Читать книгу Vivir se escribe en presente - Alejandro Guillermo Roemmers - Страница 14
Capítulo
3
ОглавлениеA la mañana siguiente, Fernando y el profesor Gutiérrez se reunieron en un café del centro, “uno de esos de antes, sin música, ni pantallas de televisión”, decretó el profesor. Y, acto seguido, se lanzó a contarle a Fernando que él, Gutiérrez, había sido, hacía solo unos años, un poco como Fernando era ahora, un periodista sin destino, sabiendo nada más que lo alentaba una pasión por la pesquisa, habiendo aprendido cómo investigar honestamente, buscando la verdad, pero sin saber qué verdad ni con qué propósito.
–Los periodistas somos un poco sabuesos, pero tienen que darnos algo para olisquear, para que podamos poner nuestros talentos en acción. Yo empecé así, por casualidad, como pasan las mejores cosas. Un conocido me contó de varios robos repetidos en el banco donde trabajaba su mujer. Me pareció curioso, me puse a averiguar, y de ahí salió esa nota que fue mi primer éxito. Primera plana en todos los diarios, porque estaba implicada gente muy conocida. Me amenazaron, pero no me dejé intimidar. Al contrario, aproveché para conseguirme un programa de radio bien popular. En esos casos, la fama es la mejor protección. Y aquí estamos, con mi reputación hecha y estas canas para probarlo –dijo–. No le digo esto para presumir, sino para alentarlo.
Fernando se dio cuenta de que el profesor aparentaba mucha más edad de la que en verdad tenía.
–Pero usted tiene que encontrar lo suyo, Fernando. Por eso vamos a ver al jefe. Son unas pocas cuadras nomás.
El edificio de El Nacional era una de esas torres de vidrio que empezaron a levantarse en el Bajo en los años ochenta, infelices imitaciones de los rascacielos norteamericanos que, según el profesor Gutiérrez, le habían quitado a la ciudad su distintiva identidad de techos bajos y muros pálidos. Al llegar ante la gigantesca puerta de entrada, Gutiérrez tomó a Fernando del brazo, le hizo llenar una ficha en la recepción, le abrochó una etiqueta con su nombre en la solapa y lo hizo entrar en uno de los ascensores que los llevó en un santiamén al último piso.
–Más arriba, lo único que hay es el cielo –le dijo–, y ya está ocupado. Si no, seguro que el jefe lo reclamaría.
Y siempre aferrado al brazo de Fernando, lo encaminó hacia la puerta que decía DIRECCIÓN. Golpeó y entró. La asistente, una mujer joven, levantó la vista y les sonrió.
–Buenos días, Josefina. ¿Podría avisarle al jefe que estamos aquí?
Mientras la secretaria pasaba a la oficina interior, el profesor Gutiérrez le indicó a Fernando una larga mesa cubierta de papeles, fotos, mapas y recortes de todo tipo.
–Esto, fíjate, es la sopa primordial, como llaman los biólogos al conjunto de moléculas que crearon las primeras formas de vida en el universo. Cada vez que hay algo curioso en la web, o algo incierto en un diario o una revista, o alguna imagen rara, lo imprimimos o lo recortamos y lo traemos aquí. Una vez por día nos reunimos el jefe y varios de los periodistas y vemos qué se nos ocurre. Dejamos jugar la imaginación, la intuición y una buena medida de confianza en el azar. Y a menudo surge algo, como en esas figuras que no parecen ser nada hasta que las miras desde una cierta perspectiva.
–Profesor Gutiérrez, ¿siempre dando clase?
Fernando oyó un vozarrón a sus espaldas. Se dio vuelta para saludar al recién venido, y en lugar del gigante que había supuesto por el tenor de la voz, vio a un hombre bajito, calvo, con gruesos anteojos montados sobre una importante nariz.
–Jefe, este es el muchacho de quien le hablé. Fernando Módena.
–Bienvenido a este circo. Entonces, supongo que te interesa el periodismo.
Antes de que Fernando pudiera decir algo, Gutiérrez agregó:
–Fernando es mi mejor alumno. Fue, debería decir, porque se recibió ayer nomás. Con el mejor promedio.
–El valor de un promedio depende de la calidad del resto –respondió el hombre calvo–. Ser el mejor de una banda de mediocres no es algo para ufanarse. ¿Qué tal eran los otros?
–Buenísimos. Por eso le traje a Fernando. Tenemos que ponerlo a trabajar.
El hombre que Gutiérrez llamaba “el jefe” observó a Fernando de pies a cabeza un largo rato, durante el que Fernando no supo qué hacer con sus manos ni qué decir. Esperó inquieto. Finalmente, el jefe se acercó a la mesa cubierta de documentos.
–Fernando, veamos si tienes ojos de periodista. Mira estos papeles. Tómate el tiempo. A ver si descubres algo que te atraiga.
A Fernando, la enorme mesa le pareció una suerte de absurda pesadilla cósmica, donde palabras, nombres, notas manuscritas, páginas impresas de la web, caras, paisajes y escenas incoherentes o misteriosas se mezclaban como en un caleidoscopio. Pensó que aquello era como uno de esos juegos en los que se trata de descifrar un texto en un idioma inventado hecho de jeroglíficos, letras y números.
–Acuérdate de lo que les repetía en clase –oyó que le decía la voz de Gutiérrez–. No busques entender todas las historias, ni siquiera toda una historia. Busca algo que te sorprenda, que te intrigue. Algo que encienda un signo de interrogación en tu cerebro.
Titulares, frases describiendo algún hecho, nombres conocidos y desconocidos, retratos severos o sonrientes. De pronto, la mirada de Fernando se detuvo en una foto. Un paisaje gris, devastado, la orilla de un charco o de un lago, y la cara de un niño con los rasgos aindiados, los ojos casi en blanco.
–Sí, está ciego –oyó que el profesor Gutiérrez le decía–. Es una de las víctimas del desastre ecológico en cerro Fortaleza, hace seis años. La empresa responsable, La Universal, cerró después del incidente.
–No cerró –corrigió el jefe–. Se transformó. El diablo se hizo angelito. Eso que era La Universal se convirtió en la Fundación Universo, una de las instituciones ecológicas más fuertes y reconocidas, yo diría, del mundo entero. Pagó la indemnización a las víctimas e invirtió millones en limpiar y reconvertir toda la zona. Ahora la fundación se ocupa de crear espacios ecológicos y protegerlos contra viento y marea. Viento y marea humanos, se entiende.
De pronto, Fernando recordó una noticia que había leído distraídamente hacía unos meses.
–¿Esa fundación no ganó hace poco el premio a la mejor labor ecológica?
–El World Ecology Award. Así es –dijo el jefe, sonriendo.
–¿No se habló de una incógnita en torno a esa empresa? ¿No hubo rumores de que el directorio ocultaba el nombre de una persona poderosa? –preguntó Fernando.
–Poderosa, filantrópica y anónima. Hubo sospechas de quién podía ser, pero no hay nada seguro –dijo el profesor Gutiérrez.
–Sin embargo, hay un nombre que se baraja –dijo el jefe–. Sin certeza, claro.
–Ron Davies –aclaró el profesor–. El millonario argentino de origen galés. Pero no se sabe casi nada de él, ni de su responsabilidad en La Universal, ni, ahora, en la Fundación Universo. Casi no hay fotos de él, y el hombre rechaza todo pedido de entrevista.
–¿Dónde vive? –preguntó Fernando.
–En todo el mundo –contestó el jefe–. Dicen que tiene casas en las Bahamas, Ibiza, Florida... Y hasta en nuestra Patagonia. Cuentan que va de casa en casa en su avión privado. Se sabe que estuvo casado, pero se divorció hace un tiempo. Tuvo un solo hijo. La mujer se casó de nuevo con un empresario de los Emiratos. A él parece que no le gusta la vida de sociedad, que prefiere vivir solo.
–¿Ustedes tienen alguna foto suya? –preguntó Fernando.
–Son escasísimas, pero debe haber algo en alguna parte –respondió Gutiérrez–. El otro día, revisando esta selva de documentos, creo haber visto una –y hundió la mano en los papeles, removiéndolos como un prestidigitador mezclando sus cartas.
Por fin, extrajo una foto en blanco y negro. La cara retratada era la de un hombre de unos cincuenta años, de rasgos sobrios y ojos tristes. La nariz era severa, como la de un legislador romano. Llevaba el pelo lacio, algo largo, quizás grisáceo. Los labios parecían apretados como para no dejar escapar palabra. Fernando se preguntó de qué color serían sus ojos.
–Este es Ron Davies –dijo Gutiérrez.
Hubo un largo silencio, mientras Fernando contemplaba esa cara como si pudiera hacer que mágicamente cobrase vida, que le revelara algo, que se decidiese a hablar.
–¿Dicen que nadie lo ha entrevistado?
–La última entrevista debe remontarse a unos veinte años, al menos. Después, mutis, niente, nada –dijo el jefe.
–¿Y si yo consiguiese entrevistarlo?
El jefe y el profesor Gutiérrez intercambiaron una mirada cómplice. Con una gran sonrisa, el jefe dijo:
–Si consigues una entrevista con Ron Davies, tienes un puesto asegurado en El Nacional.
Fernando sonrió a su vez.
–De acuerdo –dijo–. Acepto el reto. Profesor Gutiérrez, esta foto entonces es la prenda. Este sabueso está listo para la caza.