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Capítulo cinco
ОглавлениеNo importaba cuántas veces lo hubiera visto, aquello no lo hacía más fácil. La víctima sin identificar se encontraba en la mesa central de autopsias del laboratorio del forense, tan expuesta como era posible, sin ropa ni sábana, solo cubierta por un tatuaje, una rosa negra que germinaba del costado izquierdo y acababa bajo el pecho. Kett pensó que no había dignidad alguna en la muerte. Ni privacidad. Un asesino no solo te robaba la vida, sino también la paz. ¿Cómo se sentiría cualquiera de saber que iba a acabar así, desnudo en una plancha de frío acero con un público formado por policías de expresión hosca?
La habían limpiado, pero, como mucho, aquello empeoraba las heridas, de un aspecto brutal y cruel sobre su piel de alabastro, igual que la marca del mordisco en la garganta y de las garras en la cara o el tajo del tamaño de una mano que el atacante le había abierto en el pecho. Lo que brillaba en su interior estuvo a punto de enviar a Kett fuera de la sala a toda velocidad, por lo que tuvo que centrarse en el reloj de la pared sobre la mesa durante un momento y contar los segundos, mientras se imaginaba el mecanismo interior, frío y preciso, hasta que la voz de su cabeza dejó de gritar.
Intentaba no pensarlo, por supuesto, pero ¿cómo no iba a hacerlo? Podría ser Billie, tumbada desnuda sobre una mesa de la morgue. Podría ser su esposa.
Cerró los ojos durante un momento para calmar la respiración. Luego, se giró hacia Cruel, quien se encontraba de pie a su lado, un poco más atrás, como si esperara tener que esconderse en cualquier momento. Llevaba en la mano el silbato de policía de su abuelo, que le servía de amuleto, y se esforzaba por mantener la compostura, pero sabía que la expresión estoica que mostraba era falsa. Todavía recordaba su primera autopsia como si fuera ayer. No creía que fuera a olvidarla jamás, y Dios sabía que lo había intentado.
Porter estaba a su otro lado, incluso más intranquilo que Cruel. Miraba a todas partes excepto al cuerpo. Pasaba los ojos del reloj de la pared a los utensilios de la bandeja al lado de la mesa, del suelo a las zumbantes luces del techo, de sus manos a Kett y a Cruel, y de vuelta al reloj.
—Llegará en cualquier momento —comentó—. Es un poco, eh… No me sale la palabra. ¿Singular, quizá?
—Eso he oído, Porter —dijo una voz tras la mampara que separaba el laboratorio de patología del conjunto de ordenadores y equipos forenses que componían el resto de la morgue.
Kett oyó el golpe de un par de guantes de goma al enfundarse antes de que una chica entrara en su campo de visión. Era joven, de eso no había duda. Iba vestida con una bata de laboratorio y llevaba un gorro sobre el pelo. Tenía la cara redonda, las mejillas rojas y los ojos brillantes. Caminó hasta la mesa con la confianza de alguien mucho mayor.
—Bien, veamos qué tenemos aquí.
—Eh… —musitó Kett. Miró a Porter y de nuevo a la chica. Esta lo fulminó con la mirada.
—¿Eh? —preguntó, levantando los brazos con un gesto de impaciencia.
—¿Eres forense?
—No —replicó la chica—. Soy peluquera, me he confundido de sala. Uy, qué tonta, ahora mismo me marcho.
Porter sonrió, pero a Kett le costó encontrar la parte divertida.
—Inspector jefe Kett, esta es Emily Franklin —dijo el inspector.
—Llámame Singular Emily Franklin —contestó mientras ofrecía a Porter una mirada fulminante.
—Me refería a singular en el buen sentido —comentó Porter.
—Mira, te lo voy a preguntar directamente: ¿cuántos años tienes? —dijo Kett.
—¿Y tú? —contraatacó, mirándolo a los ojos.
—Cuarenta y dos, una edad normal —dijo Kett.
—El padre de Emily fue forense aquí durante décadas —explicó Porter—. Se jubiló en verano, y Emily ha ocupado su puesto. No es tan joven como parece y es muy buena.
—Gracias, Porter —dijo la chica con sequedad tras girarse hacia él—. No sé qué haría sin ti, eres mi héroe.
—Tal vez deberíamos dejar que la señorita Franklin siga con su trabajo —propuso Cruel metiéndose el silbato de plata en el bolsillo. Tanto Porter como Kett levantaron las manos en señal de derrota y Franklin ofreció una sonrisa genuina a la agente.
—Me gustas, Cruel —dijo—. Vamos a ello, a menos que alguien más tenga preguntas sobre mi edad o mis habilidades.
—¡Adelante, Doogie Howser! —murmuró Kett.
—Qué divertido —comentó Franklin sin el mínimo rastro de sonrisa—. Además, ya sé quién eres, Robert Kett, de edad normal. Después de todo, fuiste tú quien me envió dos cadáveres cubiertos de… llenos de… mierda, ¿recuerdas?
¿Cómo iba a olvidarse de su enfrentamiento con Figg y Percival en la planta de tratamiento de aguas residuales?
—Ah, sí —contestó—. Perdón.
—Literalmente, estaban llenos de mierda —dijo ella observándolo durante unos instantes más antes de colocarse la mascarilla.
Presionó un botón del dictáfono para grabar y respiró hondo.
—Víctima desconocida, fallecida hace aproximadamente dieciséis horas.
Se inclinó sobre el cuerpo mientras sus ojos reflejaban pura concentración. Con un par de largas pinzas de metal, retiró parte de la piel de la garganta destrozada.
—Este fue el golpe mortal. Le abrieron la garganta con una serie de tirones. Definitivamente se hizo con dientes, ya que se ven los bordes dentados aquí y aquí. Extraeré muestras para analizar la saliva. Creo que hubo cuatro o cinco ataques con mordiscos distintos. —Levantó la vista—. Por cierto, el diente encontrado pertenece a un rottweiler, uno viejo. Aun así, no estoy convencida de que sea un ataque de perro. Un mordisco le destrozó la arteria carótida izquierda y otro le despedazó la tráquea, aunque no se la amputó. Si no se desangró, se ahogó con su propia sangre. Sabré más cuando le examine los pulmones.
Kett tomó una larga bocanada de aire.
—¿Y qué hay de las heridas de la cara? —preguntó.
—Parecen marcas de garras —dijo Franklin—. Y la mayoría de las cosas son lo que parecen, pero no siempre. ¿Recuerdas lo que decía mi padre, Porter?
—No hay nada mejor que un sándwich de pepinillos —contestó.
—Bueno, sí —respondió Franklin—, pero me refiero a lo otro, a lo de que Guillermo de Ockham era un pedazo de mierda inútil.
—La navaja de Ockham —dijo Kett con un asentimiento—. La solución más simple suele ser la correcta.
—Esa es la versión de los legos, pero se parece bastante. Llevo en este trabajo el tiempo suficiente como para entender que los entes deberían multiplicarse sin necesidad porque las cosas no siempre son lo que parecen. Mirad.
Kett, Porter y Cruel se inclinaron hacia delante mientras Franklin señalaba la piel de la cara de la víctima.
—Cuatro hendiduras, la del extremo derecho apenas visible, es solo un arañazo. La del lado contrario es fea, pero no profunda. Las dos del centro fueron las que provocaron mayores daños. —Introdujo las pinzas y sacó una regla de metal con la mano libre—. Solo dos milímetros de profundidad en la frente, lo que tiene sentido, porque el hueso impidió una mayor penetración, pero mirad aquí, donde se curva hacia la mejilla. —Insertó la regla y el sonido hizo que a Kett se le revolviera el estómago—. Casi dos centímetros. Todavía no he conocido a un perro con garras lo bastante afiladas como para provocar estas heridas. Además, a juzgar por lo limpia que es la lesión y la ausencia de desgarros, diría que es casi imposible que un animal pueda hacer un corte tan limpio con las garras.
—¿Ni siquiera si están afiladas? —preguntó Cruel—. A veces se lo hacen a los perros de pelea.
—Diría que no —contestó Franklin—. Por otra parte, mira el ángulo de la herida. Se curva hacia abajo en el centro de la frente, a través de los ojos, hacia la parte derecha de la cara. No estoy segura, pero no creo que un perro tenga tanta flexibilidad en las patas como para hacer algo así.
Se incorporó e imitó el ataque con la mano derecha, lentamente.
—Si intentara arañar la cara a alguien, lo haría así, y el cuerpo se me doblaría de esta manera. —Hizo una demostración: desvió la mano hacia la izquierda mientras giraba el cuerpo—. Ese es el ángulo de ataque.
—Entonces… —comenzó a decir Kett, pero ella levantó la mano. Tenía las yemas del guante color carmesí, la sangre era tan brillante que parecía pintura.
—Sin embargo, analicemos las otras heridas —anunció, a la vez que caminaba en torno a la mesa para acceder al pecho del cadáver—. ¿Habéis visto la forma en que le han fracturado las costillas? —No lo veía claro, pero Kett se conformaba con confiar en ella—. Están incrustadas. Una le perforó el pulmón. Las marcas aquí y aquí sí parecen hechas con dientes. Creo que algo grande se sentó encima, casi introduciéndose en su interior mientras se la comía. Me hace pensar en los documentales de animales salvajes en los que se ve a leones con la cabeza metida en su presa. Literalmente dentro, aprovechando cada pedazo jugoso.
Kett estaba casi seguro de haber oído a Porter tener una arcada. Franklin usó las pinzas para separar la piel del cadáver como si abriera un regalo de Navidad.
—No se ve mucho, pero puedo deciros que falta algo, posiblemente el corazón.
—¿Falta? —preguntó Kett.
Franklin asintió.
—La abriré y le echaré un vistazo, pero, de nuevo, esto no se parece al comportamiento de un animal. El autor de esto sabía lo que estaba hacía.
—¿Estás diciendo que crees que fue un hombre? —dijo Kett.
—O una mujer —añadió Cruel, con lo que se ganó otro asentimiento de aprobación por parte de Franklin.
—Un humano —aclaró Kett—. ¿Quizá alguien con un perro?
—No lo sé —contestó—, pero es evidente que hubo participación humana. Me apuesto diez libras.
—Lo acepto —dijo Porter—. Yo digo que fue un perro.
—Pareces muy segura —comentó Kett.
—Ah, lo estoy —contestó Franklin—. ¿Alguien me puede ayudar con esto?
Tomó el cadáver por los hombros y trató de levantarlo. Kett agarró un par de guantes de la caja sobre la mesa y se los enfundó. Metió las manos bajo la mujer muerta y ayudó a la forense a colocarla de costado. Franklin tuvo cuidado al apartarle el pelo con el dorso de la mano.
—Vaya —dijo Kett.
—¡Vaya! —añadió Cruel.
—¡Joder, vaya! —comentó Porter.
—Joder, vaya, exacto —contestó Franklin—. Será mejor que saques la cartera, Pete.
También habían mutilado la espalda de la mujer con un corte profundo que casi recorría a la perfección la columna vertebral. Sin embargo, la herida de la nuca era lo que más destacaba. Le habían hecho cortes profundos e irregulares en la piel de esa zona. Nueve, todos en fila, de unos cinco centímetros de longitud. Tenía la piel mutilada y la sangre empezaba a acumularse con lividez post mortem, pero era imposible confundir esas formas con otra cosa. Eran letras.
—Conocí a algunos perros astutos en mi época —dijo Kett—, pero nunca me he encontrado con ninguno que supiese deletrear.
—Exacto —dijo Franklin—. Creo que lo han hecho con una navaja pequeña. No es tan afilada como la que han usado en la cara. No es que sea una obra maestra, pero tampoco es apresurada. Quien lo haya hecho se ha tomado su tiempo.
—¿Estaba viva? —preguntó Kett.
—A juzgar por la mínima cantidad de sangre, diría que no. —Franklin negó con la cabeza—. Si tuviera que establecer una línea temporal, yo diría que primero fueron los arañazos en la cara, mordiscos en la garganta, muerte en menos de un minuto, después se comieron partes de la garganta, le hicieron la herida del pecho, le rompieron las costillas, le devoraron los órganos, dieron la vuelta al cadáver, le hicieron los cortes de la espalda y, por último, le escribieron las letras. Debió de llevarles bastante tiempo.
—¿Qué pone? —preguntó Porter mientras se inclinaba hacia delante con una mano sobre la boca—. No lo entiendo. ¿Olamorrep? ¿Qué significa?
—No es olamorrep —dijo Cruel al otro lado de Kett—. Las letras están al revés. —La joven agente miró a Kett y un escalofrío le recorrió el cuerpo—. Dice «perro malo».