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ОглавлениеCAPÍTULO 1
UNA PARTIDA QUE CASI SE FRUSTRA
Córdoba, diciembre 29 de 1951
Todo empezó y se desarrolló tan rápida y ejecutivamente como llevo a cabo generalmente mis cosas.
El tiempo ha borrado la fecha exacta, pero la escena se mantiene vívida y fresca.
Es una soleada tarde de octubre. La parra de la querida casa paterna mostraba sus primeros pámpanos y hojas que trataban de dar sombra a la Poderosa II, la vieja moto, fiel compañera de giras por pampas y montañas. Sobre ella estaba sentado mi hermano Tomás, y rodeándolo, recostados indolentemente a la escasa sombra de un naranjo, sorbíamos el inefable mate Gregorio y yo.
Abismado en mí mismo casi no atendía la conversación. De pronto, en exabrupto expresé en voz alta mis pensamientos:
–No estoy satisfecho con mi estado actual. Otra vez siento la voz interior que me urge a tomar mis cosas e irme a recorrer América. Ustedes saben que los años pasados en Chañar, con mis sueños de hacer algo a favor de los leprosos, lograron aplacar mis deseos de buscar nuevos horizontes. Pero ahora, arrancado violenta y caprichosamente de ese medio que quiero y donde soy querido, y trasplantado al hospital en el cual trabajo, donde todo es frío, calculado y trillado, y donde primero se pregunta si el paciente puede pagar los análisis clínicos, y después si le hacen falta o no, siento la necesidad de horizontes más amplios.
–Eso es muy fácil –me interrumpió Tomás–, poné a Ernesto en la grupa y hacé esto... –e imitó con la boca el ruido de la moto andando a gran velocidad.
Quedé callado. Recibí el mate de mi hermano Gregorio, sempiterno cebador. Mientras sorbía la fragante infusión, me decía a mí mismo: “¿Y por qué no? ¿Qué mejor oportunidad que esta para hacer realidad mis planes, tantas veces pospuestos? Tengo energías y deseos, con eso me basta”.
De estos pensamientos me arrancó el rezongar del mate ya vacío, y al tiempo que lo devolvía a Gregorio, exclamé:
–Pues sí, señores, a fines de este año se cumple el viaje por América.
Por la noche, durante la cena, comuniqué el plan a mis padres. Estos notaron en la firmeza de mis palabras que ya no era un proyecto más, sino algo que se iba a llevar a cabo inexorablemente, y en lugar de la amena charla que siempre era el corolario del tema, un silencio espeso y extraño siguió a mis palabras.
Más tarde, mientras daba vueltas y más vueltas en mi cama pensaba: “¿Seré capaz de llevar a cabo mi plan? ¿No lograrán disuadirme de mis propósitos la desaprobación por ahora tácita de mis padres, parientes y amigos? ¿Compensará la satisfacción del viaje la pena que les causo con mi partida?”.
A todo respondía que sí, que realizaría por fin mi más caro anhelo, y que la felicidad de lograrlo borraría la amargura de la separación.
“Cuando le propuse el viaje a Ernesto, y después de cagarse en el futuro que yo le vaticinaba al lado de un profesional brillante como el doctor Pisani, pero encerrado en un estrecho mundo del comercio médico, inició una danza guerrera dando alaridos que firmaban el pacto indisoluble del viaje. Nuestra aliada sería la Poderosa II, una motocicleta Norton de 500 centímetros cúbicos de cilindrada que había comprado algunos años antes”. (Ernesto con La Poderosa II en 1951, antes de salir de viaje).
De pronto me asaltaba otra duda: “¿Aceptaría el Pelao acompañarme? ¿No sería otra locura hacerlo viajar cuando sólo le faltaban unas pocas asignaturas para graduarse de médico? ¿No era también improcedente alejarlo del doctor Pisani, a cuyo lado Ernesto tenía con toda seguridad un porvenir brillante?”.
La respuesta a estos interrogantes me la dio el mismo Fúser, quien sorpresivamente viajó a Córdoba a visitar a Chichina,2 su novia. Una vez enterado del proyecto, y después de cagarse en el futuro que yo le vaticinaba al lado de un profesional brillante, pero encerrado en un estrecho mundo del comercio médico, inició una danza guerrera dando alaridos que firmaban el pacto indisoluble del viaje.
Los días que siguieron a este fueron un torbellino enloquecedor de mapas, repuestos mecánicos, adopción y abandono de decenas de rutas, etcétera. Por fin, y pese a la silenciosa oposición de mis padres y la no tan silenciosa de mis parientes que consideraban la gira como una locura, llegó el día de la partida.
La moto parecía un enorme animal prehistórico, flanqueada por dos bolsos de lona impermeable y en la parte posterior un portaequipaje donde llevábamos desde la parrilla del churrasco hasta la tienda y catres de campaña.
La ruta que habíamos elegido era la siguiente: iríamos a Buenos Aires, para que el Furibundo Serna se despidiera de sus padres; luego recorreríamos la zona atlántica hasta Bahía Blanca; cruzaríamos La Pampa para visitar los lagos del Sur y allí atravesaríamos la Cordillera de los Andes; una vez en Chile enfilaríamos hacia el Norte, hasta Caracas.
Llegó el día de la partida. Una nerviosa emoción nos invadió a todos. Rodeados de una ruidosa multitud de chiquillos atraídos por el aspecto de la moto y nuestra inusual indumentaria, empezó la despedida. Luego de sacarnos algunas fotos “para la posteridad”, abracé a mis padres a quienes ahogaba la emoción, y a mis hermanos que nos miraban con un dejo de cariñosa envidia. Besé una vez más a mi madre, agradeciéndole su esfuerzo por contener las lágrimas que pugnaban por brotar de sus ojos. Sin más, arranqué la moto. Ernesto se montó en el sillín posterior, y bamboleantes por el exceso de equipaje se inició la marcha. El Pelao se volvió para saludar a los que se quedaban. El movimiento brusco hizo que yo perdiera momentáneamente el dominio de la máquina y casi nos estrellamos contra un tranvía que en esos instantes doblaba la curva de la esquina de mi casa. El grito de alarma que partió del grupo me dio la pauta del peligro corrido, y para evitar dilaciones y pese a las protestas y golpes en la espalda por parte del Pelao, aceleré la moto y sin mirar atrás me perdí en el tráfico de la calle, dejando tras de mí la inquietud cariñosa de los míos, y teniendo al frente el largo camino pleno de nuevos cielos y emociones.
Villa Gesell, enero 6 de 1952
¡Por fin conocí el mar! Y tal como quería verlo: de noche y a la luz de la luna.
Estoy frente al inmenso Atlántico, recostado en las dunas, mirando la playa y las olas. Rememoro lo acaecido en estos días. Solo han pasado nueve días y ya lo recorrido, conocido y padecido me dan una base material para decirme a mí mismo lo maravilloso e importante que va a ser para nosotros, en nuestra formación futura, este –hasta hace poco hipotético– viaje.
Pero volvamos al día 29. Después de evitar el choque con el tranvía, aceleré con todas mis ganas, y luego de correr vertiginosamente veinte o treinta cuadras, arrimé la moto a la acera y frené. Ernesto estaba furioso.
–¡Mial de mierda –me dijo en cuanto pudo hablar–, me he tenido que agarrar como un pulpo para que no me dejaras tirado en la calle!
La cómica furia de Fúser hizo que mi tensión se transformara en una hilaridad nerviosa, y luego de reírnos ambos a dúo expresé lo que era claro en ambas mentes:
–Mirá, Pelao, si después de ese percance al salir me detengo cerca de mi casa, las súplicas y advertencias nos hubieran soldado como con cemento a nuestros lares maternos. Por eso no paré hasta estar bien lejos.
Luego de reacondicionarnos seguimos la marcha. Tras algunos problemas producidos siempre por el exceso de equipaje, entre ellos una caída en la que se rompió el acumulador, llegamos casi a ciegas a una pequeña ciudad: Ballesteros. Ahí, en el alero de un humilde rancho, acomodamos la moto. Luego de saborear unos mates, nos metimos en nuestras bolsas de dormir. Mientras gustaba la dicha de mi primera noche de raidista, el sueño y el cansancio interrumpieron mis divagaciones.
El trayecto de Ballesteros a Rosario fue rápido, y sin nada de particular. En esta ciudad pasamos un buen rato con mis sobrinas, a quien Fúser no dejó de impresionar tanto por su inteligencia como por su presencia física. Aunque las aspiraciones del Pelao, como las mías, están lejos de sueños nutridos de novelas radiales y de revista Vosotras.
Llegamos a Buenos Aires. Allí tuvimos que escuchar, al igual que en mi casa, las sátiras sobre el famoso viaje, su posible fracaso, o la tediosa monserga de que debíamos abandonar nuestros proyectos y seguir el trillado camino que ellos habían seguido. Solo la mamá de Fúser no opinó nada negativo, y se limitó a decirme:
–A vos, Alberto, que sos el mayor, te lo digo: trata de que Ernesto vuelva a recibirse de médico. Un título nunca estorba.
“Por fin, y pese a la silenciosa oposición de mis padres, llegó el día de la partida. La moto parecía un enorme animal prehistórico, flanqueada por dos bolsos de lona impermeable y en la parte posterior un portaequipaje donde llevábamos desde la parrilla del churrasco hasta la tienda y catres de campaña”. (Ernesto, en el centro con casco, yo y un grupo de amigos que nos despedían).
El día 4 de enero salimos rumbo a la costa del Atlántico. Pasamos por el Parque Palermo. Como siempre en la ruta había un grupo de personas vendiendo perros de las más diversas castas y razas. El Pelao, que le quería dejar un regalo a Chichina, a la que veríamos en Miramar, en donde estaba veraneando, se enamoró de un cachorro de policía y lo compró. Le puso por nombre “Come Back”. Creo que es una promesa indirecta a la Chichina.
Luego de algunos kilómetros por la carretera que va a Mar del Plata se desencadenó un torrencial aguacero. Tuvimos que desviarnos hacia un tambo que se divisaba a unos 800 metros de la carretera. Cuando escampó seguimos rumbo al Este. Pero el trecho que recorrimos por el fango nos puso en alerta sobre las dificultades de transitar este tipo de camino tan diferente del terreno serrano, o de las salinas que estamos acostumbrados a recorrer. Esa noche la pasamos en una garita de la policía. Al otro día, tras esperar el desayuno de Come Back (solo puede tomar leche), seguimos rumbo a esta villa poco conocida por los “turistas standard”. Es muy bonita: con sus casitas sencillas, playas amplias, olas enormes que llegan suavemente a la orilla.
Miramar, enero 13
Hace siete días llegamos a esta hermosa playa. Ha sido muy beneficiosa la estadía. He conocido a mucha gente de un nivel social que no he tratado antes, y francamente me hace sentir orgulloso de mi origen de clase. Nunca en mi vida me había tropezado, ni mucho menos alternado, con este tipo de gente. Es increíble cómo piensan, cómo razonan. Son seres que creen que por derecho divino o algo semejante merecen vivir despreocupados de todo lo que no sea pensar en su posición social, o en la manera más estúpida de aburrirse en grupo. Afortunadamente, Chichina en particular, los Guevara en general, y Ana María, la hermana de Fúser, en especial, no se parecen en nada al grupo con el que comparten.
Comentaba con el Pelao.
–Viejo, estos tipos me reconcilian conmigo mismo; por lo menos hemos sido capaces de crear algo, desde un equipo de rugby hasta un laboratorio de investigación. Hemos nutrido nuestro intelecto, mientras que estos personajes con todas las posibilidades abiertas, con todas las ventajas de hacer algo útil sin nada más que un mínimo esfuerzo, desperdician todas sus fuerzas con frivolidades sin sentido, solo para su propio deleite y utilidad. ¡Cómo no van a poner cara de asombro y susto cuando se habla delante de ellos de un poco de igualdad! O cuando se les trata de hacer ver que todos esos seres que giran a su alrededor, que les sirven, que recogen todo lo que ellos dejan tirado, necesitan también vivir. Que son seres humanos a quienes también les gusta tomar baños de mar, o sentirse acariciados por el sol.
El día 11 por la noche estuve en la orilla del mar. El espectáculo fue inolvidable. Eran en realidad dos paisajes diferentes. Por el lado del mar las dunas iban descendiendo suavemente hasta la playa, donde las olas al romper formaban una muralla de blanca espuma. El lado opuesto parecía exactamente un paisaje lunar, formado de pequeñas colinas semejantes a cráteres, rodeando lagunillas donde se reflejaban algunos arbustos plateados por la luna. ¡Algo digno de admirarse!
Lo que me extraña es cómo toda esa gente que nos acompañaba, y que decía sentir profundamente la belleza de la noche y del lugar, no sentían, como yo, un deseo enorme de que todo el mundo pudiera admirar y solazarse con tanta hermosura.
Hoy estuvimos bañándonos en la playa. Luego de nadar un rato nos reunimos con el grupo de veraneantes que están pasando las vacaciones con la tía de Ernesto y Chichina. Varios son estudiantes universitarios. Pronto se suscitó una discusión sobre temas políticos y sociales. Se discutió sobre la socialización de la medicina, llevada a cabo en esos días por el gobierno laborista en Inglaterra. Ernesto tomó la palabra y durante casi una hora defendió con calor la socialización, la abolición de la medicina como comercio, la desigualdad en la distribución de médicos entre la ciudad y el campo, el abandono científico en que se deja a los médicos rurales, los cuales en definitiva caen en la comercialización, y muchos temas más.
“La ruta que habíamos elegido era la siguiente: iríamos a Buenos Aires, para que el Furibundo Serna se despidiera de sus padres; luego recorreríamos la zona atlántica hasta Bahía Blanca; cruzaríamos La Pampa para visitar los lagos del Sur y allí atravesaríamos la Cordillera de los Andes; una vez en Chile enfilaríamos hacia el Norte, hasta Caracas”. (Mi carnet de conducir con el que salí de Buenos Aires).
Yo estaba a unos metros del grupo que discutía y no podía dejar de sentir el cariño y la admiración que siempre le he profesado al Pelao.
En primer lugar, él ha nacido y se ha criado en el mismo medio social de sus interlocutores, y sin embargo su sensibilidad no ha sido embotada por los conceptos de su clase. Y no solo eso, sino que además combate todo lo aceptado como natural por ellos. Oyendo sus sólidos argumentos y las mordaces frases con que desbarataba las débiles réplicas que le hacían, no pude menos que pensar: “Este Pelao cada día me muestra una faceta nueva. Hay que ver con qué calidad y profundidad presenta hoy estos mismos temas que tantas veces hemos tocado”.
Cuando todos los contrincantes fueron vencidos en la discusión, Fúser se dirigió a mí, y agarrando a Come Back, me dijo:
–Vamos, Petiso; dejemos a estos pitucos y vamos a bañar al perro. Y corriendo por la arena nos alejamos del grupo, que se quedó comentando, tal vez admirado de la profundidad dialéctica del Pelao.
Es así, yo siempre lo digo: a Ernesto hay que odiarlo o admirarlo, pero es imposible ignorarlo.
Necochea, enero 14
Hoy continuamos camino. Estamos en la casa de Tamargo, con quien estudié la carrera. Han sido cinco años de compañía. Ambos estuvimos en la lucha estudiantil de 1943. Alquilamos, con otros estudiantes, una casa en el Barrio Clínica. Juntos hicimos deportes, peleamos con los esbirros de la Policía, ayudamos a la organización y democratización de la Federación Universitaria de Córdoba. Nos separamos hace apenas cuatro años y ¡cómo hemos cambiado! Ya no nos entendemos. No se puede negar que nos ha tratado muy bien, una vez que se repuso del shock que le produjo verme llegar a su casa lleno de grasa y polvo, caballero en una ruidosa moto.
Me desespera que un hombre joven, hasta hace unos pocos años progresista, esté completamente absorbido por la asquerosa sociedad que lo rodea. Sabe que todo eso está mal; que cobra por los análisis lo que no valen, pero lo hace y hasta parece que encontrara un morboso placer en ir contra lo que su conciencia le dicta. Es ya un fósil con su linda casa y su señora esposa: una burguesa de pueblo chico, quien solo piensa en que cada cosa esté en su lugar, no haya una mota de polvo sobre nada, y realmente todo está libre de suciedad, pero también de ideas y deseos abiertos y desinteresados.
Bahía Blanca, enero 16
Llegamos a Bahía Blanca, a la casa de unos amigos de Ernesto: la familia Saravia, quienes nos trataron espléndidamente. El viaje desde Necochea lo hicimos de un tirón, con una sola parada en río Quequén Salado, donde a la sombra de dos sauces llorones hicimos un pequeño asado de tira que nos sirvió de almuerzo y desayuno. Como había un viento muy fuerte que hacía pistonear la moto, tuvimos que regular las válvulas. Es el primer cariñito que le hacemos a la Poderosa II, después de casi 1.800 kilómetros de recorrido.
2 María del Carmen Ferreyra pertenecía a una de las familias más ricas de Córdoba. En ese momento tenía solo dieciséis años de edad.