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CAPÍTULO 4

EN LA TIERRA DE LOS ARAUCANOS

Peulla, febrero 14

Ayer cruzamos la línea imaginaria, pero real, que separa Argentina de Chile. No puedo decir como el del pasodoble: “Volví los ojos llorando”, pues si bien dejaba mi patria y mis seres queridos, otros seres por querer, y otros países por conocer, se presentaban delante de la brújula que nos marcaba hacia el Norte, hacia el resto de América Latina.

Si algo nos entristecía era el haber comprobado palmariamente, una vez más, y en muchas partes de nuestra querida Argentina, la necesidad de un cambio radical político-social que acabe con la explotación del hombre por el hombre y del país por los trust internacionales.

Por la mañana subimos la Poderosa II al lanchón que cruza el lago Nahuel Huapi. Pronto estuvimos rodeados de la curiosa admiración de turistas yanquis, alemanes, chilenos y argentinos, quienes nos acosaron a preguntas y se admiraban de nuestra audacia; por supuesto, ninguno cree que seamos capaces de pasar de Santiago de Chile, con o sin moto. Dije para mis adentros: “¡Veremos, dijo Lemos!”.

Antes de salir, habíamos cambiado los pesos que nos quedaban por dólares, ya sabremos hasta dónde llegan.

Una vez que llegamos a Puerto Blest seguimos en la moto hasta Puerto Alegre. En otro lanchón llegamos a Puerto Frías, el último puesto aduanero argentino en esa zona, y 25 kilómetros después estábamos ya en esta pequeña pero hermosa ciudad, vecina al lago Esmeralda o de Todos los Santos, de un color que no envidia en nada a la piedra preciosa que le da nombre. Y otra vez aparece la cara o cruz de la realidad. La cara constituida por la belleza del paisaje y la bondad de su gente, y la cruz, por el hecho de que toda esta belleza está explotada por la compañía que es dueña del hotel, de los ómnibus que transportan a los pasajeros, de los yates que cruzan el lago, en fin: de todo el lugar y de sus habitantes, pues es la única fuente de trabajo que existe. Nadie pasa por aquí sin dejar algunos pesos en los bolsillos de la compañía. Lógicamente, nosotros rompimos la tradición, y en lugar de ir al hotel nos fuimos hacia el muelle. Allí, después de conversar con el cuidador, dormimos en un galpón, entre velas rotas de yates y sogas alquitranadas.

Siguiendo nuestra política de no pagar nada que pueda evitarse, después de varias intentonas fallidas, conseguimos “pega” en un lanchón que va a cruzar el lago con una carga de maderas y un automóvil. Como pago nos permiten cruzar con la moto.

Lago Nahuel Huapi, febrero 15

Esta mañana cargamos el lanchón, que está bastante desvencijado y en pésimas condiciones para la navegación, y que es a su vez remolcado por el vaporcito Esmeralda, transporte de los turistas.

A poco de andar, el lanchón empezó a inclinarse hacia adelante. Tuvimos que redistribuir la carga y parte de ella pasarla al Esmeralda. Como nadie se quería tirar al agua para recoger el cabo enviado, y no quería que lo hiciera Fúser pues tiene un principio bastante fuerte de asma, me tuve que tirar yo; lo recogí y con una grúa me izaron al otro barco. Ahí trabé amistad con dos turistas brasileñas, una de ellas estudia Bioquímica; se asombró de encontrar a un colega en esos trajines.

Volví al lanchón saltando desde el guinche del vapor. Tuvimos que dar una buena mano para achicar la centina5 que se hace agua por los cuatro costados. La bomba casi no funciona y la desagotamos a balde. Estoy bastante cansado y he escurrido el bulto. Aprovechando la sombra que proyecta el puente de la embarcación me he sentado a escribir lo anterior.

Desde aquí veo las olas del lago; debido a un cambio de viento se está mojando la moto. Voy a ver si consigo una lona para protegerla...

Lautaro, febrero 21

Estamos en esta pequeña ciudad chilena completamente varados. Tuvimos un grave percance mecánico que una vez más nos da la pauta de las pocas posibilidades de seguir el viaje en la Poderosa II.

Francamente, el percance era de esperarse, así o de otra manera, pues hemos venido andando en las condiciones más precarias imaginables: el acumulador se nos rompió en Ballesteros, a solo 80 kilómetros de la partida; el freno trasero apenas frena desde Bahía Blanca, y prácticamente hemos venido frenando con las marchas. Es decir, que hemos tenido el lujo y corrido el riesgo de atravesar la cordillera más alta del globo casi sin frenos, pues de Junín de los Andes para acá el delantero tampoco frena mucho. Voy a seguir el relato de lo acontecido desde el día 15 hasta hoy.

Luego de tapar la moto para protegerla del oleaje, seguí achicando agua hasta que llegamos a Petrohué. Allí nos pusimos nuestras mejores galas en el propio barco. Hasta el Pelao se bañó. Después fuimos a ver a las brasileñas. A la colega la llevé a la orilla del lago; luego de hablar de bioquímica pasamos de mutuo acuerdo a la anatomía topográfica... espero no haber llegado a la embriología.

Por la mañana del día 16 nos propusieron que lleváramos una camioneta hasta Osorno. Ernesto la conduciría y yo lo seguiría con la moto. El camino hacia la ciudad bordea el lago Llanquihue, al pie del volcán Osorno. La lava de antiguas erupciones cubre parte del camino haciéndolo áspero y difícil de transitar.

El paisaje es muy bello en los primeros kilómetros. El camino, a veces estrecho, está bordeado de árboles, que lo sombrean por completo. Una vez pasado el lago, el panorama cambia totalmente.

Aparecen los fundos (pequeñas chacras o fincas) cultivados de trigo, por supuesto sembrado y cuidado por explotados arrendatarios, mientras los propietarios usufructuadores están en Osorno o en Santiago, parasitando.

Llegamos a Osorno. Después de deambular sin resultados por el cuartel de Carabineros, fuimos a parar a una clínica –aquí se llama así al pensionado– de una casa de seguros. Nos recibió el administrador, muy atento y servicial, pero de una mentalidad tan infantil e ilógica que en diversas oportunidades soltamos la risa sin podernos contener. Nos quería convencer de la necesidad que tienen todos los países, el chileno en particular, de ser regidos por un dictador. Todos sus argumentos eran tan deshilvanados, tan traídos de los pelos, amén de los modismos lugareños con que los mechaba, que francamente parecía un personaje salido de una comedia. Lo único serio y peligroso de todo esto es que el deseo de tener una dictadura, representado aquí por el ibañismo, que son los seguidores del general Ibáñez, no solo ha arraigado en mentes como esa, sino que a lo largo de todos los kilómetros que hemos recorrido en Chile existe esa convicción. Solo Ibáñez salvará el país; no saben cómo ni de qué forma. Creen en él como en el hombre providencial, y por supuesto pronto tendremos otro país hermano bajo el peso de un gobierno de fuerza, dirigido por un hombre que ni siquiera posee la inteligencia de Perón.

El día 17 salimos de Osorno y un accidente casi banal, la pérdida del tornillo del sostén del guardacadenas, nos retrasó varias horas. (A la Poderosa II le están saliendo todos los dolores). Al oscurecer pedimos guarecernos en un fundo. Recitamos el cuento del farol roto y nos permitieron quedarnos, además nos invitaron a cenar. El que nos atendió es un humilde arrendatario, a quien la dueña del campo y de varios fundos le niega una pequeña participación en su cosecha. ¿Quién va a arreglar estas injusticias? ¡Ibáñez! Fúser y yo nos miramos y en mudo acuerdo nos quedamos callados.

Al otro día, con bastante precaución le comenzamos a hablar de reforma agraria, de que la tierra debe ser para el que la trabaja y no de quien a veces ni la conoce.

El pobre hombre nos paró en seco. Nos dijo:

–Yo no quiero que me den nada: “A quien Dios se lo dio... San Pedro se lo bendiga”. Lo que yo quiero es que me paguen lo que trabajo, y eso lo hará cumplir mi general Ibáñez.

Bastante cariacontecidos le dimos las gracias y nos marchamos.

Llegamos a Valdivia. Fuimos al consulado argentino. Nos atendieron muy mal. Claro... llegamos con nuestra indumentaria raidística, llenos de grasa y polvo, y el cónsul, todo limpio, pulcrito y tiesito, encontró que no éramos dignos de su atención y se desembarazó lo más pronto posible de nosotros.

Salimos de allí, recorrimos el muelle que está sobre el río Calle-Calle, pues el puerto marítimo es Corrales, a 16 kilómetros de Valdivia, y solo tiene esa vía pues no se puede llegar por carretera. Caminando sin rumbo pasamos frente al diario Valdivia. Nos dimos a conocer y fue el comienzo de un nuevo período de vida. Inmediatamente nos hicieron un artículo a dos columnas, con una serie de ditirambos e inexactitudes que es para reírse a mandíbula batiente.

Partimos como a las 17 horas rumbo a Temuco. Al anochecer llegamos a un fundo bastante grande llamado Los Ciruelos. Nuevamente hicimos el cuento del farol... que se nos acababa de romper, y como siempre, también al principio nos trataron fríamente, pero a medida que íbamos conversando y supieron que éramos doctores, la recepción se tornó más cálida, y del rincón de un depósito, donde nos instalaron al comienzo, fuimos a parar a la pieza de los huéspedes, luego de haber ingerido una buena cena, y tras haber narrado todas la peripecias del viaje.

Salimos el día 18 rumbo a Temuco. A los 40 kilómetros, aproximadamente, se nos pinchó una goma. El día era bastante desagradable; caía una fina llovizna que paulatinamente nos iba empapando. Mientras sacábamos los bártulos para cambiar la cámara averiada apareció el sol bajo la forma de una camioneta cuyo conductor nos ofreció llevarnos hasta Temuco. Una vez colocada la Poderosa II (que está a punto de transformarse en la “Debilucha II”) en la caja de la camioneta, entablamos relación con el chofer. Resultó ser un estudiante de Veterinaria, de muy buenas ideas y carácter. Quedamos de acuerdo en que esa noche íbamos a salir de parranda.

Bajamos la moto en una calle apartada. Mientras yo sacaba la rueda, Ernesto fue a una casa vecina a pedir agua caliente para matear. Lo atendió una criada, y no solo le facilitó el agua, sino que lo invitó a que entráramos la moto. Apenas instalados, llegó el “caballero” dueño de la casa. Un hombre de edad, que, según Fúser, debido a su indumentaria y sobre todo a su melena sin recortar, debía ser un artista algo bohemio, casi seguro un hombre de ideas izquierdistas. ¿Cuál no sería la desilusión que sufrió sobre sus dotes detectivescas cuando a poco de estar descubrimos que su desaliñada melena era una peluca?


Lago Nahuel Huapi, Río Negro, Argentina, febrero 13, 1952. “Siguiendo nuestra política de no pagar nada que pueda evitarse, después de varias intentonas fallidas, conseguimos ‘pega’ en un lan­chón que iba a cruzar el lago Nahuel Huapi con una carga de maderas y un automóvil. Frente al lago fabricamos en sueños el Pelao y yo un Laboratorio Clínico de Investigación y Servicio, con un helicóptero para salir todas las mañanas a buscar el material de los dispensarios situados en la zona”. (Foto tomada por Ernesto mientras cruzábamos el Nahuel Huapi).

Poco después, a solas con la empleada, la sometimos a un hábil interrogatorio; nos contó que el “caballero”, nombre con que lo bautizamos, y que en Chile se usa para designar al dueño de la casa, tiene doce pelucas y que había hecho un viaje a Buenos Aires para confeccionarse otras. Por supuesto, la información dio amplio campo a nuestro humorismo barato, mientras sudábamos tratando de sacar la maldita cubierta; tarea que como siempre que se trata de cambiar las gomas recayó en gran parte en el pobre Pelao, que es mucho más fuerte y hábil para esos menesteres.

Terminado el arreglo, salimos a conocer la ciudad. Nos encontramos accidentalmente con un redactor del diario Austral de Temuco. Nos hizo un reportaje con foto y todo, donde por supuesto hicimos hincapié en nuestro deseo de ir a la Isla de Pascua.

Después nos fuimos a dormir a la casa del caballero de las pelucas.

Al otro día salimos rumbo al Norte, y vuelta a romper otra cámara. Como me parecía injusto que el Pelao fuera siempre quien sacara la cubierta, me emperré en hacerlo y eso nos atrasó más de la cuenta, y a pesar de que era ya casi de noche, con el afán de avanzar un poco más, seguimos prácticamente a oscuras. El camino se hacía cada vez más intransitable, y por desgracia los fundos que antes se sucedían casi sin intervalos habían desaparecido. Por fin, ya casi cerrada la noche, llegamos a un paso a nivel donde hay una casilla de guardabarreras. Pedimos hospedaje y nos brindaron un rincón en una habitación. El aspecto de la casilla y de sus habitantes era bastante mísero, así que no nos extrañó que solamente nos ofrecieran unos mates y un poco de pan. Bastante hambrientos nos fuimos a dormir. Apenas amaneció, como a las 7 horas, salimos hacia Lautaro.

A unos cien metros de marcha sentí que era lanzado hacia adelante como una catapulta. Apenas toqué el suelo me incorporé, completamente extrañado por el suceso. Fúser también se incorporó y fue corriendo a cerrar el paso de la nafta. Revisamos la máquina y nos encontramos con que la horquilla que une la moto con el tren delantero se había desprendido; además, al chocar contra la carretera, el chasis de aluminio que protegía la caja de velocidades se rompió en cuatro pedazos...

5 La parte más baja de barco, diseñada para colectar el agua que entra en el interior.

Con el Che por Sudamérica

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