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Capítulo
6

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Entrar en la casa de Ron no era dejar el mundo de piedra y cielo. La sensación de espacio abierto no solo la creaban las vastas paredes de vidrio, sino también los muebles de maderas claras, grandes objetos precolombinos en terracota, la pintura de algún paisaje, la luz cálida de lámparas discretas. En el hogar ardía un fuego acogedor. Sancho fue a acostarse frente a las llamas, con un suspiro de felicidad.

–Aquí estamos –dijo Ron, acompañando a Fernando a un largo sofá frente al fuego–. Quítate la ropa mojada y ponte cómodo. Te conseguiré unas toallas para que te seques.

Fernando se sintió misteriosamente en casa. Con cuidado, porque el pie le dolía bastante, se sacó las botas empapadas, el abrigo que goteaba, la gorra y, obedeciendo a un gesto de Ron, se arropó en una gran toalla color arena. Ron le alcanzó unos pantalones y una camisa, y pantuflas suaves como lana de vicuña.

–Ahora vístete y vamos a ver ese tobillo –dijo Ron.

En ese momento, entró en el salón una mujer mayor, vestida de blanco y negro, la plenitud y la ausencia de color, y Fernando no pudo evitar preguntarse cuál predominaría en su destino. Tenía la tez bruñida, grandes ojos oscuros y el pelo recogido en dos trenzas negras entrelazadas entre sí, que formaban un rodete sobre la nuca. Después de la experiencia del río y de la tormenta de la noche anterior, su aparición le hizo recordar ciertos cuentos infantiles, donde, de pronto, aparecía un ser fantástico que era como la encarnación del mundo de los sueños y de lo desconocido. Pero cuando la mujer habló, su voz sonó absolutamente terrenal, razonable.

–¿Traigo el botiquín?

–Aurora, este muchacho se llama Fernando. Fernando, Aurora, mi ángel guardián.

La mujer mostró unos dientes blanquísimos, en una sonrisa amplia, generosa.

–En un santiamén lo curamos. Traigo mis cosas ya, señor Ron.

Aurora salió de la habitación y enseguida volvió a aparecer con una caja de la que sacó un frasco de un ungüento perfumado y unas vendas. Con gran habilidad y dulzura, repartió generosamente la pomada en todo el pie y lo cubrió con una venda ajustada. Fernando, recostado en el sofá, se sintió como un caballero andante después de la batalla, atendido por una milagrosa hada madrina.

–No debería usted apoyar su peso sobre este pie por lo menos por un par de días –sentenció Aurora cuando terminó de ajustar el vendaje elástico.

Se levantó para marcharse, cuando Ron se dirigió a ella:

–Aurora, ya son las doce. Pienso que este muchacho estará muerto de hambre. ¿Qué podemos ofrecerle?

–Espero que no sea reacio a las empanadas salteñas –dijo.

–Mil gracias, Aurora –contestó Fernando–. Las empanadas salteñas me encantan.

La mujer se retiró y poco después regresó y colocó sobre la mesita, frente a Fernando, una fuente de empanadas humeantes, una botella de vino y un canasto de frutas. Ron le sirvió un vaso lleno y le contó que había traído ese vino de su viñedo en Mendoza.

Mientras comía, Fernando notó que Ron lo observaba detenidamente, como si quisiera descubrir en sus gestos algo más allá de lo que Fernando le había contado. Sancho se levantó para pedir con los ojos una empanada. Ron le puso media en la boca dentuda, y Sancho volvió a acostarse frente al fuego, mientras afuera cobraba impulso la tormenta.

Con un boceto de sonrisa, Ron le dijo:

–Te estarás preguntando por qué vivo aquí, como lobo solitario. Por un lado, tienes que saber que esta no es mi única residencia. Mi favorita, sí, pero paso parte del año en el Caribe o en Europa. Sin embargo, es aquí donde me siento más a gusto. Yo creo que nuestro planeta no desperdicia espacio. Si bien hay vastas estepas y extensos mares deshabitados, y ciudades abarrotadas como hormigueros, cada uno de nosotros tiene un rincón en el que cabe perfectamente, sin esfuerzo y sin tener que recortar ángulos molestos.

Hizo una larga pausa.

–Tú te debes acordar de haber jugado, de muy chico, con esas tablitas de madera que tenían formas recortadas, un triángulo, un círculo, un cuadrado, ¿verdad? Y de cómo te divertías en colocar el trozo de madera pintada, con la forma correcta en el espacio correcto... He llegado a pensar que el universo es así y que cada uno tiene que encontrar el espacio exacto que le corresponde. Nos amontonamos en rascacielos, concurrimos a fiestas abarrotadas, viajamos en manada sin ver el paisaje que nos rodea. Y durante todo ese tiempo hay un sitio preciso que fue creado para nosotros, el que nos espera. Sospecho que el Jardín del Edén fue uno de esos espacios, el destinado a Adán y Eva, el lugar donde cabían cómodamente.

Fernando, la boca llena del delicioso sabor de una empanada, asintió.

–Es una idea consoladora para quien se siente per­dido. –Hizo una pausa y agregó–: Un poco como yo.

–¿Tú te sientes perdido?

–A veces.

–Yo también. O por lo menos, me sentí así durante muchos años. ¿Te sirvo más vino?

Hubo un largo silencio, durante el cual Aurora retiró el plato de empanadas y puso uno con frutas. Ron le acercó a Fernando la canasta.

–Vienen de Río Negro. Otro Jardín del Edén. Es­tas frutas las puedes comer sin peligro. No hay prohibición divina.

Fernando tomó un durazno y lo mordió con placer. Se sentía inmensamente a gusto, y a la vez culpable por sentirse tan bien. ¿Estaba traicionando la hospitalidad de ese hombre, que le ofrecía techo, comida, conversación amable, cuando su intención secreta era sacarle suficiente información para escribir un artículo revelador e indiscreto? Tal vez, pero igual debía seguir adelante, se dijo para serenarse, porque esa era, en algún sentido, la prueba de fuego de su profesión, la primera de las muchas que le tocaría atravesar. De todos modos, sintió que se sonrojaba.

–Las llamas del hogar calientan el aire muy rápidamente; uno no se da cuenta y puede pasar de sentir que se congela, a creer que está en una selva tropical –dijo Ron como si quisiera brindarle a Fernando una excusa para su rubor–. Si tienes fuerza para levantarte, sentémonos en esos sillones. Ahí no sentirás tanto el calor. Y Aurora nos traerá un café.

Con una taza humeante en la mano, frente a Ron, vigilado desde cerca por Sancho, que no abandonaba su lugar junto al fuego, Fernando se sintió placenteramente adormecido. La voz de Ron le llegaba como a través de una espesa cortina invisible.

–Por las noches, cuando estoy solo, leo o escucho música. A veces toco el piano. Mal, pero toco. A Sancho le gusta la música, ¿no es cierto, Sancho? Me parece que la música crea un puente entre la naturaleza y nosotros, nos devuelve el sentido de la armonía del mundo. Dicen que incluso las plantas son sensibles a ella. Cuando Aurora riega las flores alrededor de la casa, les canta. Al principio, me parecía absurdo. Ya no. Estoy convencido de que a las plantas les gusta.

Aurora se llevó las tazas, y Ron se puso de pie.

–Ahora, a dormir una larga siesta. Te estás cayendo de sueño. ¿Puedes caminar unos pasos?

Fernando se levantó y se apoyó en el hombro que Ron le ofrecía. Avanzaron por un pasillo que le pareció, tal vez por su cansancio, interminable. Ron abrió una puerta:

–Hoy, esta es tu habitación.

Era un cuarto grande, cuadrado, con una amplia cama en el medio, un pequeño escritorio y un baño en suite. La pared frente a la puerta consistía en un gran ventanal, detrás del cual se divisaban las siluetas de árboles y cerros iluminados, de tanto en tanto, por los destellos de los relámpagos. En las otras paredes colgaban banderines de clubes de rugby, trofeos de pesca y de surf, una espada con incrustaciones de color y un póster de los Rolling Stones. También un pequeño grabado en blanco y negro. Se acercó a examinarlo y reconoció con sorpresa una imagen de San Francisco y el lobo, que recordaba ilustrando una poesía, en algún manual escolar. Se volvió hacia la repisa. Vio algunos libros, tres o cuatro trofeos deportivos más y la foto de un joven rubio, de ojos muy claros. Ron notó que Fernando estaba observando la foto con detenimiento.

–Es Michael, mi hijo. Este es su cuarto, pero hace mucho tiempo que él no duerme aquí. No sé en qué lugar del mundo estará ahora –y después de una pausa, agregó–: Hace varios años que no nos vemos... –pareció que iba a decir algo más, pero se detuvo.

Fernando se sintió extrañamente atraído por ese rostro joven. Tendrían más o menos la misma edad. Se dio vuelta para preguntarle a Ron más detalles sobre su hijo, pero, antes de abrir la boca, se percató de que ya no estaba en la habitación. La puerta se había abierto y cerrado sin que él se diese cuenta.

Estaba muy cansado y dolorido. Se desvistió, dudó si darse o no una ducha, y decidió no hacerlo hasta la mañana. Se desnudó y así como estaba se deslizó entre las sábanas. Esa tarde soñó con un gran tablero en el que él, Ron, el Michael de la foto, su padre, el profesor Gutiérrez e incluso Alexia eran piezas. Una mano gigantesca trataba de colocarlos a todos en los casilleros adecuados. Y, a pesar de intentarlo una y otra vez, la mano siempre se equivocaba, o de pieza o de casillero.

Vivir se escribe en presente

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