Читать книгу Vivir se escribe en presente - Alejandro Guillermo Roemmers - Страница 10
Capítulo
1
ОглавлениеHay días en los que el tiempo se detiene. Es como si se pusiese terco y no quisiera avanzar hacia la noche por venir ni retroceder hacia el recuerdo. Está allí nomás, empacado, inmóvil, como el agua de un río congelado.
Aquel martes, Fernando tuvo de pronto esa impresión de tiempo detenido, al ir hacia el supermercado con la lista de compras que le acababa de hacer Alexia. Por suerte, había poca gente. Tomó un canasto y comenzó a llenarlo con las cosas que le había pedido, cuando sintió que su celular vibraba. Miró la pantalla: increíblemente era el número de Tute, esa llamada que Fernando esperaba desde hacía exactamente un año, diciéndose siempre que no iba a ocurrir, que Tute estaba haciendo su vida y que, sin duda, lo había olvidado. Las cuestiones de pareja, pensó Fernando, era mejor no hablarlas en el supermercado. Decidió no atender y esperar hasta que estuviese de vuelta tranquilo en su departamento.
En ese mismo momento sucedieron varias cosas simultáneamente.
–¡Nadie se mueva! –oyó una voz gritar desde la entrada–. ¡Y tiren los teléfonos!
Por encima de las latas de conserva, Fernando vio a tres encapuchados, uno apuntando su arma en dirección al cajero, un coreano aterrado, y los otros, hacia el pequeño grupo de clientes, que habían arrojado sus celulares al piso. Una mujer se puso a llorar.
–¡Te callas o te callo yo!
La mujer se puso una mano sobre la cara, tratando de detener el llanto.
Fernando iba a apagar su teléfono y a tirarlo junto a los otros cuando vio que tenía una segunda llamada. Miró nuevamente la pantalla: era Ron, el padre de Michael.
Uno de los encapuchados, el más bajo, el más agresivo, giró hacia él.
–¡Tira el teléfono ya o estás muerto!
Fernando intentó nuevamente apagar el celular, cuando una tercera llamada apareció en la pantalla: Vicky, de Cabo San Lucas.
Fue lo último que registraron sus ojos. Eso y la marca de la lata de tomates envasados. No era la que Alexia le había encargado. En ese instante, lo alcanzó el disparo.
Apenas unas pocas horas antes, Fernando estaba recorriendo con la mirada las estanterías del entrepiso que ocupaba en el tríplex tipo loft que le había prestado el gordo Rubén. Rubén, viajero infatigable, ¿dónde estaría ahora? ¿Marrakech, Estambul, Capri? Generoso, había insistido en que ocupase el loft en Palermo Soho. “Y no quiero que ni pienses en pagar nada. A mí me conviene, porque así tengo alguien de confianza que lo cuide y me riegue las plantas. Ni te atrevas a decirme que no”. Eso había sido hacía cinco años, como una suerte de regalo de Navidad. Sus compañeros de la facultad de Periodismo se burlaban cuando se enteraban de la dirección. “Uno se acostumbra fácilmente a lo mejor –le solían decir, divertidos–. ¿Y cómo vas a investigar asuntos de La Matanza y sucios enredos sindicales cuando se sepa que tomas tragos con el meñique levantado?”. Fernando se reía, pero igual decidió desde el primer día que no ocuparía más que el entrepiso, y que allí pondría su cama, su mesa y sus libros. El resto del loft, con las esculturas pop que le gustaban a Rubén y los muebles importados de Italia, apenas lo conocía.
Ahora, sentado a su mesa, que era también su escritorio, recorrió con la vista los estantes que albergaban objetos personales. Había allí algunas fotos, un grabadito de un San Francisco y el lobo que había tomado de la habitación de Michael en el campo de su padre en la Patagonia y que ahora le traía recuerdos demasiado dolorosos, la invitación a un concierto de jazz al que había llevado a Tute y que les había gustado mucho. También algunos libros: una docena de best-sellers, algunas crónicas de viajes, abultadas entrevistas con políticos y actores más o menos conocidos, unos pocos volúmenes de poesía de algunos amigos poetas. Sobre el anaquel más alto, la caja de Meccano que le había regalado su padre para un cumpleaños, diez, quince años atrás, con la intención, no muy sutil del ingeniero Carlo Módena, de tentarlo con su profesión. Quizás por eso Fernando se había inclinado por lo que le pareció más distante de las cifras y los cálculos de su padre: el periodismo, ese noble y vago compromiso con la verdad que no hubiese sabido definir aun cuando estaba a punto de ejercerlo. “El periodismo no es nada más que el chisme tomado en serio –había dicho su padre cuando le contó su elección–. Un periodista es un alcahuete o un cotillero que cobra por su práctica perniciosa. Las cosas verdaderas de este mundo se hacen a pulso”. Ante tal fundamentalismo edilicio, de poco hubiera valido señalarle que las palabras escritas han logrado perdurar en el mundo tanto o más que cualquier construcción o prodigio de ingeniería pergeñado por las diversas civilizaciones humanas.
A través del enorme ventanal, Fernando podía ver, encuadrados por los marcos de las ventanas de la casa de enfrente, que espejaban los cambios de luz del incipiente verano, pequeños dramas que se desarrollaban ante sus ojos, como en los cómics ilustrados de su niñez. Quizás era eso, después de todo, lo que un periodista debía hacer: encontrar esas historias y contarlas con rigor, honestidad y simplicidad. Sin duda, eran vidas similares a la suya, con las mismas desazones, eventos absurdos, desilusiones y, muy de vez en cuando, momentos de intensa alegría. “Los caprichos de la diosa Fortuna –pensó–, ¡tan parca con estos últimos!”.
Recordó que la última vez que había tenido uno de esos momentos felices fue cuando recibió una de las únicas dos tarjetas postales que Tute le envió después de la despedida. Desde Londres, esa vez. Allí estaba la postal, junto a la caja del Meccano, con una vista del Palacio de Buckingham. “Saludos del Monstruo”, había escrito Tute con su típica letra grande e infantil. Nada más. Trató de recordar el color exacto de los ojos que tanto lo habían cautivado en el primer encuentro. Con sorpresa, se dio cuenta de que no podía hacerlo. En un año, ese color extraordinario parecía haberse esfumado de su memoria.
Recordó también la promesa que le había hecho Tute al despedirse: “En esta fecha, dentro de un año exactamente, te llamo y volvemos a hablar”. No lo había hecho.
Era la media mañana de uno de esos días de Buenos Aires en que el tiempo no se decide a ser caluroso o frío. ¿Qué planes tenía para hoy? Ninguno. ¿Revisaría la carpeta de notas que había tomado durante su permanencia en México? ¿Pondría un poco de orden en las fotos, los recortes, toda esa documentación ahora inútil, descartada? ¿Llamaría a un amigo o a una amiga para proponerles una película o una cena? Sentía una inusitada modorra. Miró de nuevo la tarjeta de Londres y pensó que era tiempo de sacarla del anaquel y tirarla a la basura. Capítulo terminado.
Su mano se detuvo en la segunda repisa, donde estaban sus pocos libros y tomó un volumen grande de tapas duras, una colección de cuentos de hadas que le había regalado su madre. ¿Qué recuerdos tenía de ella? Pocos, nada, algunas imágenes que ya no sabía si eran verdaderos recuerdos o memorias de fotos vistas en la casa paterna. Una mujer bella, de cabellos oscuros, en vestido de fiesta; la cara sonriente un poco regordeta, con grandes pendientes en forma de mariposa; otra en traje de baño, en la playa, junto a su padre, alto y buen mozo. ¿Pero cómo era su voz, el roce de sus manos? No podía recordarlo. A los cuatro años la memoria es caprichosa: guarda el sabor de un pastel de chocolate, pero no la voz de la madre que seguramente le habría leído cuentos como esos. Fernando recordaba las imágenes del libro, pero las había visto muchas veces desde entonces. Al colocarlo de nuevo sobre la repisa, su memoria recobró de pronto la imagen de su madre sonriendo débilmente en la cama del hospital.
El timbre lo sobresaltó. Fue hasta el intercomunicador y apretó el botón; una voz alegre lo saludó: “¿Estabas durmiendo? Mira que eres vago. Son casi las once. Subo igual”. Le llevó unos segundos reconocer la voz de Alexia. ¿Se habían dado cita? ¿Lo habría olvidado? Al abrir la puerta, su amiga, toda sonriente, le puso en las manos una botella de champán y lo besó en las dos mejillas:
–Felicitaciones, querido. No quería que se te pasara el aniversario sin un brindis.
–¿Qué aniversario? ¿Qué haces en Buenos Aires?
–Querido –dijo Alexia, quitándose la chaqueta y colgándola de un perchero cerca de la puerta–. No te habrás olvidado de que hace justo un año te dieron ese diploma que tienes colgado allí como un certificado de bautismo. ¿O es que cuando uno se recibe de periodista pierde la memoria de todo tiempo pasado? Bueno, para eso estoy yo. Para recordarte tus triunfos ahora que estoy de vuelta en la Reina del Plata. Después te contaré mis aventuras ecuatorianas. ¡Una verdadera odisea! –Alexia hizo el gesto histriónico de pasarse la mano por la frente como una actriz de tragedia–. Pero ahora, a celebrar lo tuyo. Porque tú fuiste el mejor promedio de nuestra promoción, ¿te acuerdas? ¡Mira! El chico es tan modesto que se sonroja. Hoy decido yo. Almorzamos juntos aquí y nos tomamos la botella de champán entera. Ponla a enfriar. Eso lo sabes hacer, ¿no? ¿Y qué tienes que te pueda cocinar?
El refrigerador estaba casi vacío, y la despensa también, salvo por un par de cebollas, unos fideos secos y una cabeza de ajo.
–Fíjate, te hago una lista y te vas al súper. Yo entretanto pongo la mesa.
Y Alexia lo empujó hacia la puerta. No había alcanzado el ascensor cuando lo llamó:
–¿Tienes tu celular? Por si me acuerdo de algo más que necesite.
Fernando se palpó el bolsillo. Lo tenía.