Читать книгу Vivir se escribe en presente - Alejandro Guillermo Roemmers - Страница 16
Capítulo
4
ОглавлениеCuando Fernando volvió a su departamento y abrió su ordenador, vio que la muy eficaz Josefina le había enviado una pesada carpeta de datos sobre el misterioso Ron Davies. A través de las ventanas advirtió que estaba lloviendo y pensó en Tute, al que le gustaba pasearse bajo el agua aun con ráfagas torrenciales, la camisa empapada y el pelo pegado a la frente. “Pareces el Monstruo del lago Ness”, le había dicho Fernando una tarde durante un diluvio, y el apodo le había quedado. Monstruo, Monstruito, Monstruo mío. “¿Te volveré a ver?”, se preguntó Fernando.
Deliberadamente, para ahuyentar los recuerdos, se concentró en la carpeta. Página tras página, nota tras nota, informe tras informe, datos diversos y variados sobre el millonario en los ámbitos financieros, empresariales, sociales, siempre breves, muchas veces nada más que chismes. ¿Cómo había logrado revelar tan poco sobre sí mismo, este señor contradictorio, por un lado presente en el mundo de los jet-setters, por otro, casi un recluso? Su influencia –decían las buenas lenguas– había hecho que ciertos problemas ecológicos se vieran aliviados a través del apoyo a recursos renovables, y también –decían las malas lenguas– que poderosas compañías multinacionales explotasen esos mismos recursos. ¿Cuál sería la verdad? ¿Cuál, su verdadero rostro? ¿Se habría convertido finalmente en un ecologista auténticamente arrepentido? ¿O continuaba siendo un depredador ahora con una fachada amigable con la naturaleza? Fernando se dijo que descubrirlo sería su tarea, ganar la confianza del hombre, lograr que se abriera, que se sincerase, y el resto lo haría su propia intuición periodística, esa que el profesor Gutiérrez le había dicho que poseía casi de forma innata: la capacidad de detectar cuándo el otro hablaba con sinceridad.
También había varios artículos sobre las muchas casas –esto sonaba a chisme– que se suponía que eran de Davies. Fernando miró las fotos detenidamente. Aparecían en revistas de decoración y de viajes, con los ángulos exagerados y el gusto por lo vistoso de esas publicaciones; sin embargo, creyó detectar en ellas una suerte de paradójico recato, una inesperada y original sobriedad. Mientras más exploraba, más le intrigaba la curiosa personalidad del señor Ron Davies.
Pero ¿cómo hallarlo? En este mundo del siglo veintiuno, donde la intimidad estaba prácticamente suprimida y Google Earth los vigilaba a todos en todo momento de sus conectadas vidas, ¿cómo era posible aislarse de tal manera, desaparecer del mapa como un náufrago voluntario, un Robinson Crusoe que había logrado escapar de la indefectible y omnipresente web?
Fernando revisó otros artículos: los automóviles deportivos que Davies había coleccionado, su conjunto de objetos precolombinos dignos de un gran museo, su gran jet con el que viajaba de casa en casa, de continente en continente.
Entonces pensó en Marcelo, un amigo piloto que trabajaba en Latam. Quizás él supiese si era posible descubrir cuál era su último punto de aterrizaje. Buscó su número en el ordenador y lo llamó, pero no tuvo suerte.
Le llevó un par de días encontrarlo, porque Marcelo tenía la costumbre de no responder cuando estaba trabajando. Dos días después, el domingo por la mañana, cuando Fernando todavía estaba en la cama, sonó el teléfono. Era Marcelo.
Se reunieron en un bar cerca de Aeroparque, y Fernando le contó su plan para encontrar a Ron Davies.
–Es posible –le dijo Marcelo después de reflexionar un rato–. Esos vuelos privados pueden rastrearse. También, creo saber quién es uno de los pilotos de Davies. Investigo un poco y te llamo.
–Lo antes posible, por favor.
–Siempre apurado, Fernandito. Haré lo que pueda. –Y viendo la cara preocupada de Fernando, agregó–: Te lo prometo.
El lunes por la noche Marcelo lo llamó.
–Mi amigo me confesó que, efectivamente, él es uno de los cuatro pilotos empleados por Davies. Y formó parte de la tripulación que, hace casi dos meses, lo llevó a su casa en la Patagonia, cerca de El Bolsón. Piensa que debe de estar allí todavía. Dice que es su lugar favorito en el mundo entero.
–Mil gracias, Marcelo –dijo Fernando, sin tratar de ocultar su exaltación–. Te debo una botella de whisky.
–Si esto te sale bien –le contestó el piloto–, me debes media docena.