Читать книгу Vivir se escribe en presente - Alejandro Guillermo Roemmers - Страница 18

Capítulo
5

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Uno de los rasgos mágicos del paisaje patagónico es la rapidez con la que cambia. Uno puede empezar por un ancho valle color arena, encontrarse con una cadena de cerros bajos y jorobados como una manada de camellos, verse de pronto al borde de un bosque impenetrable de centenarios árboles gigantes, altos y azules, y caer casi enseguida en un lago de orillas blancas y de aguas de un azul cobalto. Las formas del paisaje patagónico son engañosas para el ojo urbano.

Esas formas tendidas en la escueta playa pedregosa no eran, como podría pensarse, serpientes y dragones, sino troncos pálidamente labrados por el tiempo, las lluvias y el viento; las desolladas piernas y los brazos que parecían hundirse para aliviar el ardor en las aguas puras y frías del lago, eran ramas y raíces de los arrayanes, cuyo color hizo recordar a Fernando los muros rosados de una estancia visitada con su padre cuando era niño. Allá, cerca del horizonte, detrás de las franjas ocres, amarillas, rojas y verdes, se alzaban las cumbres imponentes de la lejana Cordillera, como una advertencia o una promesa.

En el aeropuerto de Bariloche, un camionero con­versador que había ido a buscar un envío de sacos de semilla, se ofreció para llevarlo. Llegaría hasta un puente sobre ese río o arroyo que aparecía en el mapa que Fernando tenía abierto, señalado con un marcador rojo. Marcelo le había dicho que ese río atravesaba la propiedad de Davies. Y de allí se las tendría que arreglar solo, remontando el cauce a pie.

–Acá en el sur nos conocemos todos sin conocer­nos –le dijo el camionero–. Nadie sobrevive solo, de manera que cualquier forastero es un hermano.

Y le propuso a Fernando compartir un sándwich de queso de cabra, que colocó en el asiento entre los dos, mientras el camión saltaba como una enorme liebre destartalada, por esa ruta que había conocido días mejores.

–En un par de horas estaremos ahí –le anunció luego de un rato–. Usted, si quiere, duerma. Yo lo despierto cuando lleguemos.

Amodorrado por el vaivén del camión, el aire cálido y polvoroso que entraba por la ventana y la voz del camionero que se había puesto a tararear un tango, Fernando se durmió. Cuando se despertó, el camión se había detenido.

–Llegamos, compañero –oyó que le decía el camionero–. Allá abajo está el río que usted anda buscando.

Fernando tomó la mochila en la que llevaba lo estrictamente necesario –un cambio de ropa, una mínima tienda, una bolsa de dormir– y agradeciendo al camionero, empezó a bajar por la senda de piedra. Oyó el agua antes de verla.

El río era estrecho, pero bastante torrentoso, y en la margen izquierda descubrió una huella zigzagueante que ofrecía un sendero protegido entre la playa pedregosa y el agua. Una brisa suave soplaba trayendo un perfume que Fernando no supo identificar. Consultó una vez más el mapa y empezó a caminar. La mochila casi no le pesaba. “No sé si a Tute le hubiese gustado esta aventura –pensó–. Sin bares, sin gente, sin música...”.

Mientras caminaba, casi sin darse cuenta de los varios kilómetros que estaba recorriendo al borde de ese río que lo seguía amistosamente, Fernando se preguntó qué haría cuando se encontrase con Davies, si acaso lo encontraba. Nada menos seguro: un millonario como aquel podía decidir, de un momento a otro, llamar al comandante de su tripulación y escaparse al Caribe, al norte de África o a una isla en la Polinesia. Y si estaba, ¿qué le garantizaría que aceptase hablar con él? De seguro, Fernando no podría decirle la verdad, para qué había venido al sur, que su futuro como periodista dependía de la buena volun­tad de este señor desconocido, recluido y miste­rioso.

¿Creería Davies que Fernando era simplemente un mochilero más, un muchacho joven que se había escapado de las exigencias urbanas para aventurarse en la naturaleza más o menos salvaje, vivir un tiempo al aire libre, convivir amablemente con las piedras, los pájaros, los árboles y el agua de esta región mítica? No podía menos que intentarlo. Si fallaba, si Davies le cerraba la puerta, si se rehusaba a hablarle, no perdería nada –pensó con cierta ironía–, salvo el costo del billete de avión, una buena parte de su amor propio y la posibilidad de un empleo que cambiaría su vida.

Ahora el sol se estaba ocultando detrás de la ladera y el agua parecía de oro y plata. Un pájaro empezó a cantar intermitentemente y Fernando se detuvo maravillado para escucharlo. Entre cada canto fluía constante el murmullo del arroyo. Tuvo la sensación de que el tiempo se había detenido de verdad. No se atrevió a mirar su reloj.

El cielo seguía iluminado con un celeste delicado y transparente, como si el anochecer y la aurora se hubiesen confundido o trastocado. A la altura de los árboles y las piedras, todo se había vuelto negro, cielo y tierra contradiciéndose, uno aferrándose a la luz, la otra insistiendo en su oscuridad. Todo allí era colosal y auténtico: el cordón Serrucho, que delimitaba el valle como una pared de piedra que el folleto turístico comparaba con los Dolomitas, los altos y milenarios alerces formando bosques de belleza incomparable, el torrente de agua pura y cristalina y, por encima, como un anillo luminoso, aparecería más tarde la inusual claridad de la Vía Láctea, como solo puede apreciarse en aquellas latitudes.

Siguió avanzando sin ver ni dónde ponía los pies. De repente, en un profundo cañadón del río, la helada oscuridad se abalanzó sobre él, como un gigantesco oso parduzco que abrazara todos los sentidos. Armó lo más deprisa posible la pequeña tienda de campaña que llevaba en la mochila y desplegó la bolsa de dormir que estaba en el fondo, prolijamente enrollada, dudando si quitarse la ropa antes de introducirse en ella.

Se dio cuenta de que no había comido nada desde el sándwich que le había ofrecido el camionero y buscó una de las barras de cereales que había traído consigo. Mientras masticaba, se dijo que a la mañana siguiente iría en busca de su presa. ¿Pero era verdaderamente eso lo que buscaba? Afuera la gran noche patagónica lo tenía en sus brazos. ¿Y qué hacía él en ese lugar salvaje y a la vez acogedor? Sintió que su presencia no solo era insignificante, sino que su turbio propósito periodístico de alguna manera contaminaba y traicionaba tanta pureza y autenticidad. Con un poco de hambre, pero agradablemente cansado, se metió en su bolsa de dormir vestido como estaba y se entregó al sueño.

Antes de dormirse del todo, a medio camino entre la vigilia y la ensoñación, le vino a la mente la imagen adusta de su padre, que lo observaba como desde una distante orilla, los dos solos, en el gran silencio de la noche. ¿Quería de veras, él, Fernando, dedicarse al periodismo como le había dicho a su padre? En una época en la que cualquier habitante del planeta podía registrar los hechos con su celular y compartirlos con el mundo entero en un instante, ¿cuál era el sentido del periodismo y sus palabras, frente a la fuerza de las imágenes que se imponían por sí solas, sin más comentario? Tal vez su padre tuviera razón, y para la prensa escrita u oral solo quedara el cotilleo y, de vez en cuando, como un oasis encontrado en el desierto, alguna historia singular, la revelación de cierto oscuro misterio o una reflexión más o menos acertada y visionaria de algún destacado colega. Y hacia allí se dirigía él, para intentar hacer la diferencia, para encontrar la verdad detrás de las fachadas, al menos detrás de la de Ron Davies. Creyó ver que la cara de su padre fruncía el ceño con un gesto reprobador o desconfiado mientras se dormía.

Lo despertó algo que, en la confusión del sueño, le pareció un cañonazo, y toda la carpa se iluminó con un destello repentino. Al compás de truenos y relámpagos y de un viento aullador, el aguacero empezó a caer sobre la carpa amenazando con hundirle el techo. Fernando encendió su linterna y esperó un largo rato, rogando que la lona lo protegiese del agua, pero muy pronto riachuelos barrosos empezaron a colarse y a empapar la bolsa de dormir.

Al cabo de una larguísima hora, en la oscuridad más absoluta, bajo una lluvia que amainaba, “al menos ya no hay rayos ni truenos”, se consoló y decidió salir de la carpa. Estaba amaneciendo. Fernando se dijo que lo mejor sería buscar algún lugar más resguardado y volver más tarde por sus cosas. Después de todo, en aquella inmensidad, pensar que alguien pudiera robarle se le hacía absurdo. ¿Quién querría apropiarse de una pobre carpa y de una mochila vieja y empapada?

Empezó a caminar siguiendo el curso del río, tropezando a cada paso en la arena pedregosa. Los árboles aún oscurecidos tejían una red contra el fondo del cielo negro, como en la ilustración que más le gustaba del libro que le había regalado su madre, el bosque de Blancanieves. ¿Estarían espiándolo detrás de los troncos las criaturas fantásticas de aquellos cuentos?

Pasadas unas horas, ya en plena mañana, se dio cuenta de que la playa desaparecía y que, si quería seguir en la dirección que había tomado, tenía que cruzar el río. El agua corría suavemente sobre grandes rocas, por lo que decidió saltar sobre las piedras para alcanzar el otro lado. Pero cuando pegó el último salto, en lugar de poner los pies en la arena de la orilla opuesta, se sintió resbalar y su bota quedó atrapada entre dos grandes piedras. Intentó zafarse, pero la bota se había atascado tercamente, y no lograba levantar el pie. Cualquier movimiento que intentaba le producía un dolor insoportable. “¿Qué hago ahora?”, se preguntó. No había visto a nadie desde que el camionero lo había dejado solo ni había oído nada, excepto el viento y la lluvia de anoche, y ahora el canto matutino de los pájaros. Con algo de pudor, porque casi le daba vergüenza perturbar la soberbia majestad del paisaje, lanzó un grito.

Nada, ninguna voz, ningún movimiento. Lanzó otro grito y después otro. Solo le respondió el silencio.

Ya estaba imaginando soluciones drásticas, viéndose con la pierna ensangrentada y rota, arrastrándose sobre las piedras del río, cuando en la orilla, detrás las malezas, oyó un ladrido. Y al momento apareció, ante sus ojos agradecidos, un gran perro ovejero bien cuidado y con un enorme collar alrededor del cuello.

Fernando volvió a gritar, con la esperanza de atraer al dueño del animal. La amable bestia lo miraba con unos grandes ojos dulces, al parecer sin atreverse a mojarse las patas.

–¿Qué ocurre? –oyó que un vozarrón preguntaba entre los árboles, seguido de la aparición de un hombre alto, de rasgos severos, aunque elegantes, buen mozo, bien pasada la cincuentena.

Al ver a Fernando atrapado entre las piedras, el hombre se metió rápidamente al agua helada, hundió los brazos para mover una piedra que atrapaba la bota, pero no pudo moverla.

–Ten paciencia un momento, mientras busco un tronco en la orilla para hacer palanca. Esa piedra es muy pesada.

Fernando sonrió aliviado frente a aquella presencia humana y amable.

–No sabe cuánto le agradezco –dijo emocionado, no solo por la ayuda, sino porque de inmediato reconoció en los rasgos de su salvador al hombre que busca­ba: era Ron Davies en persona el que estaba intentando rescatarlo.

Mientras trataba de apartar la vista para ocultar su azoramiento, una punzada de dolor le hizo notar que tener paciencia y quedarse quieto allí era de todas formas su única opción. Afortunadamente, el efecto anestésico del agua helada se iba extendiendo lentamente desde su pie hacia el resto de la pierna. Al cabo de unos minu­tos, el hombre regresó con una fuerte rama de coihue y, hundiéndola por debajo de la piedra, comenzó a sacudirla con intensidad, haciéndola oscilar.

Fernando no pudo reprimir un grito desgarrado, pero el hombre no se detuvo hasta que logró desplazar la roca y liberarle el pie. Más tarde, Fernando agradecería esta aparente insensibilidad de su salvador, pues en caso de haber cesado en su acción, lo hubiera condenado a esperar varias horas metido en el agua helada hasta que regresara con más ayuda.

–Tómate de mi brazo para llegar a la orilla, por­que estas piedras son muy resbalosas –le aconsejó el hombre y Fernando así lo hizo, aguantando el agudo dolor que sentía ante cualquier intento de apoyar el pie lesionado.

–No te esfuerces –insistió–. Parece que te torciste el tobillo. Siéntate aquí en esta roca. Está bastante seca.

El hombre lo ayudó a sentarse y Fernando le sonrió.

–Gracias –dijo con una voz algo débil, tanto por el percance sufrido, como por la sorpresa del encuentro–. Mejor descanso un poco antes de seguir adelante. –Y agregó para justificarse–: Estaba tratando de en­contrar un lugar más resguardado para mi carpa. –Y como notó que el hombre buscaba con la mirada la carpa en las orillas, agregó–: No está por acá. Me instalé allí atrás, pero anoche me cayó encima el agua­cero. Decidí tratar de encontrar un sitio mejor para esta tarde.

–Así no podrás ir solo a ningún lado –sentenció el hombre. Y después de una corta pausa indecisa agregó–: Mira, yo vivo aquí cerca. ¿Por qué no vienes a mi casa, para ver si podemos aunque sea vendarte el pie? Yo te ayudo a levantarte.

Fernando lo miró, sin saber bien qué hacer ni qué decir. Allí estaba, indefenso, frente a su supuesta presa. La diosa Fortuna –con alguna ayuda de su amigo experto en tecnologías aéreas– los había acercado, y en inmejorables condiciones, no para su pierna, precisamente, pero sí para sus objetivos. De pronto, su camino se había allanado por completo, ya no precisaba buscar excusas ni explicaciones para aproximarse al magnate. Rápidamente decidió que, como había planeado, no iba a decirle que era un periodista, ni mucho menos que él, Ron, era su meta. No lo pondría a la defensiva ni correría el riesgo de que se enfadara y le pidiera que se fuera de su propiedad de inmediato, aun rengueando. Lo mejor que podía hacer, pensó, era seguir simulando ser tan solo un mochilero en busca de sosiego y soledad en las vastas extensiones patagónicas.

–Supongo que estás de vacaciones –le dijo el hombre, como si le hubiese adivinado el pensamiento.

–Sí, más o menos, quise pasar unos días respirando un aire no contaminado. En Buenos Aires se respira cada vez peor. Salgo de casa con la camisa blanca y cuando vuelvo está negra.

Mientras lo ayudaba a ponerse de pie, el hombre contestó:

–Tienes razón. Estamos envenenando nuestro mundo. Yo también busco aire limpio en la Patagonia. Y agua pura.

Fernando se recompuso y le extendió su mano.

–Me llamo Fernando. Fernando Módena.

Empezaron a avanzar lentamente por un sendero que los alejaba del río, con el perro ovejero husmeándoles los talones. El hombre miró a Fernando a los ojos.

–Yo soy Ron –dijo, confirmando lo que Fernando ya sospechaba–. Y este es Sancho –agregó indicando al perro que, al oír su nombre, dio un pequeño ladrido de reconocimiento–. Módena no es un apellido tan común. ¿Eres algo del ingeniero?

–Es mi padre.

–Ah, fíjate. Qué interesante. Tu padre diseñó unos edificios espléndidos. Tuve la oportunidad de co­nocerlo cuando trabajamos en un proyecto común. Hace muchos años –aclaró Ron–. Muchos años –repitió.

–No nos hablamos desde hace algún tiempo –dijo Fernando–, es como si fuera un poco huérfano –y se rio para ocultar la sensación de que había dicho demasiado.

Vivir se escribe en presente

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