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Formación de la Junta para la Reforma, el CEA y otros antecedentes

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La reforma fue impulsada por los alumnos, a quienes representé a través del Centro de Estudiantes de Arquitectura que habíamos fundado recientemente. Esa reforma comprometió en realidad a todas las especialidades de la Escuela, fue obra de una junta mixta de profesores, egresados y alumnos que se conformó cuando en el Congreso de la República se anunció una nueva Ley Universitaria.

La iniciativa partió de un docente de la Sección Minas, el ingeniero Mario Samamé Boggio, quien a través del alumno Manuel González de la Cotera convocó a un grupo de estudiantes de diversas especialidades –yo entre ellos por la Sección Arquitectos Constructores– al local de la Sociedad de Ingenieros, ubicado en La Colmena. De la primera o segunda reunión salí con la misión de invitar a dos profesores, ellos fueron Rafael Marquina y Héctor Velarde2, y, poco después, a un egresado, Juan Benites, el más famoso entre los arquitectos egresados, pues había sido jefe de la barra de la Escuela en varias de las olimpiadas interuniversitarias anuales. Los otros alumnos cumplieron misión semejante en su correspondiente sección. Quedó así conformada la junta por dos profesores, un alumno y un egresado por cada sección de la Escuela. Cuando se iniciaron las sesiones formales, el ingeniero Samamé fue elegido presidente y yo secretario de lo que en adelante denominaríamos la Junta Mixta de Reforma de la Escuela de Ingenieros.

Los deseos de reformas que los estudiantes de Arquitectura sentíamos como apremiantes, eran compartidos en cierta medida por los de todas las otras especialidades. Entre nosotros, los de Arquitectura, estos deseos se alimentaban de un insoportable contraste entre la enseñanza que padecíamos (la del modelo Escuela de Bellas Artes de París, centrada en el conocimiento y aplicación de los órdenes clásicos, que tomaba todo el segundo año de Taller3, y de su aplicación a proyectos de estilo neoclásico primero y neocolonial después, que ocupaban el tercero y hasta el cuarto de Taller) y la información que habíamos empezado a recibir a través de libros y revistas sobre la arquitectura libre de forzados estilos, practicada desde hacía buen tiempo en otras partes. Este contraste provocaba opiniones, discusiones y hasta enfrentamientos entre los alumnos de todos los niveles, que, felices sin embargo, compartíamos ese Taller Vertical tres tardes por semana, en los altos salones intercomunicados, en el segundo piso del viejo local de la calle Espíritu Santo, donde, escuchando cada hora las campanas del templo vecino, trabajábamos y dialogábamos hasta que la falta de luz eléctrica, tarde ya, nos obligaba a abandonarlos.

Se alimentaba también nuestra necesidad de cambio de lo que, desde un mundo menos estudiantil, más íntimo y amical, aprendimos en las enriquecedoras tertulias de Barranco, donde vivía Carlos Williams, Carlín, el más culto de nuestros compañeros de promoción. Allí, en una terraza enladrillada, a media ladera, en uno de los flancos de la Bajada a los Baños, con vista al mar por un lado y por sobre los ficus a la vieja Ermita por otro, se reunían los artistas amigos a compartir inquietudes y experiencias, a escuchar “Alturas de Macchu Picchu” en la voz de Neruda, a leer a León Felipe o a César Vallejo, a intercambiar La metamorfosis de Kafka por El lobo estepario de Hesse, o a leer fragmentos de El tiempo perdido, a conocer la música dodecafónica, a gozar con los móviles de Calder o la pintura de Juan Gris, y, en fin, a querer a Picasso, a Rodin o a Maillol. En Barranco se encontraban con frecuencia Jorge Piqueras y César de la Jara, Blanca Varela y Sebastián Salazar Bondy, Fernando de Szyszlo y Samuel Pérez Barreto, Pepe Bresani y Mayaya Gamio Palacio, Celso Garrido Lecca y Enrique Iturriaga, etcétera. Yo fui una vez a estudiar con Carlín para un examen de matemáticas y resulté sumándome al grupo. Después se integraron otros compañeros de la Escuela como Eduardo Neira, Pepe Polar, Guillermo Proaño. Y como allí supe lo de los Premios Nacionales de Fomento a la Cultura, entre los que faltaba el premio a la Arquitectura (como si ella no fuera testimonio edificado de la cultura de los pueblos), escribí una carta al diputado arquitecto Fernando Belaunde Terry solicitándole, en nombre del CEA, subsanara la omisión4.

Pero nuestros deseos de cambios en la enseñanza se hicieron realmente perentorios cuando, a partir de la creación del CEA y de la invitación al arquitecto Mario Gilardi, recién llegado, para que en una charla nos contara sobre la enseñanza en Chile, donde se había graduado, conocimos otro enfoque del trabajo en los talleres de diseño. También nos amplió lo poco que sabíamos de algunas figuras emblemáticas de la arquitectura moderna, especialmente del polémico Le Corbusier, cuyo libro Hacia una arquitectura no solo comentó con entusiasmo sino que nos dejó su propio ejemplar como regalo. Ese texto y el de Luis Miró Quesada, Espacio en el tiempo, aparecido por esos días, libro que Pepe Polar, conmovido, llevó al Taller, encendieron la polémica en las horas de esas tardes de 4.° año, en las cuales tomamos clara conciencia del atraso en que vivíamos con respecto a otros países de América Latina.

Hay que recordar que el CEA fue el primer centro de estudiantes descentralizado de la Escuela, pues solo existía el Centro de Estudiantes de Ingeniería (CEDEI). Las otras especialidades organizaron sus propios centros por consejo nuestro, para engrosar la representación de Ingeniería, ante la proximidad del Congreso Nacional de Estudiantes, convocado para fines de setiembre de 1945, evento al que asistimos solo brevemente5. La organización estudiantil en centros fue sin embargo beneficiosa para los fines de la reforma de cada especialidad.

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