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Capítulo cuatro

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—¿Está muerto?

El inspector jefe Kett y el inspector Porter observaron a través de la hoja del espejo bidireccional al hombre enjuto sentado en la sala de interrogatorios de la comisaría de Beccles. Tenía unos cuarenta y muchos años, la cara quemada por el sol oculta tras una gruesa barba grisácea y unas cejas pobladas. Llevaba una camisa de cuadros y un gorro rojo deshilachado y, sobre la mesa, frente a él, reposaban sus pantalones de pana y las botas. Tenía un brazo sobre el estómago y otro colgado sobre el costado. Había apoyado la cabeza sobre el respaldo de la silla con la boca abierta.

—Estoy casi seguro de que está muerto —dijo Porter—. No respira.

Los dos hombres estiraron el cuello y entornaron los ojos para mirar a través del cristal.

—Se mueve un poco, ¿verdad? —preguntó Kett—. Mírale el pecho. Está respirando, ¿verdad?

—Pero es imposible que deje la boca abierta de ese modo. Podrías meter una pelota de baloncesto dentro.

—Tal vez deberíamos comprobarlo —comentó Kett.

—No creo que tengamos una pelota por aquí.

—Comprobar si está vivo —especificó Kett.

—Ah, vale. —Porter asintió—. ¿Quieres un té primero?

Antes de abrir la puerta, Kett le dedicó una mirada que dejó clara su postura. Una mujer con uniforme gris que rondaba los cuarenta esperaba en el pasillo, con los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro tenso y hostil. Miró a Kett de arriba abajo.

—Sois de la comisaría de Norfolk —dijo. No era una pregunta. De hecho, a juzgar por el tono de su voz, parecía más bien una acusación.

—Inspector jefe Kett. —Le ofreció la mano. Ella la miró durante un segundo, como si le mostrara un montón de excremento de perro antes de estrechársela rápidamente—. Voy a…

—No va a hacer nada, señor —lo interrumpió, enfatizando la última palabra—. No antes de que yo lo diga. Estamos en Beccles, al sur de la frontera, en Suffolk. El nombre está escrito ahí fuera en un cartel bastante grande. Si lo van a usar como base, responden ante mí.

Kett lanzó una mirada a Porter tratando de evitar que una sonrisa se abriera paso en su rostro. Clare le había avisado de la rivalidad entre los cuerpos de Norfolk y Suffolk, pero le seguía pareciendo ridículo. Había sido idea del comisario usar la comisaría de Beccles para tomar declaración a todos los involucrados en el caso. La de Norfolk no estaba lejos, a unos treinta minutos, pero era distancia suficiente para convertir el ir y venir en un engorro. El imponente edificio de ladrillos en el centro de Beccles se caía a trozos y lo recorrían corrientes infernales de aire, pero serviría.

—Recibido y entendido —dijo Kett—. Este es su palacio y no tengo intenciones de mearme en las paredes. Si quiere, puede sentarse con nosotros en las entrevistas. Eh…

Esperó a que la mujer se presentara, pero no respondió.

—Oficial Helen Stuart —anunció Porter.

—Bueno, es un auténtico placer conocerla —continuó Kett—. Sin embargo, si no le importa, nos están esperando.

—Si no está muerto —añadió Porter.

La oficial Stuart frunció el ceño y abrió la boca para decir algo. Luego, se lo pensó mejor, dio media vuelta haciendo un pequeño círculo y se marchó.

—Son buenos —dijo Porter cuando se hubo marchado. Le dedicó a Kett una sonrisa de superioridad—. Pero, por supuesto, nosotros somos mejores.

Kett le devolvió la sonrisa mientras abría la puerta de la sala de interrogatorios y dejaba pasar a Porter primero. La cerró con bastante fuerza detrás de ellos con la esperanza de despertar al hombre dormido. Sin embargo, por increíble que fuera, ni se inmutó.

—Quizá sí esté muerto de verdad —comentó Kett.

Se acercaron al hombre y se inclinaron sobre él. Kett le pellizcó la mejilla con fuerza, lo que hizo que dejara escapar un repentino ronquido digno de un dragón. A esto le siguieron una serie de ruidos ahogados que desprendían un olor a vodka, una flatulencia y un grave gruñido antes de que abriera los ojos. Pestañeó un par de veces con la vista fija en el techo antes de girar los ojos inyectados en sangre para mirar a Kett.

—Es un milagro —dijo el inspector jefe—. Ha resucitado.

—¿Eh? —preguntó el hombre. Bajó las piernas del escritorio y se pasó las manos por la cara mientras murmuraba algo que Kett no entendió.

—Graham Turvey —anunció Porter, que leyó el nombre de un cuaderno.

—Gray —lo corrigió el hombre.

—Gray, bien —dijo Porter—. Voy a…

—Graham —respondió el hombre.

—¿Cómo? —preguntó Porter. El hombre negó con la cabeza como si intentara espantar a un mosquito.

—Gray Ham —dijo.

—Bueno, esto va a ser interesante —comentó Kett tomando asiento al otro lado del escritorio—. Voy a adelantarme y llamarle señor Turvey. Supongo que acertaré si digo que se ha tomado una copa esta mañana.

—No —contestó el hombre—. ¡Cinco!

Se le antojó un comentario muy divertido, porque rompió en ruidosas carcajadas y se golpeó el muslo con la mano.

—Me alegro por usted —dijo Kett mientras notaba cómo se le empezaba a agotar la paciencia—. Es consciente de que hemos encontrado a una joven muerta en el bosque, ¿verdad?

Al hombre se le descompuso la sonrisa en la cara como un huevo en una sartén. Se balanceó con suavidad de un lado a otro con los ojos saltones fijos en la mesa.

—Fue la última persona en verla —continuó Kett.

—Yo no lo hice —respondió el hombre, alerta de repente—. Nunca haría daño a una chica así.

—¿Tiene perro, señor Turvey? —le preguntó Porter, inclinándose sobre el escritorio. El hombre asintió.

—Tres pequeños y buenos mestizos. Me ayudan en la granja. También tengo gatos.

—¿Alguna vez han mostrado signos de agresividad? —preguntó Kett.

—Ah, sí —respondió Turvey—. Son unas bestezuelas salvajes. Te arrancan la mano si las miras mal. Tengo el cuerpo lleno de cicatrices, y eso que me conocen… Deberían ver lo que les hacen a los desconocidos.

—¿Los perros? —preguntó Kett.

—No, por Dios, los gatos —dijo el hombre—. Son unos hijos de puta, pero mantienen a raya a los ratones. Los perros son blandos como la mierda. Si hasta tienen miedo de los gatos.

—Dice que vio a la mujer antes de que muriera, ¿verdad? —preguntó Kett, cambiando el enfoque—. ¿Cuándo ocurrió eso? En el bosque, ¿no?

—A las afueras del bosque —contestó el hombre mientras se presionaba los labios y tragaba con fuerza, como si tuviera una botella imaginaria entre las manos—. Mi granja se encuentra paralela a la carretera y llega hasta el río. Ayer estaba arreglando un tramo de verja para mantener a raya a los malditos zorros…, aunque nunca lo consigo. Veo a muy pocas personas que se dirijan hacia allí, solo a algunos corredores. —Se echó a reír—. ¿Por qué diablos la gente hace esas cosas? ¿Correr sin razón alguna? Si trabajaran en una granja, estarían tan delgados como yo.

Kett esperó a que continuara, pero parecía un hombre al que se le acababan de agotar las pilas.

—¿A qué hora? —preguntó al final.

—Por la tarde noche —fue la única respuesta que el hombre pudo ofrecer.

—No tengo reloj.

—Entonces, ¿vio a la mujer? —preguntó Kett al ver que no seguía hablando.

—Ah, sí, a ella y a un tipo. Los recuerdo porque no llevaban un perro. Es lo que iba a decir cuando me ha interrumpido. Vemos a corredores y paseadores de perros. Eso es todo, pero estos dos solo paseaban, sin perro ni carreras.

—¿Solo los vio a ellos? —preguntó Porter.

—Claro —contestó—. Siempre hay menos gente tras la cosecha, porque hace más frío.

—¿Podría describirme a las dos personas? —preguntó Kett—. Al hombre y a la mujer.

—Ella era, bueno, una mujer —respondió, concentrándose tanto que parecía que la cabeza se le iba a separar de los hombros—. Él era más…, no sé, un tipo.

—Claro —dijo Kett dejando escapar un largo suspiro y tamborileando con los dedos sobre la mesa—. ¿Y la ropa?

—Sí —contestó Turvey tras un momento más de reflexión.

—Detalles —le pidió Kett, que sacudió una mano en el aire—. Si no es mucha molestia.

—Ah, sí. Ella llevaba un abrigo, me acuerdo de eso. Uno enorme y blanco. Me pregunté por qué narices se metería alguien en el bosque con un abrigo así. Se va a manchar antes de que te des cuenta. Hay mucha mierda de pájaro, musgo y esas cosas.

Kett pensó en el abrigo, el contraste de la sangre sobre el tejido blanco, las huellas. Turvey tenía razón.

—¿Color de pelo? —preguntó.

—Normal —contestó el hombre.

—Ah, normal. —Kett resistió la necesidad de sujetar al granjero y sacudirlo—. ¿Y qué hay de él, del tipo?

—Era más bajo que ella —dijo Turvey—. De eso me acuerdo. Es posible que llevara una chaqueta negra, una de esas de falso granjero que llevan los gilipollas pijos. Sí, debía de ser negra, porque pensé que parecían un par de piezas de ajedrez, blanco y negro. Ella era la reina y él… ¿Cómo se llama la pieza?

—¿El peón? —preguntó Porter.

—No, no sea desagradable. La torre o lo que sea. En cualquier caso, no caminaban juntos.

—¿Cómo? —dijo Kett—. ¿A qué se refiere? ¿Él la seguía?

—No, ella lo seguía a él —respondió, rebuscando en sus recuerdos—. Y me pregunté, de hecho, por qué una joven preciosa como ella, con un bonito abrigo blanco, seguiría a un mindundi así. Ambos parecían enfadados, mosqueados.

—¿No escuchó lo que decían? —preguntó Kett.

—No, estaban demasiado lejos. De todas maneras, no oigo absolutamente nada, para ser sincero, incluso de cerca. Ni siquiera parecía que estuvieran hablando.

—¿Eso es todo? —preguntó Porter cuando la habitación se quedó en silencio. Turvey miró a la pared boquiabierto. Emitía un suave gruñido, como un viejo ordenador al que hubieran llevado al límite.

—Sí —respondió tras unos segundos—. Eso es todo. Se metieron en el bosque y fue lo último que supe de ellos.

—¿Y no los siguió? —dijo Kett, inclinándose hacia delante—. Ha dicho que era una joven preciosa, una mujer con problemas, quizá. ¿No los siguió por si podía ayudarla?

El hombre pestañeó y Kett se sorprendió al ver que le brillaban los ojos. Turvey se pasó el dorso de la mano por ellos mientras tomaba aire entre temblores.

—No —contestó—, pero debería haberlo hecho, ¿verdad? Debería haber ido. Tal vez, si lo hubiera hecho, no le habría ocurrido nada malo, tal vez no la habría alcanzado.

—¿Quién? —preguntó Kett.

—El perro —contestó el granjero—. Old Shock lo llamamos. Es lo que la atacó, ¿no? Es probable que se la comiera entera, y a él también.

Kett intercambió una mirada con Porter antes de devolverle la atención al hombre de la silla.

—¿Vio a un perro? —preguntó.

—Anoche no, pero lo he visto antes. Una enorme criatura cabrona que merodea en la oscuridad. Una vez se comió una de mis ovejas, estoy seguro. Todos los de por aquí conocen a Old Shock, algunos le dejan comida, como… como el turrón a Papá Noel, ¿saben? Si lo haces, no te mata.

—Estoy bastante seguro de que Papa Noel no lo matará si no le deja turrón —dijo Kett—. ¿Qué aspecto tiene ese perro?

Turvey volvió a desconectar con un parpadeo y dirigió los ojos rojos hacia la pared. Era un hombre adulto y fuerte, pero su expresión lo hacía parecer un niño.

—Como se lo imaginan —respondió—. Como un demonio con cuatro patas.

* * *

Graham Turvey no tenía nada más que ofrecer, aparte de un aliento con el que podías emborracharte, por lo que Kett lo mandó a casa antes de que volviera a quedarse dormido. Se encaramó al borde de la mesa de la sala de interrogatorios a la espera de que Porter le mostrara la salida.

—¿Te crees todo eso del perro? —le preguntó cuando reapareció.

Porter se reclinó sobre la pared y se pasó la mano por el pelo. Se tomó su tiempo antes de negar con la cabeza.

—Es una leyenda local —dijo—. Joder, ya has oído las historias.

—Recuérdamelas.

—Bueno… —Porter se sumergió en sus pensamientos durante unos instantes—. Empecemos con el nombre: Black Shuck u Old Shock, como ha dicho Turvey. Shuck proviene de scucca, que básicamente significa «demonio». Viene del inglés antiguo. ¿Impresionado?

—Me sorprende que sepas leer una página de Wikipedia —comentó Kett.

—Que te jodan —gruñó Porter—. Se ha visto merodear a este perro por la costa y el campo durante siglos. Por lo general, es un presagio de muerte. Según una versión, irrumpió en una iglesia y asesinó a un puñado de personas. En Bungay, que está al final de la carretera. En el mil quinientos no sé cuántos. Dejó marcas de quemaduras en el suelo y la puerta. Es folklore, Robbie. Folklore, cuentos y putas gilipolleces antiguas.

—Entonces, ¿qué vio Turvey en mitad de la oscuridad?

—A juzgar por la cantidad de vodka que emanaba de su aliento, me imagino que ha visto a Black Shuck, a Black Beauty e incluso quizá a Black Sabbath merodeando por el jardín. No me fío de nada que haya salido de su boca. ¿Y tú?

—No me ha parecido un mentiroso —respondió Kett mientras se incorporaba y estiraba la espalda—. Un borracho sí, pero no un mentiroso. In vino veritas, como suele decirse.

—¿Una enfermedad? —preguntó Porter y Kett sonrió.

—Depende de cómo lo mires, pero definitivamente merece la pena descubrir otros avistamientos de perros negros y grandes cuando peinemos la zona. Escucha, tú…

Kett hizo una pausa justo cuando el teléfono de Porter comenzó a sonar. El inspector contestó mientras paseaba de aquí para allá, escuchando a quienquiera que estuviera al otro lado.

—Era la morgue —anunció cuando colgó—. El cuerpo está en camino y me han preguntado desde patología si queríamos estar presentes en la autopsia inicial.

—Coño, pues claro —dijo Kett de camino a la puerta—. No me lo perdería por nada del mundo.

Perro malo

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