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Capítulo uno Viernes
Оглавление—¿Qué tal lo llevas, Robbie?
El inspector jefe Robert Kett hizo todo lo posible para no poner mala cara, pero era difícil. El hombre sentado frente a él en aquella salita polvorienta de la parte trasera de la comisaría de policía de Norfolk lucía una expresión que invitaba a pegarle un puñetazo. Con unas mejillas como las de una ardilla y una sucesión de barbillas, todas esforzándose por esconderse detrás de una suave y mullida barba poblada, el tipo parecía completamente el psicólogo que se suponía que era. Pestañeaba tan rápido con sus ojos húmedos que el sonido batiente de estos parecía el de un grifo que gotea.
Sin embargo, era su sonrisa lo que hacía que Kett sintiera ganas de gritar. Era tan suave como el queso y retorcido, con una empatía artificial. Se suponía que debía trasmitir: «Estoy a tu servicio. Siento tu dolor, puedes contármelo todo». Sin embargo, el único mensaje que Kett recibía era: «¡Golpéame tan fuerte como puedas!».
—¿Eh? —preguntó Kett al darse cuenta de que no había escuchado ni una palabra de lo que el hombre había dicho. Levantó la mano y se acarició el hombro mientras notaba el grueso vendaje bajo la camisa. Aún le dolía debido a la herida de arma blanca que había recibido en el último caso, pero los analgésicos lo mantenían bajo control. En ese momento se trataba casi del recuerdo de un dolor que ya no existía.
«Como mi esposa, Billie», pensó. «Un recuerdo, un fantasma».
—Te he preguntado cómo te encuentras —dijo el psicólogo. Era la misma pregunta que todos le hacían desde que se había despertado en el hospital hacía poco más de seis semanas, así que, una vez más, dio la misma respuesta:
—Estoy bien.
Por supuesto, era mentira. Estaba muy lejos de encontrarse bien. La pelea con Raymond Figg le había dejado una herida profunda en el hombro y un horrible tajo en el pecho. Ambas lesiones acabarían curándose, pero sentiría las cicatrices internas el resto de su vida. Aún veía a las tres repartidoras de periódicos, cuyas vidas habían sido robadas y arrastradas al infierno. Atadas, apaleadas y casi asesinadas. Sabía que ahora se encontraban bien porque el comisario Colin Clare lo mantenía informado de su progreso y Maisie y su madre habían ido a visitarlo al pabellón dos veces, pero podría haber acabado peor. Kett no estaba seguro de si alguna vez podría limpiar de su alma el hedor de un caso como ese.
—Robbie —comenzó a decir el psicólogo tras dejar el lápiz y el cuaderno sobre los pantalones beis—. Quizá no te parezca importante, pero pasar una evaluación psicológica es esencial para volver al trabajo. Estoy aquí para ayudarte. Sin embargo, solo podré hacerlo si eres sincero conmigo, si eres directo.
Arrastró la última palabra por la lengua como si fuera un caramelo de menta. Kett sintió que el rostro se le arrugaba al poner mala cara de nuevo y se pasó la mano por el rostro, para ver si así conseguía deshacerse de la expresión. Aparte de la voz nasal del psicólogo, la habitación no podía estar más silenciosa y, de no ser por la ventana del tamaño de un libro en la pared más alejada que dejaba pasar la escasa luz matutina, se habría convencido de que era una tumba.
Su tumba.
El silencio era casi físico y lo aplastaba contra el asiento. Tomó una bocanada de aire que le envió una descarga de dolor al hombro.
—En primer lugar, no es Robbie, sino inspector jefe Kett —dijo, masticando las palabras.
—Entonces, sigues considerándote policía por encima de todo —contestó el terapeuta sin perder la oportunidad. Tomó el lápiz y garabateó algo. Kett se preguntó si estaría escribiendo las instrucciones para sacar un lápiz que le hubieran metido por el culo porque, si no tenía cuidado, iba a necesitarlas.
—No entiendo la pregunta, señor…, eh… Perdón, me he olvidado de su nombre.
—Llámame Igor —dijo el hombre.
«Igor», pensó Kett mientras recordaba que el terapeuta se había presentado como Igor Dito. «Igor Dito». Algunos nombres lo dicen todo.
—Igor, eso. —Kett se aclaró la garganta—. Me encuentro bien, Igor. Fue un mal caso con algunos tipos malos, pero dos de ellos están muertos y el tercero no va a salir de prisión en décadas, ya nos ocupamos de ello. Estoy vivo, las chicas también y la vida sigue.
—La vida sigue —contestó el hombre, al mismo tiempo que se golpeaba una de las barbillas con el lápiz—. Es una elección interesante como frase.
—¿En serio? —preguntó Kett, confuso de veras.
—¿En serio? —repitió Igor mientras tomaba más notas. Kett examinó la salita y se preguntó si habría alguna cámara, si en cualquier momento los interrumpirían Pete Porter, Kate Cruel y el resto del equipo, partiéndose de risa. Sin embargo, allí no había nada; solo estaban Igor, él y ese silencio horrible.
—Mire, sé por qué estoy aquí —contestó Kett—. Entiendo que necesito pasar una evaluación psicológica, pero, de verdad, estoy bien.
Hizo todo lo posible por sonreír, pero no debió de ser demasiado convincente porque Igor chasqueó la lengua y volvió a apuntar algo en el cuaderno.
—¿Cómo van las cosas en casa? —preguntó el psicólogo.
—Todo bien también —dijo Kett.
Eso no era del todo cierto. Alice, Evie y Moira parecían felices en su nueva casa y las dos primeras habían comenzado a adaptarse al colegio y la guardería. Sin embargo, desde que Kett había vuelto del hospital, una ansiedad se había apoderado de todos ellos. Culpa suya, por supuesto. Las había traído a Norwich para vivir en un lugar seguro y la primera experiencia en la ciudad había sido la del apuñalamiento de su padre. Alice se mostraba más dependiente que nunca y Moira parecía incluso más inquieta que en los días posteriores a la desaparición de Billie.
—Billie.
Kett pronunció su nombre en voz baja, como si de alguna manera aquello pudiera evocarla. Cerró los ojos y la vio allí, pero, más que nunca, parecía un fantasma. Horrorizado, había descubierto en las últimas dos semanas que la imagen de su rostro comenzaba a desvanecerse por los bordes, como si fuera un óleo hundido en el agua. Sabía que tarde o temprano ya no sería capaz de imaginarla…, hasta que volviera, por supuesto, hasta que volviera a su lado.
Suspiró y sintió que el mismo peso oscuro que se le había asentado en el estómago le presionaba el pecho. Algunos lo llamaban el perro negro. Ese sentimiento que, independientemente de lo que hiciera, nunca lo abandonaría ni le haría sentirse bien de nuevo.
—Llevo mucho tiempo en esta profesión —anunció Igor.
Kett abrió los ojos al notar que, en la penumbra, se le aceleraba el pulso como una luz de discoteca. El psicólogo se inclinó hacia delante—. Tus palabras me dicen una cosa y tu cuerpo, otra. Conozco a los hombres que se encuentran bien, y tú no eres uno de ellos.
—Estoy bien —gruñó Kett—. Limítese a firmar el maldito formulario y deje que vuelva al trabajo.
El psicólogo se dio varios toquecitos con el lápiz en la rodilla y, luego, lo golpeó contra el cuaderno mientras estudiaba a Kett como si fuera una cobaya de laboratorio.
—¿Puedo preguntarte acerca de Billie? —dijo—. De tu esposa.
—Sé quién es, Igor —contestó Kett antes de tragar con fuerza para intentar atemperar la rabia que le crecía en el interior.
—¿Todavía la echas de menos?
Kett tuvo que morderse los labios para detener la diatriba de insultos que amenazaba con salir de ellos. ¿La echaba de menos? ¿Echaba de menos a su esposa después de que la secuestraran en una calle de Londres en pleno día hacía cinco meses? ¿Echaba de menos a la madre de sus hijas, la mujer con la que quería pasar el resto de su vida, la mujer que podría estar muerta, viva o en un estado intermedio, algo de lo que no tenía ni idea, ni puta idea, porque no sabía dónde se encontraba? «Joder, ¿que si echo de menos a mi esposa? ¿Cuál crees que es la respuesta a esa pregunta, puto retrasado?».
—Sí —respondió tras un momento.
Igor tomó nota de aquello antes de volver a inclinarse hacia delante y golpearse ligeramente los dientes con el lápiz.
—Robbie, ¿hay algo…?
—¿Puedo contarle una historia? —lo interrumpió Kett, inclinándose también hacia delante para acercarse lo bastante al psicólogo como para darle un cabezazo si lo necesitaba. Igor tragó saliva, incómodo, pero se mantuvo firme en su posición.
—Claro que puedes —contestó mientras el lápiz seguía haciendo «clac, clac, clac» contra sus incisivos.
—Hace varios años trabajé en un caso —dijo Kett en voz baja—. Fue en Londres. Era un joven agente detective, recién salido del horno. Me enviaron a un almacén cerca de Docklands, un auténtico vertedero. Pete estaba conmigo. Me refiero a Porter. El lugar se había puesto en venta y un tasador había ido para tomar medidas, supongo que para luego construir edificios. La cuestión es que, mientras deambulaba por allí, encontró un cuerpo medio enterrado bajo una sección de tejado, solo con las piernas al descubierto…, un poco como la Bruja Mala del Este. Nos llamó, por supuesto, y me tocó estar al mando. Despejamos el metal y los escombros para obtener una panorámica mejor y vimos que se trataba de un hombre. ¿Sabe cómo murió?
Igor negó con la cabeza, con los ojos tan abiertos que parecían huevos en escabeche. Ahora daba golpecitos con el lápiz a mayor velocidad, como un metrónomo.
—Alguien le había clavado dos lápices en la cara, uno en cada ojo. Ambos habían penetrado la cavidad orbital y perforado el lóbulo frontal, lo habían lobotomizado.
Kett enfatizó la idea mirando el lápiz de Igor, quien detuvo el golpeteo de repente.
—Imagínese la fuerza que se necesita para hacer eso —dijo—. Introducir un lápiz en el cráneo a alguien. Sin embargo, se puede.
Era difícil saberlo debido a la oscuridad de la sala, pero parecía que la sangre había abandonado el rostro de Igor. Se echó hacia atrás y dejó el lápiz en el escritorio antes de mirar a Kett. Abrió la boca para decir algo, pero volvió a girarse hacia la mesa, abrió un cajón y lo metió dentro.
—Eh… —dijo mientras cerraba el cajón.
—Exacto, eh —contestó Kett—. Un giro interesante. Entonces, ¿qué, Igor, va a firmarme la autorización?
Antes de que el psicólogo pudiera contestar, alguien llamó a la puerta. No esperó a que respondieran antes de abrir y a Kett le sorprendió el alivio que sintió al ver el ceño fruncido del comisario Clare.
—Perdone —dijo Igor—. No puede estar aquí. Es una sesión confidencial.
—Oh, cállese, Dito, pedazo de majadero —respondió Clare—. Autorícele, ¿quiere?
—Por nada del mundo haría tal cosa —contestó Igor, negando con la cabeza—. Debe entender que el inspector jefe Kett ha sufrido varios traumas físicos y psicológicos a manos de un peligroso criminal, que sufre ansiedad y, seguramente, depresión, y que el incidente de su esposa desaparecida lo ha marcado, además de proporcionarle el potencial suficiente para volverse peligroso e imprudente. En su interior tiene una vena autodestructiva que podría hincharse en cualquier momento y llevarse a todos por delante. No está lo bastante recuperado para asumir ningún deber. Necesita descansar, tiempo con sus hijas y reunirse conmigo una vez a la semana, hasta que se recupere.
—Nos urge que le dé el visto bueno —dijo Clare—. Y lo va a hacer ahora mismo o le juro por Dios que lo encierro aquí y le meto la llave por el culo a tal profundidad que tendrá que esperar una semana para verla aparecer de nuevo. Lo necesitamos, y lo necesitamos ya.
—¿Por qué? —preguntó Kett.
Clare se giró hacia él con expresión sombría.
—Porque tenemos en el bosque a una mujer muerta y a una bestia suelta.