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CAPÍTULO 3

LA perfecta mÁQUINA DE LA EXPLOTACIÓN

Camino a Bariloche, febrero 9

Hoy tuvimos percances mecánicos y solo recorrimos 40 kilómetros de los 90 que nos separan aún de Bariloche. Hemos perdido todo el día por problemas de la moto, pero lo que hemos visto y oído en estas 24 horas, bien vale el tiempo perdido.

Para poder trabajar en la moto la llevamos empujada hasta un grupo de ranchos situados a un lado de la carretera. Pronto trabamos relación con algunos de los habitantes. Enseguida nos dimos cuenta de que no son de la región, sino santiagueños y riojanos, es decir, nativos de provincias que están casi a 2.000 kilómetros de esta zona.

Intrigados fuimos llevando la conversación hacia el porqué de ese éxodo. Así nos enteramos de una de las más terribles formas de explotación que tienen los terratenientes argentinos, alemanes, israelitas y yanquis en esta riquísima zona agropecuaria.

La extensa región, de alrededor de 200.000 kilómetros cuadrados, posee ricos pastos naturales y pequeños bosques que permiten que la oveja se críe extensivamente, prácticamente sin necesidad de mano de obra humana. Cada estanciero tiene dos o tres peones diseminados por sus tierras, ellos y sus familiares recorren a caballo grandes extensiones, observando algún animal herido o una oveja con mal parto; solamente cosas pequeñas pues estos oligarcas son tan hábiles como malos. Hasta al zorro colorado, que era el único animal salvaje que atacaba a las ovejas pequeñas, lo han exterminado. Para ello ofrecían un peso argentino por cada zorro macho que mataran, y cinco pesos por la hembra. Hace quince años atrás, cinco pesos argentinos eran el sueldo de una semana de trabajo de un peón, así que en pocos años exterminaron las hembras del zorro y prácticamente extinguieron la especie. Es decir, que la riqueza se les incrementa sin tener que invertir ni en instalaciones, ni en empleados o peones.

Pero hay un período del año en que sí es necesaria una gran cantidad de trabajadores: el tiempo de la esquila. Entonces una vez más comienza a funcionar la perfecta máquina de la explotación.

Se imprimen cientos de boletines ofreciendo trabajo, comida y buen sueldo a los esquiladores, y se reparten por Chubut, Neuquén, sur de Buenos Aires, Córdoba, Mendoza y llegan hasta de Santiago del Estero, San Juan y la Rioja. Los trabajadores de las cercanías que ya conocen la trampa no vienen, o tratan de neutralizarla, pero los desocupados de otras provincias llegan en grandes grupos, solos o con sus familias, pues necesitan trabajar; a ellos se agregan cientos de chilenos empujados también por el hambre.

Es en estos momentos cuando el rostro feroz del capitalismo muestra su verdadera fisonomía.

A una estancia donde se necesitan 300 esquiladores llegan 500 o más. Entonces el patrón, burlándose de las leyes sindicales del estatuto del peón, empieza una puja con la pobre gente que viene desde tan lejos; estos en lugar de unirse y decir “que nadie esquile a menor precio, que las ovejas se queden con su lana”, van entrando en componendas y terminan trabajando por un salario muy inferior al estipulado.

En algunos casos, como el grupo que formaban nuestros interlocutores, se quedan trabajando esporádicamente para ser los primeros en la próxima esquila, y tratar de mejorar así su precaria situación.

A medida que íbamos obteniendo todos estos datos de explotación y miseria, nos íbamos llenando de odio ante tanta injusticia contra el hombre. Pero eso no es todo. Al preguntar sobre el lugar donde se concentran los rebaños, nos dijeron que a orillas de los ríos. Eso les permite llevar lana por vía fluvial hasta los puertos, desde donde la embarcan hacia los mercados europeos.

El saqueo no puede ser más perfecto. No necesitan ni cuidar ni mejorar las tierras, pues tienen millones de hectáreas. No necesitan invertir en sueldos, pues tienen miles de brazos desocupados. No necesitan construir caminos, pues los propios ríos les sirven de transporte, y la lana va directamente a las metrópolis, donde los dueños viven jugando polo, manejando su Alfa Romeo y los Bugatti; y al país solo le dejan un pueblo explotado, y su flora y su fauna empobrecidas.

“Tenés razón, Ernesto: cara o cruz. Miseria y explotación de los pueblos y de los países para el confort de los capitalistas criollos y extranjeros”.

Bariloche, febrero 11

Ayer volvimos a tener un día agitado y de peripecias, culminado con un incidente tragicómico.

Después de despedirnos de los mensuales del rancherío salimos rumbo a la cercana, pero difícil de alcanzar, Bariloche. A los pocos kilómetros, al iniciar una subida, se salió la cadena de tracción de la moto. Estuvimos varias horas tratando de arreglarla, sin éxito. Cerca del mediodía un gauchito de unos diez años, que montaba un hermoso petiso de polo, nos informó que a menos de un kilómetro, al final de la cuesta, estaba el casco de la estancia donde trabaja como ayudante del cuidador de caballos de polo.

Fui a pie hasta la casa y pedí permiso para llevar la moto; me lo concedieron. La conversación y el permiso corrieron por cuenta de la dueña o encargada de la estancia. Durante todo el tiempo que estuvimos charlando tenía a su lado un hermoso perro fox terrier que gruñía a cada rato.

Llevamos la moto cuesta arriba, lo que requirió un esfuerzo sobrehumano debido a la gran pendiente. Hubo momentos en que parecía que no podíamos moverla de lo agotados que estábamos. Una vez vencida la cuesta, arrimamos la Poderosa II a un pajar, y nos quedamos un largo rato reponiendo fuerzas.

Luego hicimos una fogata y mientras tomábamos mate trabamos conversación con varios peones, vigilados siempre por el fox terrier, que nos ladraba cada vez que hacíamos un movimiento para acercarnos a la moto. Mientras reemplazábamos algunos eslabones rotos de la moto por unos de tractor, surgió el tema que ya habíamos oído antes: el de la presencia de un puma chileno (no pudimos saber cómo lo distinguían de los pumas argentinos) que era la pesadilla de los puesteros de ovejas de la zona.

Probamos la moto. Trabajó bien con su cadena remendada. Luego fuimos a comer, invitados por los peones. Como siempre, la gente humilde es más generosa y hospitalaria que los ricos dueños de haciendas.

En cuanto anocheció nos metimos en el pajar. Completamente molidos por el esfuerzo del día nos dormimos en el acto. De pronto nos despertó un ruido extraño: por encima del portalón del pajar vimos dos ojos fosforescentes; todavía adormilado sentí el disparo hecho por Ernesto, que rápido y oportuno, como suele serlo, había sacado el revólver del portafolio que tenía como almohada. Acto seguido oímos un aullido y dije: “Jodiste al puma, Pelao”, y seguimos durmiendo.

Al amanecer fuimos despertados por los “ayes” de dolor de la dueña de la estancia. Acababa de encontrar a su perro rígido con un tiro en la cabeza. Fue inútil tratar de dar explicaciones a la mujer, convertida en una furia. Nos lanzó a la cara todo tipo de insultos, que solo interrumpía para gritar: “¡Mi pobre perrito!”.

Sin más, recogimos nuestras cosas, y como la moto no arrancaba, nos tiramos con ella cuesta abajo, seguidos de los insultos y lamentos de la pobre mujer, abrazada al cadáver de su perro.

Al llegar hoy a Bariloche, tras deambular, conseguimos instalarnos en el cuartel de la Guardia Nacional: un cuerpo de ejército destinado a defender las fronteras del contrabando, pero que es usado por los gobiernos de turno como instrumento de presión, aparentemente desligado del ejército nacional, pero, por supuesto, al igual que este, sólo responde a los intereses de la oligarquía criolla y de sus amos extranjeros.

Esta noche cenamos con el grupo de guardia. Con ellos también lo hacía un marinero que desertó en Calcuta y que vuelve preso vía Chile rumbo a Buenos Aires. Nos hizo una descripción muy vívida de sus andanzas en un barco corsario de bandera panameña por las costas del Caribe y la larga monotonía del viaje desde el Canal de Panamá hasta las costas de China. Describió la sórdida vida del puerto de Hong Kong, con sus famélicos habitantes que desde sus juncos esperan los restos de basura que arrojan de los barcos visitantes, para lanzarse como gaviotas, riñendo por un trozo de bazofia.

Bariloche, febrero 12

Esta tarde hemos conocido a un par de sexagenarios norteamericanos que han hecho un viaje desde New Jersey, manejando una furgoneta. A pesar de que esta se encuentra muy bien acondicionada, no deja de ser admirable que a esa edad tengan espíritu y energía para emprender una aventura de esa naturaleza. Quedamos en vernos por la noche para cenar juntos, cuando volvieran de un recorrido por las orillas del lago.

Los esperamos largo rato, y como se pasó en mucho la hora fijada, nos volvimos tristes y hambrientos a la gendarmería, donde estaban dando de comer a los detenidos. Cenamos, pues, en la más pintoresca y selecta compañía que imaginarse pueda.

Estábamos de pie, rodeando la mesa y royendo un pedazo de carne fría. Compartían nuestro ágape, frente a mí el marino desertor, quien, sin dejar de masticar, contaba jactanciosamente que aunque ahora comía esa porquería, en otras épocas, en Japón, se había comprado una criatura de catorce años para su uso personal y luego la había regalado; a mi izquierda estaba un preso consuetudinario que comía silenciosa y ceremoniosamente; un borracho, al que el exceso de alcohol le impedía comer, farfullaba algo ininteligible; y al frente, dando la nota delicada con femineidad, una pobre loca barbotaba palabras soeces mientras se alimentaba. Comimos rápidamente y abandonamos ese cuadro dantesco, fiel reflejo del destrozo que hace del ser humano el sistema corrupto y vil que nos gobierna, cuando no se le enfrenta.

Con el Che por Sudamérica

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