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Capítulo 4

Truenos

Wendy sintió un remolino dentro de sus huesos. Había iniciado cuando la encontraron en el bosque. Un temblor incontrolable. No era del tipo que sentía después de nadar demasiado fuerte por un largo periodo de tiempo, o los escalofríos que le causaba jugar en el agua helada de la costa. Esto lo sentía en el centro de su cuerpo, como si una pequeña criatura viviera dentro de su pecho y sacudiera sus costillas en un frenesí salvaje como si fueran los barrotes de una jaula. Era un temblor paralizante. Era su culpa. Todo era su culpa. Era la mayor, se suponía que debía ocuparse de John y Michael. Se suponía que debía cuidar de ellos y había fallado. Ella fue la única en regresar.

Sus hermanos todavía estaban desaparecidos y era su culpa. Todos lo sabían: Wendy, sus padres, todos en el pueblo.

Debería haber existido una manera de traerlos con ella. ¿Por qué no lo hizo? ¿Y por qué no podía simplemente recordarlo?

Los dedos de Wendy se doblaron sobre los costados de su cuerpo. No podía permitir que iniciaran los temblores porque temía que nunca sería capaz de detenerlos.

–Señora Darling, ¿comprende? –El detective James miró a la madre de Wendy, pero ella solo se quedó parada allí con los dedos presionados sobre la base de su garganta con los ojos fijos sobre él.

La Detective Rowan observó en Wendy y los hombros de la chica se estremecieron.

–Creemos que este chico, Peter, podría estar involucrado de alguna manera con la desaparición de Wendy –continuó el detective James.

Wendy no podía mirarlos. Concentró sus ojos en el fantasma de un círculo de agua sobre la mesa.

–Existe la posibilidad de que haya escapado de dónde sea que hayan llevado a sus hijos. Es probable que, si conoce a Wendy, tal vez también haya conocido a John y Michael.

Haya conocido.

A Wendy no le gustaba cómo sonaban los nombres de sus hermanos en la boca de ese desconocido.

–También creemos que podría estar relacionado de alguna manera con la nueva serie de desapariciones que han estado sucediendo desde entonces cerca del bosque.

El temblor en su pecho comenzó a subir por la columna vertebral de Wendy. Quería llorar, gritar, correr. Tal vez solo quería explotar.

–¿Señora Darling? –Mientras el detective James daba un paso hacia su madre, la puerta del estudio se abrió de par en par.

El padre de Wendy estaba debajo del marco de la puerta. Tenía algunas canas en el cabello, pero teñía su bigote. Su nariz era grande y protuberante y su frente tenía arrugas marcadas incluso cuando no estaba frunciendo el ceño, lo que, para ser sinceros, no era frecuente. Tenía el mismo traje que había vestido ayer para ir a trabajar en el banco. La tela negra deslucida estaba arrugada al igual que su camisa a rayas y no tenía su corbata.

El rostro del señor Darling estaba rojo. Sus pequeños ojos ubicados debajo de cejas gruesas saltaron entre los dos detectives antes de registrar a su esposa en silencio y, finalmente, aterrizar en Wendy. Sus dedos se aferraron al marco de madera con tanta fuerza que emitió un pequeño crujido.

–¿Quiénes son? –su voz era intensa–. ¿Y qué están haciendo en mi casa?

Mientras que la detective Rowan irguió sus hombros y observó al señor Darling plácidamente, el detective James pasó las páginas de su anotador rápidamente.

–Mmm… ¿George Darling? –El padre de Wendy no respondió–. Soy el detective James, ella es la detective…

–¿Detectives? –Las líneas en el rostro del padre de Wendy se profundizaron–. ¿Qué hacen dos detectives en mi casa? –Sus ojos se posaron en Wendy, repletos de acusaciones.

Wendy encogió los hombros y se hundió todavía más en su silla. Ya estaba en problemas. Esto no era un buen presagio.

–Hubo un incidente ayer a la noche…

–¿Qué incidente?

El detective James comenzó a recitar la historia otra vez, pero Wendy no prestó atención. No necesitaba oír lo que ya había vivido. En cambio, observó a su madre, quien parecía haberse despertado de su trance.

La señora Darling tomó una silla y se sentó. Sin echarle un vistazo a Wendy, se inclinó hacia adelante con los codos sobre la mesa y presionó su rostro contra la palma de sus manos.

El cuerpo de Wendy se sacudió otra vez. Tal vez ambas estaban pensando lo mismo.

Que nadie tenía esperanzas de encontrar a John y a Michael.

Los detectives no lo mencionaron como una posibilidad. Su madre no había mostrado ningún signo de alivio.

Wendy bajó la mirada a sus manos y recordó la sangre debajo de sus uñas.

No. Nadie esperaría encontrarlos con vida, pero Wendy tenía esperanza. Algo en ella sabía que no estaban muertos. Era un instinto. Wendy no creía en mucho, pero creía en eso y se aferraba con fuerza a ese sentimiento, a la creencia de que estaban allí afuera, en algún lugar, incluso si nadie más estaba de acuerdo.

En ese momento, no podía soportar seguir escuchando. Necesitaba salir de allí. Tomar algo de aire fresco y despejarse.

Empujó la silla y se puso de pie. Llegó a la puerta principal, pero su padre le gritó y la apuntó con un dedo.

–¿A dónde vas? –demandó.

Todos se volvieron a observarla. Wendy cruzó los brazos intentando esconder sus manos temblorosas.

–A lo de Jordan –graznó.

–No vayas a ningún otro sitio. –Sus ojos perforaron a los de la chica. Wendy asintió y salió disparada por la puerta.

Quería alejarse y llegar a Jordan. Su amiga era la única persona a quien podía recurrir. Jordan nunca dudaba de ella o la interrogaba. Solo escuchaba lo que Wendy decía y le creía, a diferencia de todos los demás en el pueblo.

–Wendy, ¿te encuentras bien?

La voz repentina la sobresaltó. Giró y encontró a su vecino, Donald Davies, recogiendo el periódico de su porche con una bata roja oscura. Era alto y delgado, solo vestía camisas de lanilla a cuadros de varios tonos de rojo cuando no estaba en su traje de negocios. Tenía cabello castaño con rizos y una barba oscura copiosa. El señor Davies y su padre trabajaban en el mismo banco. Wendy era niñera de sus hijos –Joel de diez años y Matthew de siete– desde hacía años. Siempre le daba una buena propina y cuando Wendy intentaba devolvérsela, el señor Davies insistía en que lo destinara a sus fondos para la universidad.

–Hola, señor Davies –dijo Wendy intentando evitar que su voz temblara. Bajó la mirada al periódico en su mano. La fotografía de Ashley Ford le sonrió desde primera plana.

–¿Te encuentras bien? –repitió el señor Davies mientras bajaba de su porche.

Wendy solo podía imaginar cómo lucía. Probablemente como si acabara de ver un fantasma. El señor Davies estaba pálido y sus ojos seguían desviándose hacia el patrullero estacionado en frente de su casa. Estrujó el periódico en sus manos.

–Sí, estoy bien –Wendy forzó una sonrisa y volvió a encaminarse a la casa de los Arroyo–. Pero tengo que irme, tengo que encontrarme con Jordan y estoy retrasada.

El señor Davies la miró perplejo. Wendy solía ser amigable y se detenía para conversar con él si tenía tiempo, pero en este momento no tenía energía para eso.

Su mente daba vueltas. Necesitaba que todo se ralentizara para que su cabeza pudiera ponerse al día. Su propia piel se sentía sofocante. Quería que se terminara. Quería huir. No quería enfrentar más miradas y susurros cuando iba al pueblo. No quería pretender que estaba bien.

Pero Wendy se rehusaba a permitirse llorar. Le había costado tanto detenerse la última vez que no creía que pudiera lograrlo de nuevo.

Los seis meses transcurridos entre que se perdió en el bosque y fue encontrada solo eran un vacío negro en su mente. Cuando estaba en el hospital, los doctores habían intentado presionarla, hurgaban para ver si podía recordar algo, pero no lo lograron.

Por supuesto que quería recordar. Si tan solo pudiera recordar qué había sucedido, podría encontrar a sus hermanos. Esos recuerdos perdidos eran la clave para encontrarlos.

Lo único que le había quedado eran sueños horribles que hacían que se despertara en el hospital gritando e imágenes de fantasmas mientras estaba despierta. Árboles, la sonrisa de Michael, los zapatos de John, gritos de risa y un par de ojos como estrellas.

Perdidos en Nunca Jamás

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