Читать книгу Alma partida - Akira Mizubayashi - Страница 14

5

Оглавление

En el mismo momento en que Yu, después de haber dejado su instrumento en el cuarto trastero, iba a reunirse con los otros miembros del cuarteto, la puerta de entrada de la gran sala de reuniones se abrió con violencia. Entraron, haciendo ruido, cinco soldados en uniforme caqui, con un quepis del mismo color. El más bajo, fornido y velludo, con las manos cruzadas en la espalda, con aire altanero, se puso enseguida a inspeccionar el lugar a lo largo y a lo ancho. Mientras los otros soldados, derechos como íes y con el fusil entre las manos, se quedaron parados frente a Yu, que había vuelto entretanto junto a sus tres amigos chinos, cada uno de los cuales abrazaba su instrumento contra su cuerpo. El militar velludo abrió la puerta del cuarto trastero y la cerró después de una rápida ojeada sobre los objetos dispersos; pasó al lado del banco; avanzó hacia el armario macizo que escrutó largo rato como si nunca hubiera visto un mueble de esa naturaleza. El chico, escondido adentro, ya no se atrevía a mirar por la cerradura. Temblando de miedo, tenía la impresión de oír a través de la puerta la fricción del uniforme del soldado, y hasta su respiración, que exhalaba ruidosamente a un ritmo precipitado como la de un hombre loco de ira. El militar se acercó lentamente a los músicos vigilados por sus subalternos. Rompió el silencio examinando a Yu de pies a cabeza.

—¿Qué hacen acá? —dijo en un tono autoritario e impertinente.

—Hacemos música —respondió inmediatamente Yu—. Ensayábamos.

—¿Con las cortinas negras corridas?

—Es para concentrarse mejor. También es más tranquilo…

—¿Y qué tipo de música ensayaban?

—El cuarteto de cuerdas en la menor opus 29 de Franz Schubert, llamado comúnmente Rosamunde.

—Eso no es de por acá, ¿no?

—¿Y usted también hacía lo mismo? —le preguntó el militar a Yanfen, poniéndose frente a ella. La miraba directo a los ojos.

Rei no podía distinguir las palabras pronunciadas por unos y otros. Reconocía la voz de su padre, pero le costaba entender lo que decía. El flujo de palabras se interrumpió. Después de cinco o seis segundos que le parecieron muy largos, oyó de nuevo la voz cálida de su padre, que, extrañamente, parecía tener una tensión inusual.

—Sí, es mi mujer… Aïko. Toca la viola.

En el espacio de una décima de segundo, Yanfen miró a Yu furtivamente.

—Sí, alrededor de mi marido que es el primer violín —intervino Yanfen con una soberana seguridad—, ensayamos el cuarteto de Schubert desde hace varias semanas.

—¡Qué tal, tiene una mujer sorprendentemente joven! —comentó el soldado retacón con tono burlón.

Una risa simplona y sarcástica se dibujó entonces en el rostro de los soldados alineados, hasta ahora silenciosos e impasibles.

—Y los otros dos… ¿esos señores? —continuó el militar, desdeñoso.

—Los dos son —se apuró a explicar Yu, tartamudeando un poco—, son, son… los dos estudiantes becados del Centro de Estudios sino-japoneses. Son amigos. Tocan con nosotros para relajarse…

—¡Se codea con los malditos chinos! ¡Toca la música de los blancos barbudos, extranjeros dudosos! ¡Países enemigos! ¡Qué multiplicación de errores graves!

—Señor, sea respetuoso, por favor, con nuestros amigos invitados. Retire la palabra odiosa que acaba de pronunciar. Además Schubert es austríaco. Ahora bien, lamentablemente la Alemania nazi anexó a Austria. En consecuencia, la música de Schubert no es una música enemiga, se lo quiero aclarar…, señor.

El soldado velludo se acercó a Yu. Se había puesto muy colorado. Una furia sorda le enrojecía el rostro, que estaba a casi diez centímetros del de Yu.

—Estamos en guerra contra los malditos chinos. ¿Es el momento de hacer música despreocupadamente con sus invitados?

El militar, al pronunciar la palabra “invitados”, imprimía todo su odio crispado.

—El gran director de orquesta polaco Joseph Rosenstock vino a instalarse a Japón el año pasado para ocuparse de la Nueva Orquesta Sinfónica… la música europea se toca en Japón…, señor. La música atraviesa las fronteras, es patrimonio de la humanidad…

—¿No será un rojo, por casualidad? ¡Solo los comunistas hablan así!

Una rabia loca, destructora, se apoderó del hombre uniformado a tal punto que temblaba con todo su cuerpo.

Las palabras de su padre llegaban hasta adentro de la oscuridad del armario, resonando débilmente como las palabras de adiós que un viajero se esfuerza por comunicar a su bien amada a través del vidrio en el momento en que el tren está por arrancar. Rei no quería perderse nada de lo que venía de su padre, pero su atención estaba muy alterada por una voz desencadenada, fulminante, que le daba la sensación de sembrar el terror en toda la sala.

—No, señor, no soy comunista. Le digo simplemente lo que la razón me dicta…

—¿La razón le dicta? ¡Puaj! ¡Un intelectualoide repleto de diplomas!

El soldado retacón, exasperado, le escupió en la cara. Yu se limpió el rostro con la manga de su saco.

—¿Ustedes cuatro de verdad están acá por la música? ¿No es por otra cosa? ¿La música no es una manera de camuflarse? Usted, no veo que tenga un instrumento.

—Señor, si usted quiere, puedo mostrarle mi violín. Lo dejé en el trastero, allá. ¿Me da permiso para ir a buscarlo?

Sin el aval del militar furibundo, Yu dio inicio a su desplazamiento.

Rei oyó pasos. Nadie hablaba, evidentemente.

Cuando Yu abrió la puerta del cuarto trastero, los soldados giraron hacia él y se pusieron en posición de ataque.

Él desapareció y luego reapareció en el marco de la puerta con su violín. Se acercó a los militares.

—Acá está mi violín, señor.

Yu le tendió su instrumento al hombre furioso. Este lo tomó entre sus manos, lo examinó como si descubriera y tocara un instrumento de cuerdas por primera vez en su vida.

—¿Cómo es su apellido, señor amigo de los chinos?

Los ojos del militar centelleaban de odio.

—Mizusawa.

Rei creyó escuchar su apellido pronunciado por su padre. Quiso ver lo que pasaba. El pequeño planeta se acercó de nuevo al astro.

—¡Qué falta de respeto, Mizusawa! ¡Respeto por soldados de Su Majestad Imperial!

Al pronunciar “Su Majestad Imperial”, el soldado retacón se puso en posición de firme dos o tres segundos como si estuviera de verdad delante de la autoridad soberana.

—¡Merece una lección!

Antes de que terminara de pronunciar “lección”, asestó un sólido puñetazo en el rostro de Yu. Este se cayó. Pero se volvió a levantar. En el mismo instante, el militar le dio un segundo golpe más fuerte que el primero. Yu se desplomó de nuevo. Yanfen se agachó entonces instintivamente para aferrarse a él al mismo tiempo que apoyaba su viola y su arco en el suelo. Lo tomó del brazo y apuntó su mirada brillante de furia sobre el asestador de golpes.

—¡Mi trabajo es enderezar hikokumins como usted!

Empujado por un odio salvaje, arrojó el violín al suelo con todas sus fuerzas y lo aplastó con sus pesadas botas de cuero. El instrumento de cuerdas, partido, aplastado, reducido a pedazos, dio unos extraños gritos de agonía que ningún animal moribundo hubiera podido emitir en un bosque de implacables cazadores.

Rei había asistido, a través del agujero de la cerradura, a toda esa escena insostenible sin poder entender suficientemente los intercambios entre su padre y el militar. Estaba conmocionado por la violencia que padecía su padre. Petrificado de miedo, hecho un ovillo sobre sí mismo, devastado por su impotencia de niño, se consumía en la oscuridad de su escondite. Solo vibraban en el fondo de su conducto auditivo la monstruosidad espantosa de la palabra hikokumin y los sonidos evanescentes, quejosos y disonantes del violín moribundo de su padre.

Alma partida

Подняться наверх