Читать книгу Alma partida - Akira Mizubayashi - Страница 8
Оглавление“Domingo, 6 de noviembre de 1938, Tokio.
Ruido seco y tajante de pasos de botas, que crece y disminuye. Alguien camina. Se detuvo… Vuelve a caminar… Se detuvo otra vez. Ahora está muy cerca. Me parece escuchar su respiración. Un ruidito de algo que entra en contacto con madera. ¿Acaba de apoyar algo sobre el banco? Estoy en la oscuridad, temblando de miedo. El miedo me da frío en la espalda. Silencio. De golpe, se rompe el velo de oscuridad. Un gran cuadrado luminoso irrumpe delante de mí. ¿Qué veo? Mis ojos enceguecidos ven un inmenso cuerpo de hombre, de pie, erguido, vestido de uniforme militar caqui. No veo la cabeza ni los pies. Veo la parte delantera del uniforme con los botones bien alineados verticalmente, un pesado sable que le cuelga de la cintura, los brazos, las manos que salen de las mangas, las dos piernas hasta las rodillas como robustos troncos de árbol. La luz ilumina con crueldad mis pies calzados con medias de algodón verde que ya no puedo esconder. Al lado de mis pies petrificados, mi libro… cuya tapa blanca tiene bordada a cada lado una delgada raya anaranjada. El título en letras grandes negras se muestra sin vergüenza a la luz intensa: Dime cómo vives. Debajo del título está impreso en letras pequeñas el nombre del autor, y abajo, en un tamaño medio, el nombre de la colección a la que pertenece el libro: ‘Biblioteca de los pequeños ciudadanos’. ¿Lo va a agarrar? ¡Rápido, hay que adelantarse! No, es mejor que no me mueva… Una fracción de segundo después, apoyo mi mano derecha sobre el libro y lo tomo. Retiro suavemente mi mano temblorosa… Pasan algunos segundos interminables… No sé qué está haciendo, el cuerpo no se mueve ni un centímetro. Tengo miedo. Instintivamente, cierro los ojos. El silencio persiste. Vuelvo a abrir los ojos a medias. Se inclina entonces lentamente, muy lentamente, como si dudara, como si no estuviera seguro de lo que hacía. Ante mis ojos aparece una cabeza de hombre, con un quepis del mismo color que el uniforme. A contra luz, está velado por una sombra densa. Del borde del quepis cae por detrás hasta los hombros una pieza de tela también caqui. Solo los ojos brillan como los de una gata al acecho en la oscuridad. Mis ojos, ahora bien abiertos, se encuentran con los suyos. Creo que puedo reconocer una sonrisa discreta que se dibuja y se expande alrededor de los ojos. ¿Qué va a hacer? ¿Me va a lastimar? ¿Me va a sacar a la fuerza de este escondite? Me acurruco todavía más sobre mí mismo. De repente, se inclina de costado y se agacha un poco, y enseguida se levanta con el violín arruinado en la mano, que seguramente apoyó, hace un instante, sobre el banco que está justo al lado del armario donde estoy refugiado. De golpe, se escucha una voz de hombre fuerte e insistente, que se acerca rápido:
—¡Kurokami! ¡Kurokami!
Gira maquinalmente la cabeza como si se preguntara de dónde viene la voz con exactitud, como si tratara de identificar al autor del llamado, mientras una crispación nerviosa le recorre el rostro.
Me entrega sin decir palabra el violín roto, casi aplastado que, con sus cuatro cuerdas dibujando un contorno abombado, se parece en la oscuridad a un pequeño animal agónico. No sé qué hay que hacer… dudo… pero, finalmente, tomo con temor el instrumento averiado con ambas manos.
—¡Kurokami! ¡Teniente Kurokami!
Se apura por cerrar la puerta, mientras me mira fijo una última vez. A la mirada inquieta y desamparada que me lanza, le sigue un esbozo de sonrisa que reprime rápido por la cercanía de quien grita su nombre desde hace un rato.
—¡Ah, acá estás! ¿Qué carajo estás haciendo, Kurokami?
Se van. No hay tiempo de remolonear.
—¡Sí, mi capitán! Perdóneme, verificaba si no se habían olvidado nada…
En la oscuridad del armario, escucho con claridad una dura voz de hombre que creo que es la del que gritaba hace un rato ‘¡Kurokami!’. Me sorprende escuchar el nombre Kurokami, porque nunca me había imaginado que ‘negro (kuro) pelo (kami)’ podía ser un apellido. El hombre articula palabras que no entiendo muy bien en un tono autoritario o como alguien muy enojado. Me da miedo. Otra voz de hombre le responde de forma pausada, tranquila, casi dulce. ¿Es la voz del que me dio el violín?
Poco a poco las voces se alejan. Los pasos también. Me quedo en lo oscuro. Pronto no escucho nada más. O más bien, escucho a través de los largos túneles de mis oídos como el canto débil y obstinado de las cigarras que van a morir. Es el acúfeno, palabra que aprendí recientemente de mi padre. Es el ruido del silencio de algún modo. Miro por la cerradura. La sala está a oscuras por las cortinas negras cerradas, pero lo bastante iluminada por las luces de neón para convencerme de que ya no hay nadie. ¿Qué hora es? Todavía no debe ser de noche, pero empiezo a tener hambre. Aguzo el oído… y me digo que de verdad no hay nadie más. Entonces, levanto el pestillo lo más suavemente posible y, entreabriendo la puerta, trato de no provocar ningún ruido. Pero rechina… ¡Silencio!, me digo, espero un poco… Nada nuevo, está siempre igual de silencioso. Ya no hay nadie. Me pongo los zapatos de tela que me había sacado para no hacer ruido. Salgo de mi escondite, con el violín arruinado en las manos y mi libro en el bolsillo del pantalón. Doy unos pasos tímidos, me cuesta caminar, ¡ah!, tengo hormigas en las piernas. Me detengo. Espero tres segundos. Sigo caminando. Cruzo la gran sala y me acerco a la salida. Empujo, con todo mi cuerpo, la pesada puerta de entrada. Ahora estoy de pie frente al edificio del Centro Cultural Municipal. Alzo los ojos al cielo. El día se está yendo. Empieza a oscurecer. Me siento solo, desamparado. Tengo un nudo de lágrimas en la garganta. Una fuerza negra, enorme, me aplasta y proyecta sobre mí sombras sin forma, opresivas. La gente pasa por la calle. Patrullan algunos soldados de la policía militar, con el fusil al hombro. No veo un solo chico a mi alrededor. ¿Dónde se habrá metido papá? ¿Va a volver aquí? ¿O regresará directamente a casa? Tomo la calle que va a mi casa. Acelero el paso… llevo el violín destruido como un animal moribundo que quiero salvar a cualquier precio…”
Estoy de pie, plantado delante del altar del placard abierto por completo. Tengo los ojos cerrados. Siento detrás de mí el suave perfume de una presencia femenina. Bajo lentamente la sombría escalera del tiempo…