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Capítulo dos

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Fueron en el coche de Clare, un Mercedes enorme que parecía de la década de los ochenta. No tenía uno, sino cinco ambientadores de pino colgados en el espejo retrovisor, y el olor era tan fuerte que se asentaba en el fondo de la garganta de Kett. Abrió la ventana con la manivela mientras el viejo coche gruñía al avanzar carretera arriba por la vía de dos carriles y el viento rugía.

—Lo siento —dijo Clare.

—No pasa nada —contestó Kett, intentando reprimir una arcada—. A ver, creo que cinco son demasiados. ¿Cómo puedes respirar aquí dentro?

Clare lo observó, confuso. Kett dio un golpecito a los ambientadores, que desprendieron otra descarga de aire tóxico. Había estado en muchos pinares en su época y ninguno olía lo más mínimo a aquello. De hecho, el único lugar en el que había olido algo parecido era en un baño portátil.

—Ah, sí —resopló Clare—. Huele un poco mal, sí. Son las crías. Adolescentes, un asco, con todos esos malditos equipos de gimnasia. Sacaré otro ambientador, están en la guantera.

—¡No! —gritó Kett. Miró a Clare, preguntándose si el comisario tendría tanto pelo en la nariz que había perdido el sentido del olfato—. No, por Dios, estoy bien, en serio. ¿Por qué te estabas disculpando?

—Igor Dito —dijo Clare mientras adelantaba a un autobús. El coche vibró de forma alarmante; todo se sacudió, incluso los huesos de Kett—. El viejo gordito. Ese hombre parece una patata al horno, y es tan útil como una. Le encanta el sonido de su propia voz. Sin embargo, es el hijo del hermano del marido del primo del hámster del jefe de policía o alguna gilipollez así y no podemos deshacernos de él. Firmará tu evaluación psicológica. —Clare volvió a mirarlo—. Si quieres —añadió—. ¿Cómo estás, Robbie?

—Estoy bien —contestó Kett sin ni siquiera pensarlo—. Nunca he estado mejor.

—Por supuesto —dijo Clare—. Créeme, he estado «bien» muchas veces. Saldrás de esta. Sé que estás preocupado por Billie. Sé que estás decepcionado.

«Decepcionado» se quedaba corto. Aún veía a Raymond Figg de pie bajo los focos de la planta de tratamiento de aguas residuales, aún oía aquellas palabras saliéndole de entre los labios manchados de espuma.

«Pregúntame cómo conocía Billie al Cerdo. Pregúntame qué tiene que ver con el niño de la familia Khan. Los policías os pensáis que todos somos Jack el Destripador, que lo hacemos todo solos. Os pensáis que no hablamos unos con otros. Pero sí estamos en contacto, hablamos entre nosotros, competimos entre nosotros y nos seguimos todos en el puto Facebook. Te crees que no lo sé, pero sí que lo sé, sé dónde la…».

Entonces, Lochy Percival lo mató, y fueran cuales fueran aquellas palabras quedaron encerradas en la sepultura de su cuerpo. Para siempre.

—He hablado con Bingo esta mañana —dijo Clare—. Quería ver cómo les iba, si habían descubierto algo más sobre el Cerdo. Tiene a un equipo completo trabajando en el caso, dirigido por tu viejo amigo, el sargento detective Ridgway. Lo van a encontrar.

Kett asintió. Sabía todo aquello, por supuesto, porque él también había hablado con Bingo. Lo hacía todos los días.

«¿Alguna novedad?», preguntaba siempre. Y siempre recibía la misma respuesta: «Ninguna».

—La encontrarán —dijo Clare mientras separaba una de las enormes manos del volante y la posaba sobre el hombro bueno de Kett. Le dio un apretón antes de soltarlo—. Ya lo verás.

Las palabras eran positivas, pero seguían desprendiendo una marea demoledora de oscuridad en su interior, un peso que le hacía querer aovillarse y deslizarse por el hueco bajo el salpicadero. Lo ahuyentó lo mejor que pudo mirando el paisaje cambiante por la ventana. El verano había acabado y los campos estaban desnudos tras la cosecha. El otoño se aferraba a las copas de los árboles y, en el horizonte, perseguía las bandadas de pájaros en forma de V que se dirigían al sur a medida que se arrastraba por el terreno. El otoño siempre había sido su estación favorita del año. También la de Billie.

Se sacó el móvil del bolsillo y navegó por los números de sus contactos.

—¿Te importa? —preguntó sin esperar respuesta. Al otro lado de la línea, el teléfono sonó una y otra vez y, durante todo ese tiempo, a su corazón se le olvidó palpitar. Después de lo que le había ocurrido a Billie, tras haberla llamado y llamado y llamado el día que la secuestraron, cada vez que telefoneaba parecía que un martillo le golpeaba el corazón.

—¿Diga? —preguntó la cuidadora con demasiada alegría. Kett soltó el aire que había estado conteniendo.

—Soy Robbie —contestó—. El señor Kett. ¿Qué tal están las niñas?

—Genial —respondió—. Moira e Evie han estado jugando juntas. Alice está… Alice está… Eh…

—Alice es Alice. No te preocupes, lo sé.

—Es maravillosa —dijo la cuidadora—. Siempre y cuando no intente quitarle el iPad.

—Oh, por favor, no hagas eso. Es como tratar de separar a un oso pardo de un tarro de miel. Te arrancará las extremidades. No te mantendré ocupada mucho tiempo, solo quería…

—¿Quién es? —preguntó una vocecita que reconoció al instante.

—Es tu papá —dijo la cuidadora—. ¿Quieres hablar con él?

Debió de asentir porque el teléfono crujió un momento antes de que Evie empezara a respirar en su oído como un acosador. Estaba a punto de preguntarle si se encontraba bien cuando gritó lo bastante fuerte como para hacer vibrar el aparato:

—¡Odio las judías!

El teléfono volvió a crujir, hizo un ruido sordo y la llamada se cortó. Kett lo mantuvo un momento más contra la oreja, con el ceño fruncido, antes de volver a guardarlo en el bolsillo.

—¿Están bien las niñas? —preguntó Clare.

—Sí, excepto por las judías, al parecer —contestó—. Las tres están con una cuidadora, pero es temporal. Tengo que encontrar otra cosa, sobre todo si vuelvo al trabajo.

—¿Una niñera? —preguntó Clare—. Quizá pueda ayudarte con ese tema. Déjamelo a mí. Entonces, eh…, ¿vas a volver?

—Estoy aquí, ¿no? —contestó.

—Claro que sí.

Clare pisó el acelerador y el viejo coche alcanzó sin esfuerzo los 135 kilómetros por hora. A su izquierda, los otros automóviles se convirtieron en un zumbido apagado, compuesto por niños de ojos grandes, perros jadeantes y padres agotados.

—¿Cuál es el caso? —preguntó Kett.

—Una mujer de veintimuchos o treinta y pocos —dijo el comisario—. Sin documento de identidad. Unos paseadores de perros la han encontrado esta mañana en un tramo del bosque al norte de Beccles. Creen que la ha matado un animal.

—¿Un animal? —preguntó Kett—. No creía que Norfolk fuera el tipo de lugar en el que la fauna fuera letal. ¿Qué clase de animal?

—Un perro —dijo Clare—. Uno grande. La víctima tenía graves laceraciones en el pecho y el cuello, y heridas profundas. Bastante desagradable.

—¿Algún rastro del perro? —preguntó Kett. Clare negó con la cabeza.

—Y ningún testigo. Tenemos a un granjero que afirma que vio a la mujer con un hombre ayer por la tarde. Los recuerda porque no llevaban ninguna mascota. La mayoría de las personas que hay en esos bosques van a correr o a pasear a sus perros. Sin embargo, el granjero se había zambullido en una botella de vodka para desayunar cuando hablamos con él, por lo que su historia rezumaba un sano aroma a «que os jodan».

—¿No hay ningún rastro del hombre? —dijo Kett y Clare negó con la cabeza.

El comisario pisó a fondo el freno y el coche redujo la marcha, reticente. Los sacó de la carretera principal.

—Con el debido respeto, jefe —comenzó a decir Kett—, ¿por qué me necesitáis para un ataque de perro?

Clare dio la vuelta a una rotonda como si quisiera alejarlos del campo gravitacional de la Tierra con un tirachinas.

—Eres de por aquí, ¿no? Me refiero a que creciste aquí, ¿verdad?

Kett asintió.

—Me marché de Norwich cuando tenía doce años.

—¿Te acuerdas de las historias de Black Shuck? —le preguntó Clare.

—¿El sabueso de East Anglia? Claro. A ver, no mucho, pero, si vives por aquí, las conoces. —Kett hizo una pausa con el ceño fruncido—. Espera, ¿por qué?

—Porque, según nuestro granjero, eso es lo que anda suelto por el bosque, lo que vio. —Clare le dedicó una mirada con la frente aún más arrugada de lo habitual—. Vio a Black Shuck, el perro demoníaco.

* * *

La escena del crimen estaba a una buena distancia a pie desde la carretera más cercana, pero el aire fresco era bienvenido, aunque el aroma a pino de baño portátil no tenía intenciones de abandonar la nariz de Kett en mucho tiempo.

Con la documentación bajo el brazo, Clare se puso al frente con grandes zancadas que marcaban un camino a través del campo surcado. Kett se tomó su tiempo, con cuidado de no resbalar por la cresta de tierra. A su izquierda, el mundo era luminoso y amplio, empapado de dorada luz solar, y el aire denso por el polvo de los cultivos. Se inclinaba hacia abajo para terminar dos o tres kilómetros más allá en una brillante cinta plateada que debía de ser el río Waveney. La escena era tan pintoresca que parecía un cuadro, un paisaje lleno de agentes.

No obstante, a la derecha, había un mundo totalmente distinto. El bosque allí era antiguo, los enormes árboles se amontonaban en una formación compacta, tan encorvados y rotos como soldados heridos. Kett tuvo la impresión de que se habían reunido para ver lo ocurrido y sintió que la piel se le erizaba. Dejó escapar un escalofrío que Clare debió de escuchar incluso sobre los bramidos de su respiración.

—Espeluznante, ¿verdad? —dijo por encima del hombro—. Empeora.

Kett miró más allá del comisario y vio a un agente ante ellos, un joven cuya chaqueta amarilla había atraído a un pequeño ejército de avispas. Parecía abatido mientras les hacía señas con la mano.

—Por aquí, jefe —dijo, moviendo los brazos en torno a la cabeza como si bailara una giga mientras controlaba el tráfico—. Tened cuidado con estos pequeños hijos de puta.

—¿Te refieres a los de Suffolk? —dijo Clare con una sonrisa ceñuda.

—Eh, no —contestó el agente—. A los insectos.

Clare puso los ojos en blanco mientras guiaba a Kett a través de un hueco entre dos enormes tejos.

—La comisaría de Suffolk dice que este caso es suyo —le explicó—. Estamos en la frontera. Si fuera por mí, se lo podrían quedar, pero entonces nunca se resolvería.

Kett asintió mientras pasaba de la luz diurna a una especie de medianoche. Era como si los árboles lo hubieran envuelto en una capa de oscuridad y una mortaja de silencio, por lo que tuvo que echar un vistazo hacia atrás para asegurarse de que el mundo seguía allí.

—Ve con cuidado —le avisó Clare detrás de él—. El terreno es traicionero. No estamos lejos.

Tenía razón. Incluso desde allí, bajo la sombra de mil ramas que parecían dedos, Kett vio ante ellos el fuerte brillo de las luces en el campo. Se dirigió hacia allí mientras las raíces le tiraban de las botas y las ramitas le golpeaban la cara. Estaba claro desde el principio que el bosque no lo aceptaba. Deseaba proteger sus secretos. Y a sus muertos.

Rodeó una masa de árboles estrangulados por la hiedra para ver la escena del crimen más adelante. La policía forense había erigido una tienda sobre el cuerpo y el equipo principal de investigación se agrupaba a su alrededor, algunas personas dentro y otras fuera. Bañada por las penetrantes luces, casi parecía un cuadro renacentista. Se detuvo para tomar aliento, lidiando con el dolor que se le había asentado en las profundidades del hombro.

—¿Seguro que estás preparado para esto? —preguntó Clare, deteniéndose junto a él.

—Estoy…

—Bien, sí, lo sé. —El comisario negó con la cabeza y Kett supo que se preguntaba si había tomado la decisión correcta—. Venga, Kett. Supongo que te acuerdas de todos.

Los ruidosos zapatos de cuero de Clare anunciaron su presencia y, uno a uno, el equipo se giró para mirarlos. Kett le hizo una señal con la cabeza a la sargento detective Alison Spalding, quien se encontraba al final del grupo, hablando en voz baja por teléfono. Lo ignoró, dándose la vuelta, pero la avejentada expresión del inspector Dunst fue un poco más agradable. El viejo inspector inclinó la cabeza para saludarlo mientras buscaba a tientas un cigarrillo en el bolsillo de la chaqueta.

—Kett —gruñó—. ¿Qué tal el brazo?

—Todavía pegado al cuerpo —respondió mientras extendía el bueno y le apretaba la mano a Dunst—. Por los pelos.

—¿Robbie?

La voz surgió del interior de la tienda y, de inmediato, la siguió una cara sonriente. El inspector Pete Porter emergió al exterior; su impresionante figura estuvo a punto de llevarse consigo la tienda al completo. Dio un paso hacia Kett antes de tropezarse con una raíz al descubierto.

—¡Me cago en todo! —gritó.

—También es un placer volver a verte, Pete —dijo Kett, estrechándole la enorme mano. Pete tiró de él para darle un abrazo y un par de palmaditas en la espalda con tanta fuerza que bastó para hacerle gruñir de incomodidad. Sin embargo, era un auténtico placer volver a verlo.

—Tío, es genial que hayas vuelto —comentó Porter—. Aunque siento que te hayan arrastrado al culo del mundo. —Se estremeció como un niño de cinco años mientras examinaba las sombras entre los árboles—. La naturaleza es malvada.

La tienda crujió de nuevo y Kate Cruel apareció vestida con el uniforme de agente. Parecía un poco desmejorada, pero la sonrisa que dedicó a Kett estaba llena de calidez.

—¡Robbie! —dijo antes de aclararse la garganta a toda velocidad—. Quiero decir, detective jefe Kett. Bienvenido.

Le dedicó un asentimiento y le ofreció una sonrisa. Tanto Cruel como Porter lo habían visitado en el hospital y en casa casi todos los días durante su largo camino hasta la recuperación. Ambos habían sido bienvenidos, por supuesto, pero Cruel preparaba mucho mejor té.

—Creía que ya llevarías el traje de inspectora —dijo Kett, y Clare asintió.

—Si fuera por mí, así sería —respondió el comisario—. Pero hay que respetar el escalafón, no se pueden tomar atajos, aunque alguien se lo merezca.

—Dentro de poco me examinaré —dijo Cruel mientras salía de la tienda—. Crucemos los dedos para que me pueda quitar esta ropa lo antes posible.

—Bueno —gruñó Clare mientras se dirigía hacia la parte frontal del grupo y sujetaba la entrada de la tienda—, dejemos ya la gilipollez esta de la reunión familiar. ¿Preparado, Kett?

La respuesta sincera era que no lo sabía. El perro negro de la depresión seguía sentado dentro de él, gruñendo, y fuera, bajo el frío y la humedad, el dolor del hombro palpitaba como un martillo sobre un yunque. Se descubrió pensando en las chicas, en Alice, Evie y Moira. ¿Qué le dirían si supieran que había vuelto al trabajo, si supieran que se estaba metiendo de cabeza en otro caso peligroso?

Observó la tienda, vio el cuerpo tumbado. Más muerte. Más oscuridad. ¿Qué le provocaría esta vez?

—¿Robbie? —preguntó Porter con expresión de auténtica preocupación—. Sin presión, tío, nos las apañaremos sin ti.

Miró a su amigo. Miró a los otros miembros del equipo. Luego, ahuyentó sus dudas. Era Robbie Kett, inspector jefe, y ahora tenía entre manos un caso que debía resolver. Lo cierto era que allí, en la imperdonable oscuridad del bosque, sentía que por fin había llegado a su hogar.

Perro malo

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