del vehículo. Tenía una mancha de tinta azul en una esquina, fruto de una pluma rota, y la hebilla ajustable, que antes era de un latón brillante, se había transformado en un gris deslucido. Pero la amaba porque sus hermanos la habían elegido para ella y habían usado su propio dinero. Fue el primer y último regalo de cumpleaños que le hicieron.
Adentro tenía más dibujos de Peter Pan y del árbol misterioso.
Era una noche calurosa y la cabina estaba sofocante, pero el aire acondicionado en su vieja camioneta no funcionaba probablemente desde antes de que ella hubiera nacido y Wendy no quería bajar la ventanilla. Gotas de sudor cayeron por su espalda mientras se inclinaba hacia adelante. Algo de música sería una distracción agradable. Hasta podría soportar la monotonía de una estación de música country si eso evitaba que su mente divagara. Encendió la radio y una voz crujió en los parlantes.
Se ha emitido una alerta AMBER en el Condado de Clatsop por Ashley Ford, de ocho años, quien desapareció de su casa hoy a las doce y cuarenta y cinco…
Wendy luchó con la radio para cambiar de estación. No porque no le importara –se preocupaba mucho–, sino porque no creía que pudiera lidiar con todo eso. No ese día. No en ese momento. Ya sentía la agitación en su pecho y estaba utilizando toda su concentración para mantenerla contenida. Solo quería salir del bosque y llegar a su casa.
Wendy tocó otro de los botones de su radio, pero la misma voz sonó en los parlantes.
Ashley tiene cabello rubio y ojos castaños. Fue vista por última vez en el jardín delantero de su casa con una camiseta a cuadros amarilla y blanca y pantalones azules. Este hecho sucede después de que un niño local, Benjamin Lane, fuera reportado como desaparecido ayer por la tarde. Las autoridades no han comentado si las desapariciones están relacionadas con…
Volvió a girar el dial otra vez. El sonido se fue apagando hasta convertirse en estática ruidosa. Wendy inhaló profundamente intentando tranquilizarse y le echó un vistazo a la luz del estéreo.
Conocía cada curva de la carretera y podía conducir en ella con los ojos cerrados, así que se aferró al volante con la mano izquierda y golpeó la radio con su puño. Eso solía solucionar la mayoría de los problemas de su camioneta, pero la fuerte estática siguió inundando la cabina.
Wendy apretó la mandíbula y echó un vistazo hacia arriba. Sabía que la curva ancha se acercaba, pero el fuerte chisporroteo estaba poniéndola nerviosa. Volvió a mirar la radio, sus dedos giraban sobre el dial, pero no sintonizaba ninguna estación. Estaba a punto de presionar el botón de AM cuando la radio dejó de sonar y solo quedó el rugido estable del motor de la camioneta. Una rama golpeó la ventana del acompañante. Wendy se sobresaltó con tanta fuerza que sintió dolor.
Una sombra cayó sobre el capó de su camioneta y bloqueó su vista. Era negra y sólida. Cosas arqueadas y oscuras como dedos se arrastraron por el parabrisas. Un chillido terrible atravesó sus oídos.
Wendy gritó y la cosa sombría se deslizó del capó justo a tiempo para que ella pudiera ver una masa en el medio de la carretera iluminada por las luces de su camioneta. Otro grito desgarró la garganta de Wendy mientras estampaba los frenos. Se aferró al volante, con el cuerpo tensándose, y se desvió hacia la derecha.
Los neumáticos giraron sobre tierra seca y la camioneta se detuvo entre la carretera y el bosque. Wendy miró fijamente por la ventana a una maraña de ramas. Sus respiraciones punzantes se robaron el aire fresco de la cabina. Adrenalina corría por sus venas. Su cuello y sus sienes palpitaban.
Maldijo por lo bajo.
Arrancó sus dedos rígidos de donde se habían aferrado al volante. Con manos temblorosas se dio palmaditas en el pecho y en los muslos para asegurarse de estar en una pieza. Luego, hundió su rosto en sus manos.
¿Cómo pudo haber sido tan estúpida? Dejó que sus nervios la dominaran. Sabía que nunca debía desviar la mirada del camino mientras conducía, especialmente de noche. ¡Su padre se volvería loco! ¿Y si hubiera destruido su camioneta? Wendy podría haberse matado… o peor, matar a otra persona.
Luego recordó la masa en la carretera.
Se quedó sin aliento. Podría ser un animal muerto, pero su instinto sabía que no lo era. Giró en su asiento e intento ver por la ventana trasera, pero el brillo rojo de sus luces traseras apenas iluminaba lo que fuera que casi atropella.
Por favor, que no sea un cadáver.
Wendy luchó para liberarse del cinturón de seguridad. Salió torpemente de su camioneta y miró inmediatamente hacia el bosque. Retrocedió unos pasos observándolo con cautela. Pero todo estaba silencioso e inmóvil en el aire pesado de verano. Los únicos sonidos eran la leve brisa entre las hojas y su propia respiración entrecortada.
Se asomó dubitativa sobre el capó de su camioneta. Estaba detenida sobre la tierra de la banquina, el paragolpes delantero estaba peligrosamente cerca de un gran árbol, pero el motor seguía encendido. Había una abolladura en el capó por lo que fuera que había aterrizado en él. El parabrisas estaba quebrado… o, no, no estaba quebrado.
¿Esos eran rasguños?
Wendy acarició las líneas con sus dedos. Eran cuatro rasguños en paralelo en un largo tramo. ¿Qué podría haber hecho eso? No había sido un ciervo o una rama.
¿Y qué fue a lo que casi atropella en la carretera? Su cabeza giró para mirar sobre su hombro hacia la masa en el medio del camino. Todavía no se había movido.
Wendy trotó hacia la figura, intentaba balancearse en puntas de pie para hacer el menor ruido posible mientras se acercaba. Daba cada paso lentamente, obligando a sus ojos a abrirse todavía más, a ajustarse en la oscuridad. Haciendo equilibrio estiró el cuello para poder ver mejor, justo cuando una nube se desplazó y un brillo plateado iluminó al chico que yacía de costado.
Un temblor sacudió el cuerpo de Wendy, corrió hacia adelante y se dejó caer de rodillas al lado del chico. La gravilla filosa se clavó en sus jeans.
–¿Hola? –su voz y sus manos temblaban, revoloteaba sobre el chico sin saber qué hacer–. ¿Estás bien?
¿Estás vivo?
El chico soltó un gruñido adolorido.
–Oh, por Dios. –Wendy alejó sus manos y gateó hacia su otro costado para poder ver su rostro. Su madre le había enseñado que nunca debía mover a alguien que estaba inconsciente.
El chico yacía de costado con sus brazos enroscados en el pecho, como si estuviera durmiendo. Estaba vestido con cierto tipo de material que envolvía sus hombros, su torso y caía hasta sus rodillas. No podía distinguir qué era en la oscuridad, pero tenía bordes ásperos y dentados y olía como las hojas que sacaba de la cantarilla en primavera.
Wendy apoyó una mano en el suelo y se acercó. Lenta y cuidadosamente, se estiró y empujó el cabello húmedo del rostro del chico, acarició su frente con el pulgar. Algo en la manera en que sus pecas descansaban sobre su nariz y debajo de sus ojos cerrados le resultaba familiar…
Antes de que pudiera dilucidarlo, un gruñido sonó en el pecho del chico. Rodó sobre su espalda mientras sus ojos se abrían y se enfocaban en los de ella.
La reacción natural de Wendy fue retroceder, pero no podía moverse.
Sus ojos eran extraordinarios. Un tono oscuro de cobalto con explosiones de azul cristalino alrededor de sus pupilas.
Conocía esos ojos. Eran los mismos que había dibujado una y otra vez, pero nunca lograba que quedaran bien. Eso era imposible. No podía ser…
–¿Wendy? –susurró el chico, el olor dulce a hierba acarició el rostro de Wendy.
Ella retrocedió. Al mismo tiempo, los ojos cósmicos del chico volvieron a cerrarse.
Wendy cubrió su boca con una mano.
Era más grande que el chico de sus dibujos. Su rostro no era tan redondo y sus mejillas no eran tan regordetas como en las docenas de dibujos que tenía en su auto, pero había algo en la pendiente de su nariz y la curva de su mentón que Wendy reconocía.
Su respiración sacudía sus hombros y se escapaba por su nariz. ¿Cómo sabía su nombre? Su corazón se estampó contra sus costillas como un animal salvaje. No podía reconocerlo. No había manera de que ese chico que estaba mirando fuera el mismo chico de sus dibujos.
Peter Pan no era real. Solo era una historia que su madre había inventado. Wendy estaba volviéndose loca y su mente estaba jugando con ella. No podía confiar en lo que su instinto le estaba diciendo.
Aunque cada fibra de su ser le gritaba que era él.
No tenía sentido. Su imaginación estaba venciéndola. Necesitaba conseguir ayuda para el chico.
Wendy intentó concentrarse e ignorar la laguna en su cabeza. Hundió su mano en su bolsillo y sacó su teléfono. La pantalla estaba borrosa y se dio cuenta de que sus ojos estaban humedecidos, pero pudo llamar al 911.
Apenas dejó de sonar y antes de que el operador pudiera decir una palabra, Wendy exclamó ahogada:
–¡Ayuda!