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Cuando Yanfen volvió con una gran tetera blanca, Yu había puesto cinco tazas de té desparejas sobre un cuadrado de tela azul marino que cubría las dos cajas que oficiaban de atril.

—No tengo mucha azúcar. ¿Quién quiere?

—Yo —respondió alegre Rei que acababa de cerrar su libro otra vez.

Yanfen vertió el té en las tazas. En medio de la mesa improvisada, había un plato con masas dulces.

—Sírvanse —dijo Yu sin ceremonias.

—Pero, a pesar de todo, ¡qué música increíble! —declaró Kang.

—Sí, de verdad —asintió Cheng mientras tomaba una masa diciendo: “Itadakimasu”.*

—La soledad del poeta Schubert que cae en una melancolía abismal frente a la violencia del mundo desmadrado, es algo… Me apropio, como Kang, de la fórmula de Mizusawa-san que me llega directo al corazón —afirmó Yanfen.

Y ella continuó su observación agregando que la tristeza de la melodía, al sonar por encima o al lado de la sorda inquietud expresada por la base, era sin dudas uno de los rasgos característicos de la escritura de Schubert que solía encontrar con bastante frecuencia en sus últimas sonatas para piano.

—Yanfen-san, ¿toca también el piano? —preguntó Yu.

—Sí, en China lo hacía con regularidad. Pero ahora ya no. No tengo piano en Tokio.

—La melancolía es un modo de resistencia —declaró Yu—. ¿Cómo seguir lúcido en un mundo en el que se ha perdido la razón y que se deja arrastrar por el demonio de desposesión individual? Schubert está con nosotros, aquí y ahora. Es nuestro contemporáneo. Es lo que siento profundamente.

Rei ya había vuelto a su banco después de comer una o dos masas remojadas en su té. Había regresado a su libro que claramente había terminado de leer; volvía sobre algunos pasajes y los releía con redoblada atención. Pero levantaba la cabeza cada vez que su padre tomaba la palabra, para prestar una atención creciente a lo que él decía aunque sin poder comprender lo suficiente el significado de esas palabras de adulto.

—En todo caso —continuó Yu con convicción—, creo que tiene sentido… que hoy, en 1938, en un rincón de Tokio, un cuarteto sino-japonés toque Rosamunde de Schubert…, mientras el país entero sometido a sus obsesiones belicistas parece estar devorado por el cáncer nacionalista que divide a los individuos entre un nosotros y un ellos

—Pero, habla demasiado fuerte, Mizusawa-san —murmuró Kang.

—Perdónenme…

—¿Alguien quiere otro té? —preguntó Yanfen.

Cheng le acercó su taza.

—¿Y Mizusawa-san?

—No, gracias. Así está bien.

Yanfen se dirigió entonces al chico que iba pasando las hojas de su libro.

—¿Te gustaría un poco más de té, Rei-kun?

—Sí, por favor.

El chico dio tres grandes pasos para acercarse a Yanfen, quien llenó su taza.

—Cuidado, está muy caliente.

Yanfen, sonriente, le dio una masa a Rei, que le agradeció con timidez y volvió a su banco con la taza en la mano, midiendo sus pasos al caminar para no derramar el té.

—Tengo una pregunta para hacerles, a los tres —dijo Yu sin rodeos—, una pregunta que no tiene nada que ver con la música.

Los tres chinos se miraron, intrigados por el tono muy poco ceremonioso que su amigo japonés adoptó súbitamente.

—¿Por qué decidieron quedarse en Japón, cuando la mayoría de los estudiantes chinos que estudiaban aquí regresaron a su país el año pasado después del estallido de la guerra entre nuestros dos países? Es muy valiente de su parte…

Cheng tomó la palabra espontáneamente:

—Es verdad que muchos chinos volvieron a China desde el año pasado. Es una baja espectacular, creo. Pero también hay otros que llegan a pesar de la guerra. No muchos, pero los hay. El Centro Cultural nipo-chino sigue trabajando…

—No es exactamente una respuesta a la pregunta de Mizusawa-san —intervino Yanfen—. Por qué te quedas en Tokio a pesar de ciertas dificultades innegables, de algunos peligros incluso en el contexto actual de la guerra, esa es la pregunta de Mizusawa-san.

La construcción perfecta de la oración japonesa pronunciada por Yanfen con una claridad admirable como la de una locutora de radio despertó de nuevo la curiosidad de Rei. Levantó la cabeza, escrutó a los adultos que entablaban una conversación que ya no giraba en torno a la música de Schubert.

—Ya hace cuatro años que vivo en Tokio. Oficialmente, sigo siendo estudiante, pero tengo una vida que comienza a echar raíces aquí. Tengo amigos como ustedes a los que estoy muy apegado. Y también salgo con una japonesa con quien imagino un futuro en común…

Cheng se puso muy colorado como después de un vaso lleno de cerveza, cosa que lo ponía sistemáticamente en un estado de ebriedad soporífera.

—Es cierto —dijo a su vez Kang con voz tímida— que los dos países entraron en guerra abiertamente desde el incidente del puente Marco Polo. Pero no me identifico del todo con China. Soy chino, hablo chino, pero me considero ante todo un individuo libre de sus filiaciones. Hago un esfuerzo para convencerme de que primero, antes de ser chino, soy un ser humano. De la misma forma, tampoco asimilo mis amigos japoneses a su país. Me gustaría creer en un vínculo de amistad que va más allá de los antagonismos nacionales…

Las palabras pronunciadas pausadamente por Kang en un japonés un poco inseguro y colorido por un acento particular suscitaron una reacción de parte de Yanfen. Rei, sentado en el banco con su libro en las rodillas, se levantó entonces despacio; se acercó a Yu, y de pie detrás de él, puso su mano derecha, con su libro contra el pecho, sobre el hombro izquierdo de su padre.

—Yo también pienso como Kang y por supuesto como usted, Mizusawa-san. Lo digo con toda sinceridad ya que quedará entre nosotros.

Yanfen bajó el tono de su voz.

—Con toda franqueza, estoy indignada contra el expansionismo colonial del Imperio japonés, pero no confundo sin embargo a los individuos con el Estado que los incorpora. En el mundo actual, estamos inevitablemente sometidos al Estado. Cada cual debería sin embargo definirse primero y ante todo como un individuo más allá de toda filiación. Obviamente soy china, hablo chino, pero no quisiera que me reduzcan a eso… Mi individualidad es no obstante otra cosa que lo que se define por el azar de mi nacimiento.

Absorto por las palabras de sus amigos, Yu había olvidado su té. Cuando vació su taza de un sorbo, el té estaba frío. Al apoyar la taza, se dirigió a los tres, mientras acariciaba la mano de su hijo que sentía sobre su hombro.

—Estoy profundamente conmovido por lo que dicen. Prefiero tener amigos como ustedes en un país enemigo más que tener una patria detestable y compatriotas rastreros que solo hacen juramentos por su filiación a esta patria. Estaré con ustedes, me quedaré con ustedes, aunque me acusen de ser “un mal súbdito japonés”, un “traidor de la nación”, un hikokumin.

La última palabra que su padre acababa de pronunciar, hikokumin, impactó vivamente a Rei, que no pudo evitar decirle a su padre:

—Papá, conozco esa palabra. La leí en mi libro. ¡Es la palabra que la banda de Kurokawa usa para moler a golpes a Kitami-kun!

—Es verdad, Rei —respondió Yu volviéndose hacia su hijo—. Es la palabra mágica que los poderosos de este país usan muchas veces para aplastar a quienes no los obedecen. Creen ocupar el centro del mundo y que todo gira alrededor de ellos como la gente influyente que Copérnico, justamente, criticó en su época. ¡Es una fea palabra que deshonra a quien la pronuncia y no a quien le está dirigida! Estás de acuerdo conmigo: Kitami-kun tiene razón al decir que “no” a toda su banda que le ordena someterse a ellos porque como son mayores, tienen razón y más autoridad. Es una orden absurda ya que no se basa en la preocupación por distinguir lo justo de lo injusto. ¡Los que son más grandes no pueden tener razón por ser mayores! No saben cuánto se envilecen al usar esa palabra horrible.

Los amigos chinos, atónitos, escuchaban en silencio a Yu Mizusawa hablándole a su hijo.

—Y bien, tal vez sea tiempo de volver a encontrarnos con nuestro querido Schubert… —dijo Yu mirando de reojo su reloj. Una sonrisa luminosa se vislumbraba en su rostro.

En unos minutos todo quedó ordenado. Yu volvió a poner las cajas en su lugar. Cada uno fue a buscar su instrumento al cuarto trastero. Cuando los músicos rearmaron el semicírculo, Rei, por su lado, se había vuelto a sentar en el mismo lugar: otra vez sumergido en su libro, buscaba justamente la página donde aparecía la palabra hikokumin.

—¿Qué hacemos, Mizusawa-san? —preguntó Kang—. ¿Pasamos al segundo movimiento? ¿O seguimos un poco más en el primero?

—Eh, ¿qué piensan? ¿Quieren que empecemos con el Andante?

—Tal vez podemos pasar al segundo movimiento —propuso Yanfen—, aunque después volvamos al Allegro ma non troppo. ¿Cuál es tu opinión, Cheng?

—Sí, en lo personal, estoy impaciente por ver qué pasa con el Andante. Pero tal vez a Mizusawa-san le gustaría que nos detengamos todavía un poco en el primer movimiento…

—¡Todavía estamos lejos de haber terminado con el Allegro ma non troppo, pero estoy de acuerdo con empezar a explorar el segundo movimiento!

Después de un largo momento de vacilaciones que intrigó a los otros tres miembros del cuarteto, Yu volvió a hablar en un tono que no era del todo el mismo. Su mano izquierda sostenía su violín sobre el regazo, mientras su mano derecha, colgando, sostenía su arco casi al ras del piso.

—Salto de un tema al otro… tengo una propuesta para hacerles…

Rei, sensible a la inflexión liliputiense de la voz paterna, apuntó la mirada hacia su padre.

—Formamos un cuarteto. Tocamos Schubert juntos. Somos tan pequeños unos como otros frente a esta obra inmensa…

El colegial cerró su libro, no se movía; no sacaba los ojos de su padre.

—… pero hay una especie de asimetría que no es muy feliz para mí. Hablo de nuestra manera de estar juntos… Los tres me llaman Mizusawa-san por mi apellido, mientras que yo los llamo por su nombre. ¿Por qué no me llaman Yu-san?

—¿No es difícil en japonés, casi imposible, llamar a alguien por su nombre? —preguntó Kang apoyando con delicadeza su violín y su arco en el suelo.

—Eso es verdad. No es lo normal. O se hace en ciertas condiciones, en ciertas situaciones que tampoco podría explicar bien… ¡Pero es lo que hago con ustedes! Incluso podríamos planear llamarnos pura y simplemente por nuestro nombre sin agregar san, como en las lenguas europeas… ¿Es demasiado radical?

—¿Quiere que reine entre nosotros una gran libertad y una perfecta igualdad, propicias para liberar nuestras palabras? —le dijo Yanfen a Yu.

—Exactamente. ¡Que cada uno se defina simétricamente en relación con la lengua que tenemos en común! Deberíamos ser iguales ante la lengua y en la lengua…

Se instaló el silencio. Que Yanfen rompió. Había apoyado su instrumento y su arco sobre sus rodillas juntas, completamente disimuladas por el vestido.

—Ya que Mizusawa-san… no, Yu-san… no… ¡Ya que Yu insiste, tratemos de instaurar un nuevo espacio, una nueva manera de ser entre nosotros, por el uso sistemático de nuestros nombres respectivos! Creo que los nativos difícilmente pueden transformar su lengua ya que están encerrados dentro… ¡Son más bien los extranjeros los que pueden aportar cambios!

—Gracias, Yanfen…

Yu estuvo por decir “Yanfen-san”, pero se contuvo de ir hasta el extremo del automatismo arraigado: a las dos sílabas del nombre Yanfen no le siguió más que un vacío sonoro que creó el impactante efecto de una brutal sustracción.

El chico, que había seguido con atención la conversación de los adultos, quedó estupefacto con el extraño efecto que produjo su padre y la joven china al llamarse por sus respectivos nombres.

Yu, animado por la inesperada audacia de Yanfen, prosiguió:

—Saben, aprendo francés con Philippe, a quien saludaron hace un rato… me dijo una vez algo que me impactó y que me hizo reflexionar… En francés se usan las mismas palabras con cualquier interlocutor… las palabras son las mismas para hablarle al mozo del bar, a un chofer de taxi, a un médico, a un profesor, y hasta a un ministro…

—¡Ah, ahí se vuelve complicado! —dijo Cheng con tono juguetón.

—Sí, me parece que no es algo evidente… Trato entonces de formular a mi manera lo que creo entender… Pienso que, para Philippe, la lengua, en este caso el francés, es un bien común que sus usuarios comparten equitativamente. Las relaciones sociales de superioridad y de inferioridad no están encastradas en la lengua… como en el japonés.

—Me parece que entiendo mejor —respondió Cheng sosteniendo su violonchelo apretado entre las piernas como si el hombre y el instrumento se enlazaran bailando.

—Compartir con todos la lengua como un bien común —declaró Yanfen—, facilita necesariamente las relaciones sociales horizontales que tienden a restringir la posibilidad de la dominación de unos sobre otros…

—Exactamente —dijo Yu volviéndose hacia Yanfen—. Es algo bueno, ¿no?

—Sobre todo en la actualidad, me parece —respondió la joven sonriéndole tímidamente a Yu.

—Imaginen una situación en la que hablo con un hombre importante, socialmente superior, un ministro por ejemplo, justamente… Y yo quisiera evocar a su padre: y bien, no puedo nombrar a su padre en francés de ninguna otra manera que por “su padre”. Para ese ministro, es lo mismo si quiere hablar de mi padre…

—Solo puede nombrar a su padre, al de usted, por “su padre” como en chino por otra parte… —agregó Cheng.

—… mientras que en japonés —señaló Kang a su vez—, debe necesariamente elegir una palabra adaptada a su posición respecto de su interlocutor…

—Sí, es eso, exactamente eso —aprobó Yu.

—Al igual que en japonés no podemos usar el pronombre personal “usted” de una manera universal —observó Yanfen—. Además, es una fuente de frustración para mí… siempre quiero usar el “usted” con alguien que está frente a mí… Pero sé que no es posible…

—Ah, sí —suspiró Cheng esbozando una sonrisa triste—, la imposibilidad de decir “usted” a alguien con quien estamos hablando…

—…

Después de un momento de silencio que reunió a los cuatro miembros del cuarteto en un recogimiento meditativo, Yu propuso dedicarse al segundo movimiento.

Sin esperar la respuesta de los demás, Yu volvió a ponerse el violín debajo del mentón.

Rei, con su libro cerrado sobre las rodillas, observaba a los adultos. Había seguido, con muchísima atención, toda la conversación de su padre y sus amigos músicos.

—Sí, empecemos —respondieron al mismo tiempo Kang y Cheng.

—El Andante es tan melancólico como el Allegro ma non troppo —dijo Yanfen—. Prosigamos entonces con nuestro acto de resistencia… ¿no es cierto, Yu?

Rei se sorprendió al oír el nombre de su padre irrumpiendo otra vez y vio dibujarse una sonrisa graciosa en el rostro apenas maquillado de Yanfen.

Los músicos se pusieron en posición. Cada uno, reteniendo el aliento, estaba listo para arrancar. Un silencio absoluto había caído en medio de ellos y se prolongaba. Rei, inmóvil como una carpa en el fondo de un estanque de invierno, no les sacaba los ojos de encima. Finalmente, Yu señaló el comienzo con un leve movimiento de cabeza que inició respirando apenas.

Una melodía simple, conmovedora, punzante, transparente como un río de lágrimas, comenzó a correr por las cuerdas del primer violín.


Fragmentos del cuarteto de cuerdas n°13 en la menor D. 84, op. 29, Rosamunde de Franz Schubert. Foto © IMSLP / CC.BY SA 4.0.

El colegial, como petrificado de asombro y admiración, era todo oídos y sentía subir en él, progresivamente, hasta detrás de sus orejas, un estremecimiento de emoción mezclado con una efusión de calor. Los cuatro instrumentistas, mirándose cada tanto con connivencia, sonreían como los niños esculpidos por Carpeaux. El primer violín seguía trazando delicadamente una línea melódica con una suavidad muy íntima, mientras los otros tres instrumentos la sostenían como un sólido pedestal que soporta una gran diosa de frágil cerámica.

De repente, la música de Schubert se desgarró por la irrupción de voces de hombres que articulaban ruidosamente palabras incomprensibles, y por pasos de botas que llegaban con violencia y subían en masa al primer piso.

De manera instintiva, Yu se levantó, se acercó a su hijo, con el violín y el arco en la mano izquierda. Lo tomó de su brazo izquierdo y le pidió que se escondiera inmediatamente en el gran armario. Rei se apresuró a hacerlo.

—¡No te muevas hasta que yo vuelva! ¿Está bien?

—¡Ah, Coper! —gritó Rei.

Yu se volvió, empuñó el libro que había quedado sobre el banco, se lo dio a su hijo ya instalado en el armario y cerró la puerta de inmediato. De un salto, fue al cuarto trastero, dejó su violín y su arco en el estuche y salió enseguida. De pie, apoyado contra la pared, respiró profundamente.

Los tres músicos chinos, asombrados, lo miraban sin decir ni una palabra. Él los miró a su vez y les sonrió.

* Es la expresión que se utiliza para empezar una comida. Literalmente significa “recibo humildemente lo que me ofrecen”.

Alma partida

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