Читать книгу Vivir se escribe en presente - Alejandro Guillermo Roemmers - Страница 12
Capítulo
2
ОглавлениеExactamente un año antes, a principios de un noviembre que amenazaba con ser más caluroso y húmedo que el anterior, Fernando se estaba vistiendo ante el espejo del dormitorio. Mientras se abrochaba la camisa, miraba de reojo a Tute, que lo observaba con esos ojos verdosos que sus pestañas espesas no conseguían ocultar, dándole siempre ese aspecto lánguido y seductor que a Fernando le parecía irresistible, quizás porque la cara dulce e infantil se contradecía con el cuerpo inquieto y musculoso. “¿Te fijaste que los animales más fuertes casi siempre tienen miradas dulces?”, le había dicho a Tute una tarde cuando se paseaban frente a la jaula de los bisontes en el zoológico. Tute se había sonrojado.
–¿Qué te parece esta camisa? ¿Suficientemente formal?
–Sí, te queda bien –respondió Tute, poniéndose de pie–. Deja que te arregle el cuello.
Al sentir el roce de sus dedos en la nuca, Fernando tuvo un leve estremecimiento. Estaba por darse vuelta y besarlo, cuando Tute lo apartó y le dijo:
–No, espera. Tengo que decirte algo.
–Te ves muy serio. Mejor me siento.
Fernando se acomodó en el borde de la cama y Tute hizo lo mismo.
–Fernando –Tute empezó con un ligero temblor en la voz–, sabes que yo te quiero mucho.
–Sí.
–Y yo sé que tú me quieres.
–Sí.
–Pero tú tienes veinticuatro años, acabaste tus estudios, vas a tener una carrera de periodista.
–Sí, con suerte. Eso quiero.
–Bueno, pero ¿yo qué? Tenía apenas diecinueve años cuando llegué de Tucumán sin saber qué iba a hacer, con muchas ganas de construirme una vida aquí, en la gran ciudad.
-Sí, y nos conocimos unos días después. Yo te vi en ese bar y me enamoré a primera vista. Mejor dicho, a primera oída, porque fue tu tonadita la que me encantó. Eso fue hace cuatro años y todavía me encanta.
–Lo sé, y te agradezco todo lo que hiciste por mí, cuánto me enseñaste, cómo me cuidaste. Pero, Fernando, ahora...
–¿Ahora qué?
–Yo te sigo queriendo mucho, pero siento que necesito hacer mi vida, ver algo de mundo...
–Tute, cuando consiga un trabajo estable de periodista es probable que tenga que viajar. Podríamos viajar juntos.
–No me entiendes. Esto es difícil decirlo. Pero necesito estar un tiempo solo. Tú ya has viajado, has recorrido Europa, has estado en Nueva York antes de conocernos. Yo quiero hacer lo mismo. ¿Sabes?, la plata que me dabas para Navidad, para mi cumpleaños, cuando me decías que fuera a comprarme algo que me gustara, bueno, la estuve ahorrando. Y ahora tengo para un pasaje a Europa y algo más.
–¿Te quieres ir entonces?
–Tengo un pasaje para el sábado. A Londres.
–¿Me vas a dejar? ¿Así? ¿De repente?
–Te pido que entiendas. Yo quiero que estemos juntos. Pero antes necesito irme por mi cuenta, ver otros lugares...
–Y conocer otra gente...
–Sí.
–Y yo ¿qué hago ahora?
–No te digo que sea para siempre. Mira, hagamos esto. Dame un año. Dentro de un año exactamente, hablamos y vemos en qué estamos. Yo te quiero, Fernando, no aguanto la idea de perderte. Pero necesito hacer esto. Por favor, entiéndeme.
–Te entiendo. Pero no te entiendo.
Tute rodeó a Fernando con su brazo derecho y con la mano izquierda acercó su cara a la suya. Le dio un beso fuerte, al que Fernando no respondió, y se puso de pie. Tomó su camisa –era una que Fernando le había regalado hacía meses y que Tute decía que era su favorita– y se la puso. Se volvió para mirar una vez más a Fernando, que permanecía mudo sentado en la cama, y salió del departamento.
Fernando siguió inmóvil un largo rato. Le costaba respirar. Al final, con esfuerzo, se levantó, eligió una corbata sin verla, la anudó automáticamente, se puso el saco y salió a la calle. “Siento como si me faltase un brazo o una pierna –pensó–. Es como si tuviera una pesadilla. Ojalá pronto me despierte”.
En el café frente a la facultad, se sentó a una mesa del fondo y pidió un whisky. Faltaba apenas una hora para la ceremonia de entrega de diplomas. Sacó el celular y decidió marcar el número de su padre. ¿Hacía cuánto que no escuchaba su voz? Al menos cuatro años, desde que había empezado a estudiar periodismo. Cada vez que lo llamaba había problemas en la línea, su padre estaba ausente o daba ocupado... ¿Sería una señal del destino?
Con todo lo que le había dicho en contra de la carrera, burlándose de los paparazzi, como él los llamaba, era poco probable que el ingeniero Carlo Módena quisiera escuchar de su progreso hacia esa aborrecida profesión. Pero ahora podía al menos decirle que había logrado un triunfo con su propio esfuerzo: cuatro años de sacrificios e intensos estudios, había apurado materias para acortar la carrera en uno. Cuatro años de adiestramiento para investigar las cosas que suceden en el mundo y dar testimonio. Empezó a marcar el número que misteriosamente todavía sabía de memoria. Pero algo lo detuvo. Quizás la sospecha de que su triunfo sería ridiculizado, minimizado, no entendido. Quizás el temor de no recibir de su padre las ansiadas felicitaciones, de no escuchar el esperado orgullo en la voz de aquel hombre que, conscientemente o no, Fernando admiraba y quería.
Guardó el teléfono en el bolsillo y acabó su whisky. Si estuviera viva, seguramente su madre sí habría estado orgullosa de ese hijo, ese niño inseguro que ahora iba a recibir su diploma, el mejor promedio de su promoción. Fernando la recordó alegre, siempre sonriente, aun en la cama del hospital donde yacía pálida y enredada en tubos. Pensar en esa antigua sonrisa le dio coraje para levantarse y cruzar la calle, donde varios de sus compañeros hablaban a los gritos, felices y ansiosos a la vez, sabiendo que no solo sus estudios de periodismo, sino un capítulo esencial de sus vidas estaba terminando.
De pronto, sintió un golpe tremendo en la espalda. Se dio vuelta indignado y vio a Alexia, que se reía a carcajadas, con un vestido abierto casi hasta el ombligo y revoleando el bolso con el que le había pegado.
–Vas distraído como un carpincho –le dijo–, y no ves ni a tus seres más queridos. Venga aquí y deme un besote, señor periodista.
Y lo tomó en sus brazos plantándole un beso en plena boca.
Los otros compañeros se rieron. Alexia lo tomó de la mano para entrar en el recinto de la facultad.
–¿Tute no está? –le preguntó.
–No, no viene, después te cuento.
–Bueno, pero no te olvides, ¿eh? Quiero saber todo. Fíjate, ahí está Gutiérrez. Vamos a saludarlo.
El profesor Emilio Gutiérrez era un destacado periodista que se había hecho conocido por su programa de radio, muy popular tanto entre los jóvenes estudiantes como entre los viejos taxistas, que lo escuchaban en las solitarias horas de la medianoche. A ambos grupos les divertía la inteligente desenvoltura de su palabra en cualquier campo de discusión. Gutiérrez era ecléctico: tanto arremetía contra una obra de teatro pretenciosa como contra un partido de fútbol mal jugado. “No tiene pelos en la lengua” era el comentario más frecuente de los oyentes después de uno de sus habituales ataques contra los embaucadores, fuesen intelectuales, deportistas o políticos. Su popularidad con los jóvenes lo había decidido a aceptar un puesto en la Facultad de Periodismo.
–Profesor Gutiérrez –lo llamó Alexia–, aquí está su alumno favorito –y empujó a Fernando hacia él.
–Alexia, Fernando, bueno, por lo menos los veo acicalados. Alexia, aprenda de Fernando, siempre tan formal y discreto. Como antigua alumna, tendría que saber que arreglarse en exceso, a veces, distrae de las cosas serias.
–Es una técnica, profesor, para lograr que me cuenten lo que pretenden ocultarme en las entrevistas. En lugar de concentrarse en inventar mentiras, se les escapa la verdad mientras admiran mis dotes naturales.
–Con tal de que no se le escape a usted una de esas técnicas...
–Profesor, más seriedad –se rio Alexia.
Fernando, olvidándose por un momento de la angustia por la ausencia que sentía, tomó la mano del profesor Gutiérrez y le dijo:
–Quiero agradecerle todo lo que me ha enseñado. Espero estar a la altura.
El profesor, sonriendo, le contestó:
–Para estar a la altura primero necesitamos encontrarle un buen trabajo. Nos vemos mañana por la mañana, quiero llevarlo a ver a alguien. Y ahora, ustedes dos, apúrense. La ceremonia está por empezar.
Sonrientes, expectantes, ilusionados, Fernando y sus compañeros entraron en el aula magna. Fernando buscó a Alexia con la mirada y la vio a pocos pasos de él, cubriéndole la retaguardia. Ella le guiñó un ojo.
Fernando sintió en ese momento, en ese lugar, que todo iba a salir bien.