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El viaje al sur: la carta del Cusco y el primer encargo

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Durante la carrera de Arquitectura, los estudiantes debíamos participar en dos viajes de estudio financiados por la Escuela: al norte, hasta Cajamarca el primero, y el segundo, la vuelta al sur del Perú. En el tercer año, durante las vacaciones de julio, fuimos al norte. Viajamos en el ómnibus de la Escuela, acompañados por el profesor Rafael Marquina y, como invitado, el arquitecto Enrique Seoane.

El viaje de estudios al sur instituido para los alumnos del 4.° año de Arquitectura, en nuestro caso tuvo algunas particularidades. No pudo acompañarnos el profesor Marquina, solo nos inscribimos cuatro alumnos y viajamos en el automóvil de uno de los compañeros, Julio Ferrand. Esto último nos dio flexibilidad para cumplir exitosamente con los objetivos didácticos del viaje: tomar contacto con el pueblo y el paisaje del interior, así como con el valioso patrimonio arquitectónico vernáculo, inca y colonial del recorrido, con escalas más sostenidas en Cusco y Arequipa. En estas ciudades dos acontecimientos inesperados marcaron nuestro destino: en la ciudad imperial, la carta al diario El Sol; en la Ciudad Blanca, el primer encargo profesional.

El día que llegamos al Cusco, un artículo aparecido en el periódico local postulaba, para toda obra de arquitectura que se realizara en la ciudad imperial, la obligación de expresar en su tratamiento las dos culturas de la identidad cusqueña, la inca y la colonial. Prácticamente se proponía incluir en la fachada de toda obra moderna muros de piedra y molduras coloniales a imitación de la obra histórica. Ofendidos en nuestras convicciones por el arte contemporáneo de reciente aprendizaje y de respeto a las manifestaciones del pasado, decidimos escribir una carta de oposición debidamente fundamentada, de cuya redacción quedamos encargados Carlos Williams y yo. La firmamos los cuatro, la dejamos en la sede del diario y partimos en gira a conocer los sitios y vestigios monumentales de la zona que incluía Pisac, Ollantaytambo y todo el Valle Sagrado, culminando con la ascensión a Machu Picchu, en aquel entonces solo posible a lomo de mula.

A nuestro regreso, con sorpresa y satisfacción leímos en el diario El Sol (30 de setiembre de 1946) nuestra carta, publicada con un amable comentario de la dirección1.

Después del largo periplo por las iglesias de Puno, las chullpas de Sillustani, el cruce del lago Titicaca, la rápida visita a Copacabana y el retorno por Tacna y Moquegua, tomamos un descanso en Arequipa, visitando con calma la magnífica arquitectura en sillar de iglesias, conventos y casonas.

La Ciudad Blanca nos graduó por anticipado, al iniciarnos en el ejercicio profesional por intermedio de José Polar, uno del cuarteto viajero, ligado a conocidas familias locales. En su encuentro con Carlos Cánepa Sardón, presidente del Club Internacional, se gestó la posibilidad de proponer un anteproyecto para el local institucional. Polar, quien desde hacía ya un tiempo estudiaba para los exámenes y trabajaba conmigo y con Williams los diseños de Taller en mi casa, nos involucró en el pedido, que se concretó en un encargo formal cuando visitamos el extraordinario terreno propiedad del Club, situado en Zamácola, junto al lecho del río Chili. Allí, de pie ante una hermosa vista, redactamos el Programa de Necesidades. Fue inusitado: teníamos 21 años, no habíamos terminado aún los estudios y recibíamos ya el primer encargo profesional. Antes de que terminara el año, nuestro anteproyecto, moderno naturalmente, fue entregado y aprobado por el Club. Desarrollamos los planos definitivos durante los primeros meses del año siguiente y la construcción se pudo iniciar con la solvencia de la firma Flórez y Costa.

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