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[Incompleto]

A unos cuantos kilómetros de donde duermes, Lúa, un hombre apodado el Ponzoña hace su trabajo. Él será, sin duda, alguien que determinará tu vida.

El Ponzoña da tres golpes del machete para cortar la mano derecha de su víctima. Dos muy certeros para desprender la izquierda. Para cercenar uno de los pies debe dar cinco golpes. Se avergüenza por su falta de habilidad para cortar con rapidez la extremidad. El otro pie se desprende con un solo golpe. Entonces el sicario se siente orgulloso.

El teléfono del Ponzoña suena. Aprieta un botón del aparato para acallarlo.

El hombre desmembrado grita una plegaria que le desbarata la garganta. El sicario piensa que aquel rezo a gritos parece ir dirigido a un dios sordo, a una deidad que por momentos disminuye el volumen de su amplificador auditivo, únicamente para no escuchar los ruegos y los disparates de sus adeptos.

El torturador limpia el machete, lo enfunda y lo guarda en la mochila, a un lado del subfusil, la cantimplora, las granadas. Se le revuelve el estómago al mirar el rostro del muriente. Preferiría no saber su nombre, no haberlo visto cientos de veces. Antes, la matanza estaba reservada sólo para los enemigos, pero de un tiempo a la fecha, los eliminados han sido caras familiares. Desde que el Tilico –jefe de los rivales– tomó la plaza que perteneció durante años a los hermanos Albarrán, el Ponzoña ha tenido que eliminar a los que se resisten a asumir el nuevo mando. Al sicario, un día, le avisaron que el control había cambiado y que, a partir de ese momento, si quería seguir con vida, debía trabajar para el Tilico.

Los rezos-alaridos del hombre desmembrado no cesan. El sicario siente, de pronto, una inmensa compasión hacia su víctima, así que toma las manos cercenadas y las coloca una sobre la otra, como si estuvieran dispuestas para la oración. Ahora parece que las manos grotescas y los gritos desmesurados sirven para elevar una plegaria al dios de lo incompleto, a la virgen de la parcialidad.

Suena de nuevo el teléfono. El verdugo mira la pantalla.

Se aleja unos metros del hombre desmembrado y contesta. Es la Escarabaja, la esposa del criminal, que le anuncia que de nuevo se quedará a dormir en casa de su madre. El Ponzoña sabe muy bien lo que esas palabras significan: la muchacha se encontrará otra vez con su amante.

El hombre afirma:

—Yo preferiría que no, pero haz lo que quieras.

Concluye que eso le pasa por haberse casado con una chiquilla. A la Escarabaja la conoció cuando ella tenía quince años, de inmediato quedó prendado. Se casó con ella cuando la jovencita cumplió diecisiete.

La muchacha se despide.

El Ponzoña aprieta el teléfono. Con desdén, escupe al suelo.

A lo lejos se escucha el ruido de un helicóptero.

Tres cruces

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